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Sep 15, 2020 83 tweets 13 min read Read on X
Te voy a contar hoy la vida de Mercedes. Una de esas mujeres que lo ha dado todo por su familia y por la sociedad. Seguro que la reconoces en alguien cercano. Cuando España está a punto de regular la ley de la #eutanasia creo que es bueno que conozcas su historia #HiloDeMercedes
Lo primero que te voy a desvelar es que su nombre auténtico no es Mercedes. Su padre la registró con el nombre de Libertad, según la costumbre de la España republicana de asignar nombres no religiosos a sus hijos
A su madre, Amparo, la política ni le iba ni le venía. Criada en la malagueña plaza de la Merced, era muy devota de Ntra. Sra. de las Mercedes y así llamaba a la niña desde que nació.
Esta advocación mariana se veneraba en la Iglesia que daba nombre a la plaza y que fue destruida en la famosa “quema de conventos” de Málaga, en 1931.
Amparo nunca perdonó a su marido que esa noche desapareciera de casa. «Lo que han hecho no tiene perdón de Dios», repetía. Pero él siempre negaba haber tenido nada que ver.
Al pobre lo atropelló un tranvía al poco de nacer ella. La joven viuda se tuvo que poner a servir en una casa en el barrio de El Palo para criarla a ella y a su hermano Paquito, mayor que ella dos años y con una discapacidad psíquica.
Desde que tiene uso de razón, Mercedes no recuerda otra cosa que trabajar. Dice que nació pegada a una escoba.
Siendo muy niña se encargaba de barrer el patio de la casa donde trabajaba su madre y fregaba los cacharros de la cocina.
Las manitas siempre las tenía ásperas y, en invierno, a veces le salían ampollas, pero no se quejaba. «¡Qué buena y obediente es esta niña!», decían siempre de ella.
Recuerda como si fuera ayer el 8 de febrero de 1937. Los señores de la casa donde trabajaba, muy metidos en política, tuvieron que salir huyendo por el pánico a la represión de las tropas franquistas que atacaban la ciudad.
Su madre y ella tuvieron que huir también por la carretera de Almería ayudándoles con los bártulos.
Fue “la desbandá” recuerda con ojos muy abiertos y tono solemne.
Durante la guerra civil y la posguerra pasó mucha hambre. «Por eso me quedé tan chiquitilla», relata desde sus 1.52 de estatura.
Logró sobrevivir gracias a un vecino que era estibador y les traía de vez en cuando un poco de arroz o un poco de trigo que recogía del suelo cuando descargaban los barcos graneleros.
A los 16 años comenzó a hablarle Juan, un joven operario de los talleres de La Vers, una industria auxiliar del ferrocarril
Juan tenía planes de emigrar, porque no le gustaba el trabajo manual. Juntos soñaban “hacer las américas”, como se decía entonces, pero los planes se frustraron al quedarse embarazada ella y tener que casarse de urgencia.
¡La de barbaridades que les soltó el cura cuando fueron a pedir que los casara! ¡Qué malaje! ¡Y qué vergüenza pasó! Finalmente la ceremonia se celebró a una hora intempestiva (¡las 7.30 de la mañana!) para que pasara lo más desapercibida posible.
No obstante, el día de su boda lo recuerda como el más feliz de su vida.
Aunque llovía y el vestido no era blanco, recuerda como en una película a cámara lenta el brillo en los ojos y la sonrisa de su Juan y el sabor del chocolate con churros que se comieron después en Casa Aranda.
La sonrisa en la cara de su ya marido duró poco y apenas unas semanas después de la boda comenzó a maltratarla.
Hacía culpables a ella y al bebé de no haber podido cumplir su sueño de hacerse rico en América.
Tras una noche de borrachera y la consecuente paliza, Mercedes perdió al niño que esperaban y que se iba a llamar Juan, como su padre. Éste ya no volvió a levantarle la mano, pero desde entonces cayó en un profundo abismo.
Vinieron luego 4 hijos más: 3 niños y 1 una niña. Mercedes continuaba trabajando porque el sueldo del obrero se iba prácticamente entero en costear sus adicciones.
Los niños tenían muchos problemas de bronquios y necesitaban medicaciones muy costosas. Pero lo peor eran las noches sin dormir, pendiente de que los niños no se ahogasen. Los inviernos eran horribles.
Una noche sí y otra también la pasaba a los pies de la cama de alguno de ellos.
Trabajaba limpiando oficinas y haciendo arreglos de costura porque tenía muy buena mano para la máquina de coser.
Cuando su madre cayó enferma y no podía llevar adelante su casa, Mercedes tenía que ir por las tardes a limpiarle y a prepararle la comida a ella y a su hermano Paquito.
A Mercedes le faltaban manos para atender a su marido alcohólico, a sus cuatro hijos, a su madre enferma y a su hermano incapaz de valerse por sí mismo, pero a todos los asistía con una sonrisa: «¡Por ellos, lo que haga falta!», repetía.
Nunca se quejaba cuando las vecinas la abordaban diciendo «¡Ay que ver lo que te ha tocado!». Ella siempre respondía con evasivas y disculpaba a todos.
Los niños crecieron y se fueron yendo de casa. Los dos mayores, a Suiza; y el tercero, a Alemania. La pequeña, Carmen, se quedó terminando sus estudios de peluquería.
Su casa era una vivienda social de la barriada de Carranque que ya estaba empezando a acusar los años, pero ella siempre decía que las reformas podían esperar, que había otras prioridades.
Cuando la situación de su madre se hizo insostenible, se la tuvo que traer a casa, a la habitación de los niños que se había quedado vacía. