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—¡Alicia! ¡Corre, ven a ver esto! ¡He cazado a otra “rata”! ¿Lo ves? Allí, en la acera. El muy imbécil creía que no le vería entre los árboles. Le he dado en toda la cabeza, ¡jaja! Esta noche salgo en Top Vigilantes, ¡estoy seguro!
Alicia reconoció enseguida aquel cuerpo inerte. Era Javi, un antiguo compañero de universidad con el que había hablado un par de veces, aunque nunca fueron amigos cercanos. De pronto pensó en la cantidad de amigos que había perdido en los últimos años a manos de los Vigilantes.
Aunque, a decir verdad, hacía tiempo que nadie era amigo de nadie.
—¡¿Qué has hecho?! ¡Es Javi! ¡Le conocías! —gritó ella algo airada. Se arrepintió de lo que acababa de decir en cuanto la última palabra hubo salido de su boca. Sabía que no podía mostrar compasión por los neutralizados si quería mantener su CBC alto y seguir con vida.
Además, pretender que Edgar mostrase compasión por alguien a estas alturas era una tarea inútil. Ese cabronazo habría matado a su propio padre si hubiera sido necesario. Al menos a ella sí le tenía algo de respeto. O eso creía...
El sistema CBC (Calificación del Buen Ciudadano) había sido aprobado por el gobierno a finales de 2023, con la llegada de la Octava Pandemia. Fue bien recibido por la población, que lo entendió como una medida de seguridad por el bien común.
En la actualidad, la gente había perdido la cuenta de cuántas pandemias llevaban ya.

Corría el año 2025, y Alicia calculaba que habían sufrido una nueva mutación del virus cada seis meses, aproximadamente. Aunque, en la práctica, esa información era totalmente irrelevante.
El confinamiento era perpetuo. Desde que el presidente anunciara el primer Estado de Alarma, nada había vuelto a ser igual.
Recordó las palabras de Dani, su antiguo compañero de piso, que había decidido marcharse a casa de sus padres unas horas antes del anuncio: «Me llevo el portátil y una maleta con algo de ropa. Total, serán como quince días de vacaciones... ¡Nos vemos a la vuelta!».
Nunca más volvieron a verle.
A partir de aquel momento, las medidas para evitar que la gente saliera a la calle se fueron endureciendo paulatinamente. Había que garantizar la seguridad de los ciudadanos.
No tardaron en llegar los primeros abusos policiales, consentidos por una mayoría de la población que consideraba la situación lo suficientemente grave como para permitir que la autoridad actuase de la forma que considerase oportuna.
El gobierno publicó en su web el árbol de contagios, con información detallada sobre quién había infectado a quién.

El odio entre los ciudadanos aumentó. Internet se inundó de vídeos de gente increpando y lanzando todo tipo de objetos a quienes incumplían las normas.
“Si no colaboras con la autoridad, es que tienes algo que ocultar”. Parecía lógico.
Se instauró un Gobierno Global, liderado en conjunto por varios representantes de las primeras potencias mundiales.

