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Jamás pensé que esto podía pasarme, pero sucedió. Me enamoré en el supermercado. No se los recomiendo. No esperaba este final. Lo que les voy a contar esta vez no es un cuento.
Preparativos de asado, nada raro. Yo soy el encargado de las compras, creo que es porque no me disgusta. Siempre me acompaña Felipe, tenemos todo pulido. Yo voy por los vinos, las gaseosas y la picada. Él la carne. En 15 minutos entramos y salimos. Tenemos aceitado el engranaje.
Felipe es el caradura del grupo. Suele traerme problemas con mujeres en otros ámbitos de la vida, pero el super, a priori, era un lugar seguro. Nada podía pasar. Hasta hace tres semanas.
Corté una relación larga hace pocos meses y las hormonas suelen jugarme una mala pasada. Felipe lo sabe y juega con eso. Él tiene ese don de hacer reír a las mujeres. Yo hago exactamente lo mismo y suelo quedar como un boludo. Estoy cambiando mi metodología.
Volvamos al principio. Protocolo. Cola del supermercado. Un seguridad con cara de malo me ducha en alcohol. Luego me apunta con una pistola en la frente que dispara un pitido que indica que no soy peligroso. Pasá, exclama sin mirarme. Dentro del recinto somos pocos.
Yo a lo mío, voy derecho a los vinos. No encuentro el Portillo y empiezo a desesperarme. Soy ansioso. Gastón me había pedido específicamente ese. Giró la cabeza y veo a Felipe en la góndola. Algo andaba mal. No suele jugar de visitante, estaba en mi jurisdicción.
Se hace el distraído, como si no me conociera. Empieza a observar los whiskys. Felipe no toma whisky. Lo miro con cara de desconcierto. Él abre los ojos y señala con la cabeza hacia su flanco derecho. Tuerzo el cuello con cautela y la veo. El contacto visual fue intenso.
Me pongo nervioso y rápidamente miro absorto un Trapiche justo frente a mí. En la desesperación lo pongo en el canasto vacío. Escucho que Felipe no puede contener la risa. Se tapa la cara con la mano. Está tentado. Lo miro de reojo dándole a entender la que se le viene.
"¡Ese no es, boludo!, los pibes toman Portillo" gritó Felipe en tono jocoso. Instaló la bomba y desapareció entre los licores rumbo a la carnicería.
"¿Buscás Portillo? está justo acá, mirá", me dijo una voz dulce. Levanté la vista. Una morocha alta, pelo largo hasta la cintura y ojos claros. Hermosa sonrisa. Quedé medio embobado mirándola pero lo disimulé con altura. Era otra liga. Yo mido 1.70 y hago chistes de mierda.
"Yo tomo el mismo. Precio-calidad es de los mejores", me dijo. Asentí con la cabeza y me salio una réplica tímida: "Totalmente, sin dudas de lo mejor" No pude decir más nada, no me surgió. No es la primera vez que me pasa. Quisiera ser Felipe.
Deambule las otras góndolas para forzar un encuentro espontáneo. Sería una casualidad, puede pasar. Un cruce de miradas me alcanzaba. Me encontré mirando pañales y advertí que era poco probable que pase por ahí. Recorrí el bazar, miré televisores y me pasee por los fiambres.
Llegó un mensaje. "Está en la caja de al lado. Venite." Una adrenalina extraña me recorrió el cuerpo. Solté las aceitunas mendocinas y me encaminé hacia caja. Llevaba una pimienta excesivamente cara en la mano para hacerme el canchero. No tuve tiempo de dejarla en su sitio.
En la cola no paraba de mirarme. Lo chequeo con Felipe y él me lo confirma. "No hay dudas, te está mirando" ratifica mi asesor. "¿Qué se hace en estos casos?" le pregunto ingenuo. "¡Andá a hablarle!". "¿Qué le digo?". "Lo que te salga". Yo transpiraba. No quería hacer papelones.
Encaré a la caja vecina. Ella estaba de espalda. Hoy me convierto en héroe, pensaba. Si se me da hoy, no me para nadie. Soy yo. Miro hacia atrás y Felipe asiente con la cabeza y levanta los pulgares. Se ríe pero me transmite confianza. Era un pibe debutando en primera.
