Nací en #BarriosAltos, en una casa humilde, donde nunca falto la comida. Mis vecinos y vecinas, cenaban a diario cocaína y un poco de pan con soledad para los niños. Katy la mayor de la quinta no pasaba de los 50 pero su rostro acabado y cuerpo avejentado me hacía recordar
a la calle donde iniciaba la reja que nos separaba del vacío existencial de las calles ajenas del Jirón Arancibia, tierra de nadie, donde el olor a droga era de todos los días. Abandonados del Estado, víctimas del sistema. Oprimidos y avasallados por su historia.
Mis vecinos como la mayoría de vecinos tenían vidas comunes, que yo observaba desde la venta de la casa, asiento en primera fila, y que el show empiece, ajos y cebollas en la casa de al lado, 6 niñas, dos hijas por cada hermana.
La jefa de familia traía dos panes para el desayuno a las 11 de la mañana, que le vendía por 10 céntimos el panadero.

Mientras en la casa del fondo, el Tuerto y Lorena tenían sus conversaciones matutinas para repartir las ganancias de la madrugada, lo que sacaban del
polvo blanco les alcanzaría para alimentarse, y en la mañana les tocaba alistarse para sentarse en alguna esquina del centro de Lima, más allá de los Barrios Altos, donde el tuerto dejaba de ser él, para convertirse en un pobre indigente que había sido abandonado por su familia,
en esos instantes entraba en personaje y se olvidaba la fuerza que tenía para pegarle a palazos a su hija, María Fernanda, que años más tarde se convertiría en una conocida delincuente que habitaría en las laderas del río Rímac.
María Fernanda no era la única niña de la quinta, y la quinta que me cobijaba no era la única quitan del Jirón Arancibia, el Madero y Hierba Buena, las quintas existían por alguna razón en los Barrios Altos, que no eran laderas de cerro, pero que,
si se parecía un poco al infierno para la infancia, si es que ella aún existía en sus habitantes de menor edad.

Pero mi quinta, nuestra quinta, albergaba a mi familia y amigas, mi casa era muestra del amor de mi papá y mamá,
y sobretodo había podido vivir al frente de la casa de donde mi bisabuelita Rosita llegó huyendo del norte, vivió años con sus hijos y falleció de cáncer años más tarde.
Mis amigas: Miranda, la hija de Antonia y Jorge; Juana, la nieta de Kati, Michelle, que vivía a cuadra y media, estudiaríamos juntas en la secundaría, éramos una suerte de grupo que se reunían en las tardes cuando éramos muy pequeñas para jugar o ver televisión en mi casa,
una de las pocas que tenía señal de cable. Miranda y Juana serían madres antes que yo, muy por debajo de la mayoría de edad.

Otra era la historia de Olivia, quien jugaba solo conmigo, ella no hablaba mucho, pero su cuerpo lo decía todo, maratones en todo el cuerpo,
nos acompañábamos en silencio, mirábamos el cielo y si hablábamos ella me decía: ten cuidado por favor, tú si tienes voz, te van a creer, como quisiera ser tan fuerte como tú.

Como reloj puntal, las balas nos avisaban que las siete de la noche había llegado,
carrera al suelo para las niñas y mamá corría a asegurar la puerta, entre lágrimas y el sonido del techo mientras el padre del muchacho de la cuadra corría cual maratonista y trepaba muros cual hombre araña, más tarde nos enteraríamos que él no tenía las vidas de los gatos.
Esto es Lima señoras y señores, es su centro, su ciudad antigua, a unas cuadras del buque que se cae a pedazos, donde aún habitan peruanos y peruanas, es Lima, sus paredes antiguas y sucias. Ay, ¡Barrios Altos!
Han pasado más de veinte años y las calles de mi querido barrio no han cambiado, el olor a droga no se ha ido, mis amigas y amigos son madres y padres, algunos en la cárcel y otras en alguna esquina ofertando su cuerpo al mejor postor.
Oferta, oferta se vende muchacha a cualquier delincuente que pueda darle a diario una lección de conducta y la condene a criar de tres a seis niños para llenarles el estómago de una comida diaria.
Veo las paredes del barrio tan acabadas y sucias como el alma de quienes abandonaron al pueblo y rompieron las esperanzas, escribo estas líneas por ellas y ellos, por Olivia la niña de la cola de caballo, a quien violaban a diarios sus tíos y primos y a sus 12 años
la hicieron madre, y su infancia ya extinta suplicaba una oportunidad.

Quiero creer que existe alguna realidad paralela donde Olivia termina la escuela, va a la universidad, come las tres comidas al día, camina sin miedo, no tiene cortes.
Quiero creer que existe una posibilidad donde todas las Olivias, Juanas, Mirandas, Kakis y Michelles caminan sin miedo, y no son víctimas de este sistema neoliberal, capitalista y patriarcal.
Hoy es el día de la lucha por los derechos humanos: ¡No nos olviden señor presidente! porque quienes claman justicia y una vida digna no son los de arriba, somos los de abajo, las y los oprimidos.

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