El 9 de junio de 1956 tuvo lugar el levantamiento del general Juan José Valle, y otros militares y civiles que participaban en la resistencia peronista, contra el gobierno de la Revolución Libertadora, presidido por el general Pedro Eugenio Aramburu.
Al adoptar sus duras políticas antiperonistas, el gobierno debió tomar en cuenta la posibilidad de la violencia contrarrevolucionaria. Sobre todo en razón de las medidas punitivas que adoptaba contra aquellos a quienes consideraba beneficiarios inmorales del "régimen peronista".
La detención de personalidades prominentes, la investigación de personas y compañías presuntamente involucradas en ganancias ilícitas, y las amplias purgas que afectaron a personas que ocupaban cargos sindicales y militares contribuyó a formar un grupo de individuos descontentos.
No era sino lógico esperar que algunos de ellos, en especial los que tenían formación militar, apelaran a la acción directa para hostigar al gobierno o para derribarlo. Aunque los incidentes por sabotajes hechos por obreros fueron comunes en los meses que siguieron a la asunción
de Aramburu, fue sólo en marzo de 1956, como consecuencia de los decretos que habían prohibido el uso público de símbolos peronistas y otras descalificaciones políticas, cuando empezaron las confabulaciones.
Un factor que contribuyó a ello, aunque en última instancia condujo a error, pudo ser la decisión del gobierno, anunciada en febrero, de eliminar del código de justicia militar la pena de muerte para los promotores de rebeliones militares.
Este castigo, que había sido promulgado por el Congreso controlado por el Partido Peronista, y que representaba los intereses de Perón, después de la revuelta de 1951, encabezada por el general Menéndez, se eliminaba del código militar sobre la base de que
“es violatorio de nuestras tradiciones constitucionales que han suprimido para siempre la pena de muerte por causas políticas”. Los hechos probarían que esta declaración era prematura.
La figura prominente en los intentos de conspiración contra Aramburu fue el general Juan José Valle, que se había retirado voluntariamente tras la caída de Perón y de participar en la Junta Militar que entregó el gobierno al general Eduardo Lonardi en septiembre de 1955.
Valle trató de atraer a otros oficiales descontentos con las medidas del gobierno. Uno de los que optó por unirse a él fue el general Miguel Iñiguez, profesional que gozaba de gran reputación y que aún estaba en servicio activo, aunque revistaba en disponibilidad,
a la espera de los resultados de una investigación de su conducta como comandante de las fuerzas leales en la zona de Córdoba, en septiembre de 1955.
Oficial que no había intervenido en la política antes de la caída de Perón, pero con profunda vocación nacionalista, el general Iñiguez se unió al general Valle en la reacción contra la política del gobierno de Aramburu.
A fines de marzo de 1956, Iñiguez consintió en actuar como jefe de estado mayor de la revolución, pero pocos días después fue arrestado, denunciado por un delator. Mantenido bajo arresto durante los cinco meses subsiguientes, pudo escapar al destino que esperaba a sus compañeros.
La conspiración de Valle fue, en esencia, un movimiento militar que trató de sacar partido del resentimiento de muchos oficiales y suboficiales en retiro así como de la intranquilidad reinante entre el personal en servicio activo.
Aunque contaba con la cooperación de muchos civiles peronistas y con el apoyo de elementos de la clase trabajadora, el movimiento no logró la aprobación personal de Juan Domingo Perón, por ese entonces exiliado en Panamá.
En sus etapas preliminares, el movimiento trató de atraer a oficiales nacionalistas descontentos, como los generales Bengoa y Uranga, que acababan de retirarse; pero el evidente desacuerdo acerca de quien asumiría el poder tras el triunfo, terminó con la participación de ellos.
Finalmente, los generales Juan José Valle y Raúl Tanco asumieron la conducción de lo que denominaron “Movimiento de Recuperación Nacional” y ellos, en vez de Perón cuyo nombre no apareció en la proclama preparada para el 9 de junio, esperaban ser sus beneficiarios directos.
El plan disponía que grupos comandos de militares, en su mayor parte suboficiales y civiles coparán unidades del Ejército en varias ciudades y guarniciones, se apropiaran de medios de comunicación y distribuyeran armas entre quienes respondieran a la proclama del levantamiento.
