Existe un pueblo en medio de las montañas, que jamás en su historia ha escuchado el ruido de un automóvil. Un pueblo, que es el más apartado de toda España, arrinconado en una muralla de filos de roca donde la vida a ratos detiene siglos atrás.
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Había escuchado durante mi viaje por Asturias que existía un pueblo muy interesante en medio de los Picos de Europa. Su nombre era Bulnes. En el mapa, aparecía como un sembradío de techos y argamasa en un valle que se suponía, estaba detrás de todas estas montañas.
En el hostal donde me quedaba esa noche, el camarero y recepcionista me contó que, si aprovechaba bien el día, podía subir la montaña. Eran apenas 400 metros de desnivel, que en una hora y media podía hacerlo.
Hice apenas lo que una caminata de este nivel merece. Me armé un bocadillo con las cosas que aún tenía en la maleta, un café con leche caliente apenas para el otoño y empecé a caminar la primera parte del recorrido que iba paralelo al Río Cares.
Ir a Bulnes, tan solo en este tramo de inicio ya se veía intimidante. Eran las 4:30 pm, era consciente que debía ir rápido pero no era para nada consciente del camino que seguiría a la vuelta de la carretera.
Es decir...
...sabía que el pueblo más escondido de España estaba metido en las montañas. Pero cuando uno mira esto desde el inicio del camino, mil cosas se ponen a correr en la cabeza:
¿Cómo es que arriba de ese caminito de sílabas que hace el Texu por la montaña, vive gente?
Y dos, ¿en qué putas estoy pensando hacer esto a esta hora?
Esa pregunta me la estaban respondiendo las montañas, que con el Sol de la tarde que caía, respondían en silencio mi andar.
Allá arriba, detrás este horizonte quebrado se supone que queda Bulnes. Bueno, eso me convencía yo.
Un pueblo de 34 personas registradas, pero que en realidad son apenas seis. Registros hay que existe desde hace más de 500 años y que siempre han estado desconectados del mundo.
Desde el año 1.750 se envían cartas a Madrid para que Bulnes pague sus impuestos correspondientes sus tres molinos útiles. Impuestos, cartas, productos que tenía que salir por una senda 5 kilómetros y un desnivel de 400 metros.
Todos los días.
Por este estrecho camino, por siglos, bajaba el queso que producía el pueblo. Bajaban el ganado, las ovejas, la gente, en una peregrinación a la sociedad. Una senda custodiada por el murallón de Amuesa, esa ola congelada que solo cobra vida cuando el Sol le da por bendecirla. twitter.com/i/web/status/1…
Normalmente las nubes están sobre las montañas, como si estuvieran celosas que se sepa lo que ese camino esconde al final de cinco kilómetros de subida: un pequeño pueblo llamado Bulnes.
Es tal cual como uno piensa que es. Un pequeño sembradío de techos y argamasa, atrincherados entre la roca.
Siempre ha sido minúsculo. A principios del siglo XX, apenas vivían en el unos sesenta personas que se limitaban a labores de agricultura y ganadería. Hoy, a lo mucho queda una pareja de ochenta años y tres vecinos en la parte alta del pueblo.
Ahora el pueblo es visitado por montañeros y senderistas pero también, turistas que llegan al mismo más fácil desde que en el 2001 se construyera una obra que puso fin al aislamiento total. Bulnes finalmente tenía un funicular.
Pero el funicular no es más que una puerta. Es apenas, una cuerda que une un pueblo que lleva siglos aislado del mundo. Se cierra todos los días a las ocho de la tarde y cuando es invierno, a las seis.
Entonces, el pueblo vuelve a quedarse encerrado en su muralla filosa.
Es tan, pero tan filosa, que le rasga la luz al propio Sol. Bulnes descansa siglos en un sábana de árboles que cuatro veces al año se cansa de su belleza.
Desde que el funicular funciona, a los habitantes de Bulnes la vida se les ha hecho más fácil. Ni sus abuelos pudieron siquiera soñar con que, en menos de siete minutos podían salir de su pequeña patria atrincherada para conectarse con el mundo.
Pero cuando el funicular entra en mantenimiento, todo un pueblo de España viaja en el tiempo siglos atrás. Quedan aquí, encerrados, con la sombra del Urriellu distante entre el valle.
Tienen que armarse de provisiones de nuevo y contar cuantas gallinas tienen para sacrificar.
Cuando llega el invierno, se activa la costumbre de tener que bajar a los animales que no caben en el vagón de carga. Ríos de cabras y vacas bajan hasta el Cares, para alejarlos de la nieve y de los lobos.
Esto sucede hasta el día de hoy. Capaz hoy esté sucediendo.
¿Y que si yo podía bajar en funicular? Alcanzaba. Pero de perderlo, tenía que esperar hasta el otro día a las diez. Bueno, eso es una excusa: en realidad su precio disuada a más de uno, como queriendo a propósito ocultar a Bulnes del resto del mundo.
Tenía el tiempo justo para bajar por el Cañón del Texu. El Sol ya se había ido por completo, las rocas cobraban ese brillo extraño que aparece cuando ya no hay más luz.
Al final es el Puente de la Jaya, lo único que por siglos los unió con el mundo.
