Me encantaba dormir con el sonido de los carros corriendo rápido sobre las vías. En mi infancia, pasé cada periodo vacacional con mi familia Alegre, en Sonora. Mi madre y yo tomábamos el tren hasta Guadalajara, donde enganchaban los vagones al que iba a Nogales.
A los 15 años,
literalmente sin un centavo, un amigo y yo montamos en el tren desde Oaxaca. Desde fuera, alguien arrojó un huevo que reventó en el techo y le cayó a una muchacha. La ayudamos a limpiarse. Ella nos regaló comida. Yo le di un beso.
Ese fue mi último viaje en un ferrocarril
mexicano. Los gobiernos del neoliberalismo privatizaron las compañías, los dueños desmontaron el servicio de pasajeros porque no era negocio.
En otros países, el sistema ferroviario es el eje fundamental del transporte, que hace más eficiente la economía y facilita la vida de la
gente. Por eso, el estado lo apoya, a pesar de sus costos.
Me da ilusión que este gobierno trate de recuperarlo. Pero lo destruido es mucho. Y estos planes, más los del Sureste, todavía parecen lejos de remediarlo (además de las otras polémicas).
Viajé en el mítico Lunatic
Express de Nairobi a Mombasa, en rutas de Uzbekistán, Vietnam y Rumanía, busqué en vano el Dakar-Bamako, aunque sí hallé un chileno tren al sur, "no ves que estoy contento, no ves que voy feliz".
Pero nunca dejo de soñar con mi convoy a Hermosillo.
Que rápido corran los carros
del ferrocarril. Así como llevó a las tropas de Villa, que regrese con la fuerza de la revolución.
Yo soy rielera, tengo mi Juan
Él es mi vida, yo soy su querer
Cuando lo llaman que ya se va el tren
Adiós, mi rielera, ya se va tu Juan
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