El 1er libro impreso sobre el Nuevo Mundo es de 1519, Sevilla; allí se habla de una meseta (peña plana) cerca del cabo de “Coquibacoa” sobre la cual había un poblado indio con casas llamado “Veneçiuela.” Ningunos palafitos. Significa Agua Grande y fue un nombre local usado por
los españoles. Como tantos otros. Se trata de una versión entre otras, pero la estimo la más verosímil. Mejor conocida es la atribuida a Américo Vespucio: “Venezziola,” implicando una reminiscencia de Venezia en diminutivo, traducida luego por los alemanes Welser como “Klein
Venedig.” La leyenda negra aprovecha para dar a este nombre una autoría española de facto y despectiva a través del sufijo “zuela” (mujerzuela, ladronzuelo, etc). Es subrepticiamente la tesis predominante desde la secesión republicana. Tan lejos ha calado la leyenda. Lo cierto es
que en sus provincias los españoles más bien repetían los nombres de sus ciudades ibéricas, a veces precedidos por “Nueva,” algo carente de todo desprecio (¡al contrario!) y que favorece la tesis del nombre autóctono. En la citada publicación, Suma de Geographia, también puede
leerse: “En Veneçiuela es la gente bien apuesta y hay más gentiles mujeres que en otras partes de aquella tierra.” Cien años más tarde, el sacerdote Antonio Vázquez de Espinosa escribió: "Venezuela EN LA LENGUA NATURAL DE AQUELLA TIERRA quiere decir Agua Grande, por la gran
laguna de Maracaibo que tiene en su distrito, como quien dice, la Provincia de la grande laguna." Esta oración no sólo confirma el origen indígena del nombre Venezuela (apareciendo junto a otros autóctonos como Coquibacoa, Maracaibo, etc), sino el estatus de Provincia –versus
colonia– de toda la región. No existe en las descripciones ibéricas de Venezuela rastro alguno de desprecio, bien al contrario, redunda siempre en ellas un tono de admiración y encanto por nuestras tierras. La leyenda negra anti española quiso y quiere aún profanar en nosotros
(vía izquierdas, antiimperialismos historiográficos, rancios bolivarianismos originarios, chavismos y otras pútridas sediciones) hasta el origen de nuestro nombre.
X. P.
Pd: Que la muy sentida canción “Venezuela” (considerada nuestro 3er himno) haya sido compuesta por españoles prueba de alguna manera la existencia subconsciente de un profundo amor atávico y común que desmonta la leyenda negra anti española.
Pd 2: Para los hermanos españoles que no la conocen, aquí tienen la canción en una de sus primeras versiones:
Pd 3: En realidad Americo Vespucio ni siquiera escribió ”Venezziola.” En su carta a Lorenzo de Medicis (Sevilla, 18/07/1500), jamás empleó el diminutivo. Esto es todo lo q dijo : "...una gran población que tenía sus casas fundadas en el mar como Venecia, con mucho artificio...”
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ALGUNOS SE PREGUNTAN por qué Hispanoamérica es tan pendeja que, teniéndolo todo, termina siempre produciendo tiranuelos y miseria. Pero se quedan en la pregunta, no nos dan la respuesta.
Les diré algo, y me pueden linchar por inmodestia, pero creo saberla: nuestra
«independencia» del Imperio español (del cual éramos parte y no precisamente como colonias, sino como dignísimas provincias imperiales) fue una farsa injustificable montada por potencias rivales como Gran Bretaña, Francia y Holanda (además de la masonería y el protestantismo)
a partir de una propaganda antiespañola, con la cual fueron captando ricos hacendados hispanoamericanos que hicieron el trabajo, haciéndoles ver que el continente les pertenecería en un santiamén. Hoy llamamos a dichos criollos «libertadores», y es gracias a ellos que el
NO FUE INDEPENDENCIA, FUE DEMOLICIÓN ANGLO-ASISTIDA
En 1815, con la caída de Napoleón, se descorrió el telón de una obra mucho más ambiciosa. Con él fuera del juego, Inglaterra ya no necesitaba a España como aliada. Ahora podía desmembrarla.