Llegando a destino una señora mayor se le arrima a la morocha. La abraza y se ponen a charlar. "¿Qué está pasando?" pensé. Quedé a mitad de camino entre la caja 14 y la 15. Todavía tenía la pimienta en la mano. Pensé en emprender retirada pero un móvil extraño me llevó a seguir.
Me puse exactamente atrás de ella en la fila. La distancia social obligatoria me impedía iniciar una conversación. Se dio vuelta y me miró extrañada. "Es que ésta pimienta la pago aparte" le dije ingenuo. La cagué, me di cuenta al instante. La vergüenza me paralizó.
Busco socorro en Felipe pero se encoge de hombros. Ahora sí estaba sólo. Cada tanto la morocha se da vuelta a mirarme. Que virgo soy, pienso. Sigo mirando el instructivo de la pimienta. Grasas totales: 3,26 gramos, carbohidratos 64. No me animo a levantar la vista.
Están pagando. Ella saca la tarjeta de débito para pagar y a mi se me prende un lamparita como a Arquímedes. Mi última bala. No podía fallar. Yo sabía que la culpa del cagón es la peor de todas.
Llega mi turno. Leo en el rótulo de la camisa del cajero que se llamaba Martín. Parecía un buen pibe. "¿Sólo eso vas a llevar?" me pregunta. Le respondo que sí. "Escuchá, amigo, necesito que me hagas un favor. La chica que pasó antes que yo pagó con tarjeta ¿no?.
No se animó a contestarme. Miró disimuladamente al de seguridad que seguía disparándole a la gente con su pistola de fiebre. Martín estaba asustado. Lo intento tranquilizar contándole toda la historia. Se terminó riendo. "Sí, pagó con tarjeta, pero no entiendo ¿qué querés?.
"¡El número, tiene que haber firmado el ticket!" le digo entusiasmado. "Vos estás loco, no puedo, me rajan a la mierda, hay cámaras por todos lados". Me entendía, sabía cuánto necesitaba ese dato. Siguió dudando hasta que saqué mi as bajo la manga.
"Mirá, corté con mi novia hace sólo algunos meses y no ando con mucha suerte" le dije cabizbajo. Algo en su gesticulación cambió. Hubo una simbiosis indescriptible. Martín abrió la caja registradora, sacó el ticket y lo dejó sobre el mostrador.
Actué presuroso. Saqué el celular y le saqué una foto. Salude al de seguridad y abandoné el lugar con una sonrisa difícil de disimular. Me olvidé de agarrar la pimienta.
Había un número que no descifraba. No sabía si era un 3 o un 5. Sin embargo, la caligrafía del nombre estaba clarísima. Opté por seguirla en instagram. Le envié una foto del vino con el enunciado de "gracias". Nada podía fallar.
Pasaban los días pero no había respuesta aparente. Comencé a desilusionarme. Ya fue, me decía Felipe, hay muchos peces en el mar. Yo abría instagram con una frecuencia innecesaria. Sólo encontraba memes de amigos.
Una semana después me tocan la puerta. El señor se presentó como oficial de justicia. Me dejó una hoja tamaño oficio, me hizo firmar un par de papeles, me deseó buenos días y me recomendó que me contacte con mi abogado.
Me había entregado una citación judicial. Me acusaban de instigar un delito. Yo leía atónito el papel. Una parte del escrito citaba el artículo 153 del Código Penal: violación de secretos y de la privacidad. El autor del delito era Martín.
Como un buen ciudadano me presenté en el juzgado. Martín había llegado a declarar algunas horas antes que yo. Mientras yo entraba y él salía me cuenta que una cámara nos había captado infraganti al momento de cometer el delito.
Le pido disculpas de todas las maneras posibles. Él, lejos del enojo, se ríe y me explica que cualquiera hubiera hecho lo mismo. Intentaba dejarme tranquilo.
Hoy es Jueves. Tuve que volver al juzgado a declarar. La gente que trabaja ahí me dejó tranquilo. En cana no voy a ir. Cada vez que paso por tribunales lo puteo a Felipe en todos los idiomas. Pero sin rencores. Hoy lo veo en el asado. Ah, y a Martín también. Nos hicimos amigos.
Para los que preguntan, no hay señales de la morocha. Nunca abrió la foto. Debe haber pensado que era un psicópata. Decidí borrar el chat, me molestaba tenerlo ahí.
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