Cuando la Iglesia decide introducirse en barrios marcados por la precariedad no lo hace solo desde el gesto simbólico de devoción. Se trata de una intervención estratégica para operar en la conciencia: una explicación divina al sufrimiento material.
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La religión actúa como forma ideológica enraizada en la sociedad. En sus orígenes, como única forma de dotar de sentido y explicar la existencia humana. Su papel ha sido históricamente el de traducir las relaciones materiales de opresión en formas espirituales de aceptación.
Ahora, como oferta en el mercado ideológico en competencia con otras cosmovisiones. Su vigencia no radica en su necesidad histórica, sino en su adaptación al consumo. Ya no es elegida por convicción estructural sino como una opción de «estilo de vida».
De una forma u otra, evangelizar al pobre tiene el mismo fin: enseñarle a aceptar su dolor como prueba moral, su precariedad como virtud. La promesa de consuelo sustituye la organización consciente, lo que históricamente exige resolverse en el mundo terrenal.
La intervención social de la Iglesia reconfigura el sentido del sufrimiento. Entonces, no hay contradicción alguna en afirmaciones como que «España es tierra de misión», ya que es en última instancia el catolicismo puesto consecuentemente en práctica.
Dicho esto, parece ser que solo se invierte esta lógica pero sin superarla. La contraposición a esto con una fe pura, del Jesucristo rebelde y del catolicismo más espiritual es solo la transformación de la religión en identidad moral no inscrita en la praxis revolucionaria.
La religión como opción aparentemente libre nos da el regalo del fetichismo religioso del supuesto marxista, el sujeto que conserva signos de fe como parte de su identidad y estética personal. La fe es una forma poética de unión entre lo terrenal y lo trascendente.
La crítica a la Iglesia se da porque «no está a la altura del mensaje original». No se cuestiona la religión como forma de alienación sino que se «salva» su contenido simbólico de los malvados y errados católicos que no hacen más que llevar su fe hasta las últimas consecuencias.
No hay crítica religiosa sino reapropiación sentimental, parece que «unas cuantas cosas en cuanto existen merecen perecer». El comunista no debe tener necesidad de buscar en la religión una verdad subjetiva o refugio del mundo moderno puesto que ha entendido su papel alienante.
Esta posición no es alternativa al catolicismo sino su reverso complementario. Estos sujetos, incapaces de asumir la praxis revolucionaria coherente, necesitan justificar sus contradicciones con discurso moral fetichista. Esto es, en última instancia, idealismo.
El marxismo no desprecia la fe ni la reduce a estética moral: reconoce en ella una respuesta real a un mundo alienado, que solo puede superarse mediante la práctica revolucionaria que transforme las condiciones materiales que la producen. La reconciliación estética es alienación.
La conciencia solo se libera transformando el mundo. Todo lo demás es espejismo. La ideología de la nostalgia, el refugio espiritual del mundo terrenal y la estetización de la religión mejor se la dejamos al fascismo.
«La religión es, bien entendido, la autoconciencia y el autosentimiento del hombre que aún no se ha ganado para sí mismo o que ya ha vuelto a perderse».
-Karl Marx, Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, 1844.
-Karl Marx, Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, 1844.
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