Desde abajo, con las piernas temblando, no queda más que mirar atrás y pensar que detrás de ese borde existe una esquirla de patria llamada Bulnes, y que durante dieciséis horas al día -mientras su funicular cierra-, regresa siglos al pasado.
Esto es todo por hoy. Espero les haya gustado el hilo. Para más historias, les tengo estos otros lugares.
En Instagram, ahí tengo en highlights más historias de mis viajes y fotos para que me vean la cara.
Tengo además un OnlyFans donde también cuento historias, así como tutoriales, exploraciones y guías. No cae mal también darles este link, oye, que no me gusta ná.
Existe un lugar donde el horizonte hace el perfecto baile entre la historia y la naturaleza. Armado con guías de viaje y fotografías me propuse llegar hasta ahí con la ilusión de conocer algo único y la fatalidad de saber que no podré repetirlo.
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Eran las 11:30 pm de una noche lluviosa en Yangón. Después de una salida de baile y de comer en algún puesto callejero, había entrado en el edificio donde me alojaba en casa de un amigo sin percatarme que había cerrado mal la puerta.
Hasta que sentí un golpe por la mañana.
Somnoliento, miré alrededor: mi amigo seguía dormido, la puerta estaba abierta. La cerré y volví a dormir.
No fue sino hasta unas horas después que supimos que ese golpe en mi hombro fue de un ladrón que calculó mal al tratar de llevarse mi cámara.
Todos los días, cinco monjes se despiertan para tocar las campanas en una ciudad-monasterio abandonada dentro de una montaña siendo los últimos huéspedes de una antigua fortaleza medieval.
Si existió algo semejante a Minas Tirith, es esto.
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Monasterio de Vardzia, Georgia.
Al margen del Río Kura y después de muchos kilómetros que me traían ensoñación de mi tierra, había llegado a ver un acantilado horadado desde hace siglos que conserva una historia muy particular entre los dedos de aquellos que no dejan atrás.
Este no es un lugar común y corriente; tampoco podría decirse que es estéticamente atractivo o fácil de dibujar. Vardzia es un renglón de una época donde reinas, caballos, invasiones y saqueos horadaban los valles de tierras lejanas, apenas sacado de la mano de Tolkien.
Vamos a jugar a ser detectives. ¿Pueden responder cuales son las tres diferencias entre estas dos imágenes?
Mientras contestan, les voy a contar la oscura historia detrás de estas fotografías.
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8 de diciembre del 2020.
Ese día aparece en la revista Architectural Digest AD un reportaje de una remodelación de una casa en San Francisco. Entre las fotos de los espacios, aparece una del patio principal.
La imagen aparece descrita como "Southeast Asian sculptures are displayed in the courtyard (...)", refiriéndose a que en ese patio de 1916, se muestran esculturas del Sudeste Asiático, pero si miran la foto no aparece nada.
Ese pie de foto le llamó la atención a un periodista.
Imagina crecer en una ciudad dividida por un muro donde escuchas a tus vecinos jugar a metros de distancia y jamás conocerlos. Una ciudad con dos universos paralelos.
Sucede ahora mismo y no viajaremos tan lejos: es una capital europea.
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Nicosia, República de Chipre.
En lo alto de un edificio hay un mirador que aglutina turistas morbosos por ver una montaña que a lo lejos dibuja una bandera de un extraño país. A nuestros pies transcurre la vida de una de tantas ya típicas calles de un país europeo.
Su casco antiguo no es muy diferente a cualquier otro: callecitas, bicicletas y locales con terrazas de café caliente. Pero algo aquí no es normal.
Al fondo de sus calles, esas mismas banderas extrañas se asoman sobre un edificio que al ser detallado, revelan impactos de bala.
En las montañas de Georgia hay un pueblo soviético perdido en cuyos acantilados están suspendidos pedazos de su gloria. Sin embargo, visitarlo es enfrentarse a una carrera contra el tiempo.
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Chiatura, Georgia.
12:54 pm
Una descomunal estatua que conmemora la Gran Guerra Patriótica (II Guerra Mundial) da la bienvenida al pueblo. Sus proporciones no parecen encajar con lo que este pueblo y su tamaño, como si fuera un error o un presupuesto desfasado.
Pero no, encaja.
Terminé en Chiatura porque había leído de parte y parte que esta ciudad está enclavada en la época soviética. Que sus edificios guardan mosaicos de Stalin y Lenin, que sus cables mineros aun están suspendidos y oxidados como un museo a cielo abierto.
Existe un lugar abandonado que se cae a pedazos en el mar. Aunque fue evacuado en un par de horas, lleva cincuenta años esperando a que sus habitantes regresen antes que estos mueran de vejez.
¿Quieren saber su historia?
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Chipre, 1974.
En un famoso litoral mediterráneo -como vendría siendo Málaga el día de hoy- se desarrollaba un día común y corriente. Las grúas de construcción dominaban el cielo, los hoteles y restaurantes rebosaban de turistas y estrellas de cine.
El paraíso.
¿Su nombre?
Varosha.
En este distrito de la ciudad de Famagusta, la vida parecía no detenerse hasta que el 15 de agosto de 1974 sus habitantes no pudieron dormir en sus camas al final del día. Era tanta mi curiosidad que la visité para este hilo de #MinisterioDeExploraciónUrbana.