En los años noventa se escuchaban los taladros que socavaban los cimientos de la frágil democracia de Venezuela. En paralelo en los cuarteles se consolidaba la gran conjura contra la estabilidad democrática. Civiles y militares siempre contra la poca institucionalidad. No cambian
Venezuela es un país que no levanta cabeza. Fuimos gobernados por civiles solamente 40A, la era democrática, aunque su primer grito de independencia haya sido en 1810. Históricamente siempre que se asoma un poco de estabilidad, saltan las mandarrias a matar lo que no ha nacido
“Si no soy yo, no será nadie” es un grito que se repite entre los aspirantes a gobernar a Venezuela por eso a lo largo de nuestra historia la constante ha sido: tumbar gobiernos, dar golpes de estado, difamar, destruirse unos a otros y traicionar. Así se busca el poder aquí.
La lucha por sembrar las ideas no existe. Ni en el ámbito político ni en el ámbito social. El debate para construir a una gran nación es atajado por el simplismo y la manipulación: cada quien con un país en su cabeza. No se construye porque es más fácil destruirlo todo. Y así van
En esa pelea absurda y sin sentido los encontró Chávez. Él no existía pero la pelea a cuchillos de una clase política que agonizaba lo hizo emerger. Hemos pagado con la vida y la libertad a lo largo de 20A esos errores. Hoy siguen en la misma charca pero con nuevos actores.
Están escribiendo una historia que el mañana juzgará. En el momento más delicado de nuestra mancillada institucionalidad se están comportando como los chavistas: destruyendo todo a su paso. Venezuela no se merecía tanta vileza disfrazada de falsas virtudes e inmaculada moralidad.
Los extremos se juntan. Chávez destruyó las instituciones porque no era un demócrata, la institucionalidad le molesta al despota porque es un freno para ejecutar su proyecto personal. Tengan cuidado con aquellos que de este lado están destruyendo al frágil gobierno interino.
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