“Sólo unidos seremos capaces de hacer frente a esta terrible amenaza”. La gente estaba emocionada, jamás se había visto una alianza similar.
El tiempo pasaba y de vez en cuando surgían noticias que les hacían creer que la situación estaba bajo control, que las cosas volverían a la normalidad, pero entonces el virus volvía a mutar y todo comenzaba de nuevo.
Alicia sospechaba que no saldrían de casa jamás. Se había hecho a la idea de que no volvería a ver a su familia ni a sus amigos. Tan solo le quedaba Edgar.
A veces le observaba, tratando de imaginar qué clase de pensamientos pasaban por su cabeza. Le habría gustado saber qué era lo que provocaba esa risa victoriosa tan histriónica cada vez que descubría a algún nuevo infractor andando por la calle.
Ya no quedaba nada del Edgar de antes. Aquel chico simpático y algo tímido se había ido convirtiendo con el tiempo en un fanático desquiciado.
Cuanto más tiempo pasaba con él, más echaba de menos a los suyos. Podía hablar con ellos, sí, pero sólo a través de internet. Las relaciones humanas habían quedado relegadas al frío mundo digital.
Las grandes corporaciones tecnológicas, que habían multiplicado sus beneficios desde la Primera Pandemia, anunciaron que empezarían a compartir los datos de uso de sus usuarios con el Gobierno para ayudar a controlar el virus. A nadie le importó demasiado.
Tenían internet. Tenían películas, música y videojuegos. Tenían redes sociales y streamings de sus influencers favoritos. Tenían mucho más contenido del que podrían consumir en toda su vida.
Todos los dispositivos electrónicos estaban monitorizados. Poseían cámaras y micrófonos activos a todas horas, aunque estuviesen apagados. Además, estaba prohibido alejarse más de dos metros de al menos uno de ellos y, por supuesto, estaba prohibido destruirlos.
Se prohibió el uso de dinero físico por ser un foco de contagios. De todas formas, ya no había nada que comprar que no fuera digital. Las raciones de comida y los productos básicos pasaron a ser proporcionados por el ejército, que los repartía puerta por puerta.
Poco tiempo después se anunció una ambiciosa medida en el marco del «Plan por el Bien Común»: la Calificación del Buen Ciudadano.

Se trataba de un indicador de estatus social que te puntuaba en base a tus datos personales, tu historial y tu comportamiento.
Se implantó un nanochip subcutáneo a todo aquel que se ofreciera voluntario, a cambio de unos cuantos puntos extra en su CBC.

Al poco tiempo, toda persona decente llevaba el chip implantado y lucía orgullosa una característica marca en el antebrazo.
Se trataba de un dispositivo de tracking que contenía los datos biométricos, la posición y los permisos del portador.
A través del mapa incluido en la app oficial del Gobierno, los ciudadanos podían encontrar y denunciar a todo aquel que estuviera en la calle sin permiso y mejorar así su CBC.
A pesar de las estrictas medidas, la mayoría de la gente seguía viéndose obligada a salir a trabajar o a comprar comida en los mercados clandestinos, ya que la ración proporcionada era muy escasa para quienes tenían un CBC bajo.
El Gobierno decidió entonces eliminar más del 90% de los empleos existentes y sustituirlos por máquinas y algoritmos.

A cambio, ofreció a los ciudadanos con mayor CBC la posibilidad de trabajar como Vigilantes desde sus balcones y ventanas.
Se les proporcionaron armas para neutralizar a los infractores. Se trataba de armas sencillas que podían ser mejoradas: a más infractores neutralizados, a mayor precisión en el tiro, mejores armas y accesorios.

Todo pasó a ser un juego.
Edgar se pasaba los días en el balcón, observando la calle a través de su mirilla. Ya apenas dormía. Había recibido un precioso rifle francotirador hacía una semana. Con él, su alcance era muy superior al que había conseguido hasta entonces con su revólver.
En la últimas veinticuatro horas había neutralizado a tres infractores o, como les llamaba él, “ratas”. Estaba realmente emocionado. De seguir así, quizá conseguiría aparecer en la lista de los diez mejores vigilantes.
Soñaba con recibir el aplauso que cada día a las ocho de la tarde millones de personas dedicaban a los nuevos héroes del país.
Alicia había sido como él. Recordaba haber sentido ese tipo de odio durante los primeros días de confinamiento, cuando aún creía que el virus había surgido de forma espontánea y suponía una amenaza real.
Movida por el miedo y las ganas de salir cuanto antes, había criticado duramente a quienes se saltaban las normas. Incluso había llegado a aplaudir a la policía.

Ella también había tratado de ser una ciudadana ejemplar...
Hasta que les encontró.
CONTINUARÁ...
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