Un día dijo: “Me animaría a cruzar la Patagonia hasta Buenos Aires con una carretilla”.
La gente no le tomó en serio. Se rieron de él.
El problema es que no contaron con una cosa: ERA VASCO. Y, con los vascos, no se juega.
Con vosotros, EL VASCO DE LA CARRETILLA. Dentro 🧵
Para empezar, el vasco era de Pamplona. Se llamaba Guillermo Larregui; nació en 1885, pero a los 15 años migró a Argentina. En ese sentido, fue uno más de un largo grupo de españoles que, a lo largo de generaciones, tuvieron que migrar a Sudamérica para buscar una vida mejor
Para estos migrantes, su destino fue desigual (escuchar esta frase con, de fondo, la banda sonora de la serie infantil "Marco"). Algunos, además, acabaron de la manera más insospechada:
En principio, la vida de Guillermo se desarrolló de un modo tradicional, similar al de otros emigrantes de por aquel entonces. Fue marino, carpintero, crió cerdos. Viajó al sur, a la Patagonia, para trabajar en una compañía petrolífera, filial de la Standard Oil, durante 30 años.
Sin embargo, esta empresa cerró por conflictos laborales, así que Guillermo se quedó sin trabajo; desde entonces, sólo encadenaba empleos precarios.
En este tipo de trabajos, como en tantos otros, era habitual aprovechar los descansos para sentarse al borde de un fuego y dejar pasar el tiempo tomando mate, narrando sucesos, debatiendo las grandes cuestiones de la humanidad.
Esa clase de situaciones en las que se gestan grandes ideas, y los individuos toman determinaciones irrevocables que les llevan a cambiar de vida.
¿De qué se encontraban hablando en ese momento? La historia no ha dejado registrado el tema concreto. Por lo que parece, se hallaban comentando alguna de las grandes hazañas épicas en el transcurso de las cuales, merced a las nacientes tecnologías de aquella época, los humanos...
... superaban sus límites en todos los ámbitos que uno pueda imaginar. Seguramente hablaban de premios de automovilismo, de récords de aviación, de exploradores que llegaban a cualquier lugar del globo. Entonces, Guillermo soltó una frase que le acompañaría el resto de sus días:
“A cualquiera de esos señores aviadores y automovilistas los desafío yo a hacer una travesía caminando y conduciendo además una carretilla de cien kilos”.
¿Por qué se atrevió a lanzar esa bravata al aire? El propio Guillermo lo explicaba: todas esas gestas implican máquinas de último diseño, equipos, presupuestos. Exigen seguridad y valor, por supuesto, por no le piden al hombre nada de su cuerpo, y de exprimirlo hasta el extremo
Pero Guillermo, que ya contaba con 50 años, recordaba un mundo en el cual el hombre sólo dependía de sus propios medios: de su fuerza física, paciencia, resistencia, perseverancia.
Quizá Guillermo quería volver a esos tiempos más sencillos, más simples, donde (quizá tan sólo aparentemente) el hombre era más libre, ya que todos sus méritos residían en lo que era capaz de hacer con sus manos.
De todos modos, las razones que subyacen en el corazón de un hombre son siempre, hasta cierto punto, ignotas. En ese sentido, Guillermo no era el primero para el cual los motivos personales se entremezclan con los de otra índole. A finales del siglo XIX, Anna “Londonderry”...
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... objetivo de ganar dinero y notoriedad, las razones de Anna fueron más prosaicas: escapar de un matrimonio el cual contaba con un hijo nuevo por año, y al cual no estaba dispuesta a resignarse sin más.
Quizá a Guillermo le pasaba algo parecido: el hombre del siglo XX y XXI, tan bien descrito por Kafka, ha dejado (si es que alguna vez lo fue) de ser dueño de su propio destino. Es zarandeado por fuerzas históricas, económicas y sociales que se hallan por encima de su control.
Guillermo no era una excepción. Probablemente, tras más de 30 años en Sudamérica, sentía que no había alcanzado la estabilidad y el éxito al que aspiraba cuando migró. Tal vez necesitaba hacer algo con lo que reafirmarse a sí mismo, emulando a los intrépidos viajeros a los que...
... admiraba de sus lecturas juveniles, cuando devoraba novelas de aventuras. Y, de paso, animar a una generación que sentía que el futuro tan prometedor se le había escapado, tan ilusionante como esquivo, entre los dedos.
En ese sencillo, lo más inmediato e instintivo que podía hacer era coger una carretilla y andar. Y eso fue lo que hizo.
Pero por supuesto, al principio, sus compañeros de trabajo se lo tomaron a broma. Se creían que era una fanfarronada. Su jefe bromeó con que se iba a quedar sin sueldo. Alguno, incluso, le trajo una carretilla, en plan de broma. Pero había algo con lo que sus colegas no contaban.
Y es que Guillermo ERA VASCO. Y cuando un vasco dice que va a hacer una cosa, la hace. Como que hay Dios.
Al día siguiente, con unos cuantos enseres, partió a Comandante Piedra Buena, a 120 kilómetros del lugar de inicio. En cuanto llegó, un amigo le hizo unos ajustes a la carretilla: le añadió a la llanta una goma de auto, cambió rodamientos, y la caja de hierro por una de madera.
Además, le regaló útiles imprescindibles: una tienda de campaña de 2.5x2 metros, sacos de dormir, 5 litros de agua, comida, mate, un asador, una olla y otros objetos hasta completar los 100 kilos (con el tiempo llegó a tener 130kg, con colchón, colcha y útiles de higiene).
Cualquiera en su caso hubiera dicho: “bueno, venga, me he atrevido un día y ya”. Pero no. Él había empeñado su palabra. Y estaba decidido a no dejarla sin cumplir.
Entonces ocurrió otro fenómeno también sorprendente. Porque la gente podría haber pensado: “desvaríos de un pobre loco” (Larregui contestaba a este tipo de comentarios: “No importa. Iré yo sólo al manicomio”). De hecho, muchos le ignoraron y no le concedieron ningún margen.
Pero otros, por el contrario, empezaron a ayudarle. Le recibían con vítores cada vez que llegaba a cada ciudad (donde su figura ocupa las portadas de la prensa), y le daban lo que estuviera en su mano para continuar su viaje.
¿A causa de qué lo hacían? En muchos sentidos, le comprendían: había una enorme comunidad vasca, y española, en Sudamérica. Gente que había albergado los mismos sueños que Guillermo, y sufrían los mismos problemas. Que deseaban que les ayudaran igual que ellos lo hacían con él.
Pero también había personas que no tenían nada que ver con las circunstancias de Guillermo, y que aun así le echaban una mano.
Puede que se debiera a ese concepto de la “minga”, o ese trabajo colectivo que hace la comunidad en Latinoamérica cada vez que sus vecinos necesitan ayuda para una ocasión puntual -como una mudanza- y que luego se devuelve haciendo un favor (o con un asado para todo el mundo).
Aunque, quizás, la razón era más primitiva, humana y esencial: y es que, cuando alguien se embarca en un proyecto, y éste es más grande que uno mismo, todos los que nos encontramos alrededor nos vemos impelidos a participar; no sólo para formar parte del suceso extraordinario...
... sino también por un imperativo histórico. Porque TENEMOS que lograrlo; porque SE DEBE conseguir; porque, aunque un solo hombre no sea capaz, si nosotros podemos contribuir, debemos asegurarnos de que no se rompa la cadena. Nadie quiere ser responsable de la muerte de un sueño
Y por eso Guillermo siguió caminando.
Y caminó, y caminó, y caminó. Y finalmente, tras atravesar la Patagonia, con sus calores y sus fríos extremos, y sus precipitaciones implacables, el 25 de mayo de 1936 llegó a Buenos Aires, acompañado de Pancho, un perro que se le había incorporado a lo largo del camino.
Había partido del punto de inicio 14 meses antes, recorrido más de 3500 km, y gastado 31 pares de alpargatas.
Pero Guillermo le había cogido gusto al asunto. Durante su trayecto hablaba con toda clase de gente, especialmente niños. Gracias a eso, había aprendido a chapurrear varios idiomas, entre ellos francés e italiano. Sin duda, había algo vivificador en el inequívoco acto de caminar.
Así que, a semejanza de otro famoso corredor, decidió que se hace camino al andar y, metafóricamente, se dio la vuelta, y siguió avanzando.
Así que, en poco tiempo, volvió a los caminos. Hizo 3 viajes más, aunque ninguno alcanzó la repercusión del 1º: en 1936, desde Coronel Pringles a La Quiaca (4405 km), cruzando los altiplanos de Puna; en 1941, de Villa María en Córdoba hasta Santiago de Chile (2018 km) a través...
... de los Andes; y en 1944, desde Trenque Lauquen a las Cataratas del Iguazú. En ese momento, paró. En total, a lo largo de sus periplos, había recorrido más de 20.000 km.
La carretilla (de unos 70x110x30 cm) fue cambiando; de hecho, hubo hasta tres. La primera, junto con otros objetos, acabó en un museo, por donación de su propio dueño; de ella, el tiempo ha borrado las firmas de quienes quisieron demostrar que habían colaborado en esta epopeya.
El vasco iba con su casa a cuestas. Balditarra dijo en el blog Café Milán que su vehículo se cargaba de gauchadas y solidaridad, de pingüinos y lagos glaciares, de estepas patagónicas y nieve, de llanuras pamperas, de ballenas y focas del atlántico, de lluvias y vientos australes
Finalmente, el vasco, conocido como “Quijote de una sola rueda” colgó las alpargatas. Tenía problemas para andar como consecuencia del esfuerzo físico acumulado, así como de una ocasión en el que el pie casi se le congeló durante uno de sus viajes. A partir de entonces, se relajó
Le permitieron vivir en el parque nacional de Iguazú, y construyó una casa a partir de latas de conserva usadas, que decoró con vidrios y chapas de colores, y de la cual aún quedan restos. Más adelante, ejerció como uno de los primeros guías turísticas de la región, colaboró...

... con la escuela local, vivió prácticamente como un ermitaño, y se dedicó a aguardar una pensión del gobierno. Le dedicaron una estatua en Puerto Iguazú, así como un mausoleo; más tarde, en 2005, se erigió un mural en su honor en Piedra Buena, como sabéis una de sus 1as paradas



El legado del vasco de la carretilla es complejo: aparte de las distintas lecturas que uno puede sacar de su historia, Larregui fue un pionero también en lo que hoy llamamos diseminación de especies invasoras. En su carretilla se iban colando semillas y pequeños animales que...
... por culpa de sus viajes fueron trasladándose de un punto a otro de Sudamérica. Este fenómeno, que hasta ahora era exclusivo de viajes transoceánicos, exploradores y colonizadores, quedó claro que podía producirse también por gente corriente como Guillermo Larregui.
Más adelante, con los viajes en avión, ha quedado demostrado que, en pocos días, las especies pueden expandirse a escala mundial. Y que incluso las actividades humanas en principio menos interesadas y egoístas dejan una huella en nuestro entorno.
Que, a veces, los seres humanos no deberíamos esforzarnos en hacer más, sino menos. Y tratar de reducir nuestro impacto en este mundo para que lugares como Puerto Iguazú, última morada del Vasco, conserven su riqueza paisajística y natural.





Aunque, para el vasco de la carretilla, puede que haya demasiada huella que borrar.
Éste ha sido el hilo. Si os ha gustado, ya sabéis, dadle corazoncitos, retuiteadlo, seguidme o daos un paseo. Pero no hace falta que sea de 20.000 km, ¿eh?
Ya sabéis que en esta cuenta tenemos más hilos sobre sucesos históricos, literatura, arte, ciencia… Como este sobre otro europeo que se enamoró de los bellos paisajes de Sudamérica, y estuvo dispuesto a vivir y morir por ellos:
Hale, agur, y aúpa los amantes de la aventura. Eso sí, si hacéis algo de ejercicio, id por la sombra, llevad agua, y cuidado con las temperaturas.
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