Este incluía diversos ataques terroristas a edificios públicos, a funcionarios nacionales y provinciales, a locales de los partidos políticos relacionados a la Revolución Libertadora, y a las redacciones de diversos diarios del país.
También había una extensa lista de militares y dirigentes políticos, simpatizantes del gobierno, que serían secuestrados y fusilados por el Movimiento de Recuperación Nacional, cuyos domicilios fueron marcados con cruces rojas en esas horas.
Uno de ellos fue el que ocupaban el dirigente socialista Américo Ghioldi y la profesora Delfina Varela Domínguez de Ghioldi, en la calle Ambrosetti 84, en pleno barrio de Caballito.
Otros domicilios que fueron marcados con las cruces rojas fueron los de Pedro Aramburu, Isaac Rojas, de los familiares del fallecido Eduardo Lonardi, Arturo Frondizi, del monseñor Manuel Tato, Alfredo Palacios, entre otros.
El gobierno tenía conocimiento desde hacía poco tiempo que se preparaba una conspiración, aunque no sabía con precisión su alcance ni su fecha. A principios de junio, varios indicios, entre ellos la aparición de cruces pintadas, hicieron pensar que el levantamiento era inminente.
Por este motivo, antes que el presidente Aramburu saliera de Buenos Aires entre compañía de los ministros de Ejército y de Marina para una visita programa a las ciudades de Santa Fe y Rosario, se resolvió firmar decretos sin fecha y dejarlos en manos del
vicepresidente Rojas para poder proclamar la ley marcial, si las circunstancias lo exigían. El 8 de junio la policía detuvo a cientos de militares gremiales peronistas para desalentar la participación obrera en masa en los movimientos planeados.
Los rebeldes iniciaron el levantamiento entre las 23 y la medianoche del sábado 9 de junio, logrando el control del Regimiento Siete de Infantería con asiento en La Plata, y la posesión temporaria de radioemisoras en varias ciudades del interior.
En Santa Rosa, provincia de La Pampa, los rebeldes coparon rápidamente el cuartel general del distrito militar, el departamento de policía, y el centro de la ciudad.
En la Capital Federal, los oficiales leales, alertados horas antes del inminente golpe, pudieron frustrar en poco tiempo el intento de copar la Escuela de Mecánica del Ejército, y su adyacente arsenal, los regimientos de Palermo, y la Escuela de Suboficiales de Campo de Mayo.
Sólo en La Plata los rebeldes pudieron sacar partido de su triunfo inicial, con la ayuda del grupo civil, para lanzar un ataque contra el cuartel general de la policía provincial y el de la Segunda División de Infantería.
Allí, sin embargo, con refuerzos del Ejército y la Marina que acudieron en apoyo de la Policía, se obligó a los rebeldes a retirarse de las instalaciones del regimiento donde, tras los ataques de aviones de la Fuerza Aérea y la Marina, se rindieron a las 9 de la mañana del 10.
Los ataques aéreos sobre Santa Rosa, capital de La Pampa, también terminaron en la rendición o la dispersión de los rebeldes, más o menos a la misma hora, por lo tanto la rebelión terminó siendo un fracaso.
El general Aramburu, de regreso en Buenos Aires tras su breve visita a Santa Fe y Rosario, dio un discurso por cadena nacional en el que hablaba sobre los hechos que transcurrieron durante la madrugada.
Aramburu prosiguió diciendo:
La insurrección del 9 de junio fue aplastada con una dureza que no tenía precedentes en los últimos años de la historia argentina. Por primera vez en el siglo XX un gobierno ordenó ejecuciones al reprimir un conato de rebelión.
Según las disposiciones de la ley marcial, proclamada poco después de los primeros ataques rebeldes, el gobierno decretó que cualquier persona que perturbara el orden, con armas o sin ellas, sería sometida a juicio sumario.
Durante los tres días siguientes, veintisiete personas enfrentaron los escuadrones de fusilamiento.
Durante la noche del 9 al 10 de junio, cuando fueron ejecutados nueve civiles y dos oficiales, los rebeldes aún dominaban un sector de La Plata y no podía descontarse la posibilidad de levantamientos obreros en el Gran Buenos Aires y otros lugares.
Esas primeras ejecuciones fueron, según el gobierno, una reacción de emergencia para atemorizar y evitar que la rebelión se transformara en guerra civil. Esto explicaría la rapidez del gobierno para autorizar y hacer públicas las ejecuciones, rapidez que se demostró en la falta
de toda clase de juicio previo, en la inclusión, en los que enfrentaron los escuadrones de fusilamiento, de hombres que habían sido capturados antes de proclamarse la ley marcial, y en las confusiones de los comunicados durante la noche del 9 al 10 de junio.
