Los Tercios españoles también eran expertos en “encamisadas”, también denominadas “alboradas” o “trasnochadas”. Consistían en un golpe de mano al campo contrario, normalmente dado en la penúltima y última “imaginaria” (guardia nocturna), que es cuando más cuesta vencer el sueño.
Se atacaba aprovechando la sorpresa de la noche y se ajustaba para replegarse al alba, facilitando el regreso. Para distinguirse en la noche, los españoles se ponían la camisa sobre el resto de la vestimenta, de ahí el nombre.
Algunos reprochaban la ejecución de estas acciones, cortas y de una violencia explosiva, por no ser muy caballeroso eso de dar “matarile” al enemigo mientras dormía. Las posibilidades de distinguirse en combate que proporcionaba la encamisada apartaba cualquier remilgo.
También reprochaban los extranjeros que participaban en ellas la dificultad para que los españoles guardaran el silencio preciso hasta iniciar el combate... seguramente con toda la razón del mundo.
La encamisada cuadraba con el carácter español. Planeamiento minucioso y, una vez lanzada, imposible de dirigir, con muchísima iniciativa a los mandos inferiores. Peligro: que al toque de retirada, el español de turno siguiera “encegao” con la degollina o se lanzara al pillaje.
Por eso se solía emplear tropas fogueadas y de confianza, “los soldados más ágiles, de buena opinión, ordenados y corregidos”. Aunque el resultado de una encamisada nunca era decisivo, los destrozos, físicos y morales, en el enemigo podían ser brutales.
Por ejemplo, el Marqués de Pescara, que era un verdadero experto en el tema, lanzó dos encamisadas poco antes de la batalla de Pavía. Después, comunica a Carlos V “... y creo que les matamos 800 hombres”. Arcabuceros y alabarderos eran las fuerzas preferidas por su ligereza.
El mismo marqués, en 1572 en San Sinforien, cerca de Mons, sorprendió al Príncipe de Orange (que se salvó por los ladridos de su perro, que dormía con él) entrando en su campamento incendiándolo todo, pasando a cuchillo a unos 300 “rebeldes” y desbarrigando caballos.
Una de las claves del éxito de este fue la dirección del Maestre Julián Romero (cuya vida, impresionante, relata Jesús de las Heras en su libro homónimo). Empezó como mozo de tambor y en 40 años de servicio se dejó combatiendo un brazo, una pierna, un ojo, un oído, tres hermanos,
un hijo y un nieto que, con su mismo nombre, murió con 18 años en el sitio de Hulst, tras recibir 27 heridas cuando fue el primer hombre que se arrojó a rechazar una salida del enemigo.
En fin, eso eran también los Tercios. Muerte y destrucción sin paliativos. Era lo que exigía el dominio del mundo conocido. El que eche de menos, hoy, su parte romántica, que sepa que no puede desligarse de la parte salvaje. Así fuimos... y así somos. Que no lo olvide nadie.
Hilo escrito sobre la base del libro “De Pavía a Rocroi. Los Tercios españoles”, de Julio Albi de la Cuesta. Fotografías de diversas fuentes en Internet (iré mejorando esto). Fotografías originales y magníficas las del excelente @Jordibrufotos de su libro “Los Tercios”.
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