Llamadme pervertido si queréis, pero el caso es que a mí me gusta pagar impuestos. Me gusta pagar impuestos porque me gusta que en mi país se viva bien, y para que en mi país se viva bien los costes tendremos que asumirlos entre todos.
Cuando esos que todos sabéis vienen diciendo que van a bajar impuestos, o a suprimirlos directamente, habría que preguntarles qué piensan dejar de financiar con esa cantidad de dinero que dejarán de recaudar.
Porque resulta que los impuestos sirven para financiar cosas que son importantísimas y de las que no hay por qué esperar rentabilidad alguna. Es más: son cosas que hay que mantener, y mejorar, sin pretender sacar un céntimo de ellas.
Un ejemplo: la sanidad. Otro: la educación. También están los servicios sociales. Y muchas otras cosas. Los impuestos, de hecho, son el principal garante de la Constitución, en tanto que se supone que la finalidad esencial de ésta es que todos los españoles seamos iguales.
Yo estoy muy orgulloso de contribuir, en la medida que me corresponde, a que cualquier persona que enferme tenga un hospital o un ambulatorio al que acudir. A que cualquier criatura tenga garantizado el acceso a una educación pública y gratuita.
A que existan mecanismos que permitan paliar el sufrimiento y alivien los problemas de exclusión de los que menos tienen. Estoy orgulloso de contribuir, y estaría orgulloso (y agradecido) de que lo hicieran mis compatriotas si yo no pudiese hacerlo.
Y además de todo eso está el fomento de la investigación, la consolidación de las universidades, la cultura, etc. Que habrá a quienes le parezcan minucias frente a la formación del espíritu nacional o las corridas de toros, pero para mí son cosas importantísimas.
Tan importantes que son las que hacen que me sienta (o no) orgulloso del país en el que vivo. Porque mi país es eso, y no los colores de su bandera. Donde de verdad se ve el patriotismo no es en los cantos tribales, amigas y amigos. Es en la declaración de Hacienda.
