He encontrado este pobre animalillo en el asfalto. Parece aturdido. Le he llevado a mejor sitio.
Te deseo lo mejor, amigo.
Creo que es un mosquitero común. He leído que es un ave migratoria frecuente en la península. Crían en el norte y al final del verano se desplazan grandes distancias hacia el sur. Más allá del desierto. A África.
Lo encontré en un aparcamiento. Lo tomé. No opuso resistencia.
No parecía enfermo. Quizá estaba extenuado. Es muy pequeño; no llega a diez centímetros. He leído que pesa siete u ocho gramos.
Con ese gálibo y unas patitas de alambre, cruza volando el continente dos veces al año. Yo cojo el coche para ir al supermercado.
Viéndole inmóvil, y tras algunas dudas, decidí traer a casa al peregrino. El libro milenario de la hospitalidad tiene solo tres paginas.
La del pan.
La del agua.
La del techo.
Hemos compartido en silencio las tres.
Su lengua y la mía no tienen palabras en común. A falta de ellas, solo queda el idioma universal del respeto. Le he dejado descansando y me he ido unas horas.
No sabía qué iba a encontrarme al regresar a casa.
Cuando la noche cerraba regresé. Pero no estaba ya dónde lo había dejado. Fui encendiendo las luces de la casa con incertidumbre. Finalmente lo encontré acurrucado bajo el sofá. Al ver la luz echó a volar. ¡Estaba recuperado!
Apagando nuevamente la luz he podido capturarlo con facilidad. En el hueco de mi mano parecía todo de algodón. Estaba inquieto, atento, nervioso. Ya era un pájaro de nuevo.
Me he despedido de él con un beso y he abierto la ventana. Acabo de soltarlo. Y volando se ha perdido entre el azul.
¡Feliz viaje, amigo! Guarda un gentil pensamiento al que un día te recogió del asfalto.
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