La neutralidad británica durante
las primeras insurrecciones hispanoamericanas fue estratégica. No era el momento de atacar a un socio en armas contra Bonaparte. Pero cuando Waterloo selló el fin del emperador francés, el mapa de Hispanoamérica quedó sobre la mesa de Londres.
Apenas cayó Napoleón, comenzaron
a multiplicarse los congresos, los manifiestos, las actas de independencia y las constituciones. Aparecieron como hongos tras la tormenta. Antes de 1815, eran tímidas, escasas, declarativas. Después, se volvieron virulentas, copiosas, obsesivas.
Los criollos se lanzaron de
HACE UNOS AÑOS, estando de gira por EE.UU., toqué en la fachada del Álamo, en San Antonio de Béxar.
El concierto fue con los Gipsy Kings, y con Los Lobos al final tocando La Bamba.
Es un lugar que Hollywood convirtió en mito.
Pero la historia real es otra. En 1836, el
Álamo no era un templo de la libertad.
Era una antigua misión franciscana convertida en fortín.
La defendían menos de 250 hombres, en su mayoría colonos angloamericanos que ya soñaban con una Texas independiente… y esclavista.
Años antes, México les había abierto las puertas.
Debían aprender español, hacerse católicos y obedecer las leyes antiesclavistas.
No cumplieron nada.
Se rebelaron contra el gobierno y tomaron San Antonio de Béxar.
EL HISTORIADOR NEGROLEGENDARIO QUE NO SOPORTÓ UNA CANCIÓN
En algún despacho universitario con filtro de identidad étnica y máster europeo, un historiador colombiano abrió YouTube, vio el nuevo videoclip de Carlos Vives… y se le atragantó el relato. No era para menos: Vives no
se disculpaba, no imploraba perdón, no escupía a sus antepasados. Peor aún: ¡cantaba con alegría! Y lo hacía celebrando a Rodrigo de Bastidas, ese personaje cuya sola mención parece provocar urticaria moral en los departamentos de Antropología. Lo que siguió fue un artículo que
pasará a los anales de la progresía herida como uno de los ejemplos más tiernos de intolerancia disfrazada de rigor.
Su autor, Vladimir Montana —antropólogo, historiador, doctorando, y probablemente bicampeón de indignación por minuto—, dedicó un texto entero a denunciar lo
En 1800, todos los venezolanos éramos españoles. Decir «venezolanos» era decir provincianos. Porque éramos provincia, no colonia. Y ello no parecía humillar a nadie, salvo a algunos señoritos afrancesados, más altivos que sabios.
Venezuela era una
próspera, ordenada y espléndida provincia española que, en los 27 años previos a la «revolución» bolivariana —la original— había triplicado su economía gracias al libre comercio decretado por el Rey Carlos III.
Ninguna miseria, discriminación política ni supuesto yugo llamaban a alguna forma de ruptura. Mucho menos a un baño de sangre. Sólo la codicia de un puñado de mantuanos que deseaban perpetuar sus privilegios (y sus prácticas del contrabando) sin tener que responder ante nadie.
El chavismo no nació en 1999, nació en 1810. La revolución que hoy devora a Venezuela no es un accidente del presente, sino el hijo bastardo de una traición originaria. Lo que se vendió como «independencia» fue una fractura sin legitimidad, un arrebato antipolítico, un grito sin
pueblo. Fue el comienzo del chavismo.
El chavismo no es una ideología: es una continuidad.
Continuidad de caudillismo, de desmemoria, de desprecio por el orden, de adoración por la violencia justificada como redención. Todo eso comenzó cuando se fundó un nuevo país sobre
la negación del que ya existía.
La oposición venezolana —casi sin excepción— no quiere ver esto.
Atrapada en el relato que el chavismo perfeccionó pero no inventó, sigue celebrando el mito fundacional de Bolívar, como si la solución viniera del mismo útero ideológico que