Durante esa noche se comenzaron a exagerar el número de civiles rebeldes fusilados e informaban erróneamente sobre la identidad de los oficiales ejecutados, para inferir miedo en los rebeldes y que no salieran a las calles a intentar participar del movimiento.
En la tarde del 10, tuvo lugar una manifestación multitudinaria, que dio lugar a escenas de júbilo y alivio, a medida que multitudes antiperonistas acudían a la Plaza de Mayo para saludar al presidente Aramburu, y al vicepresidente Rojas, y pedir castigos para los rebeldes.
Allí, el contraalmirante Isaac F. Rojas pronunció un discurso ante la multitud:
Rojas continuo diciendo:
Escenas semejantes, aunque con los papeles invertidos, habían ocurrido en el pasado, cuando muchedumbres peronistas exigieron venganza contra los rebeldes en septiembre de 1951 y junio de 1955. Sólo que esta vez el gobierno prestó más atención que Perón al clamor de sangre.
Tras este acto en Plaza de Mayo, el vicepresidente Rojas, la Junta Militar en pleno, Aramburu y los tres ministros militares, tomaron la funesta decisión sobre fusilar a los prisioneros que habían participado de la revolución en contra del gobierno.
Contra el consejo de algunos políticos civiles, entre ellos algunos miembros de la Junta Consultiva, que instaron a terminar con las ejecuciones, inclusive una delegación formada por Américo Ghioldi y otros miembros de la Junta Consultiva que fueron a la Casa de Gobierno,
para solicitar clemencia y que se pusiera fin a las ejecuciones e intentos de algunos generales que se oponían a las ejecuciones llamando a Arturo Frondizi para que presionara sobre las autoridades, y por más que oficiales que integraban las cortes marciales recomendaron que los
rebeldes fueran sometidos a la justicia militar ordinaria, los miembros del gobierno de facto resolvieron seguir aplicando los castigos previstos en la ley marcial.
Al tomar esa decisión, se persuadían a sí mismos de que daban un ejemplo que aumentaría la autoridad del gobierno y desalentaría futuros conatos de rebelión, previniendo así la perdida de más vidas.
No se sabe si la Junta Militar, en la reunión del 10 de junio, tomo en cuenta el hecho de que la mayoría de los ya ejecutados eran civiles y que si se suspendían las ejecuciones los jefes militares sufrirían castigos más leves que esos civiles.
Lo cierto es que la Junta Militar rechazó la sugerencia del comandante de Campo de Mayo, coronel Lorio, en el sentido de limitar las ejecuciones pendientes a la de uno o dos oficiales de menor jerarquía.
El almirante Rojas se opuso enérgicamente a hacer excepción con los oficiales de mayor antigüedad por considerar que eso era una violación a la ética que la “historia” no perdonaría; prefería suspender todas las ejecuciones a tomar cualquier medida que permitiera a los jefes
militares escapar el castigo impuesto a quienes los habían seguido. En última instancia, la Junta Militar asumió la responsabilidad directa de ordenar la ejecución, en los dos días subsiguientes, de nueve oficiales y siete suboficiales.
El 12 de junio, con la captura y ejecución del general Valle, jefe de la rebelión, el gobierno suspendió la aplicación de la ley marcial, cediendo a la presión cada vez mayor de civiles y militares que reclamaban el fin de las ejecuciones.
Américo Ghioldi, que había buscado parar los fusilamientos, escribió un articulo para el diario La Vanguardia en el que desarrollo una justificación de estos, luego de enterarse que el levantamiento del general Valle buscaba el propio fusilamiento del dirigente socialista.
Juan Domingo Perón, en carta a John William Cooke desde su exilio, fue muy critico del levantamiento de Valle y culpa a varios participantes de este intento de revolución de haberlo traicionado durante los acontecimientos de septiembre de 1955.
Los primeros que fomentarían el recuerdo de "los mártires del 9 de junio" serían los distintos grupos neoperonistas, como la Unión Popular de Juan Atilio Bramuglia, que harían campaña en 1958 contra la orden de Perón de votar por Arturo Frondizi en los comicios de ese año.
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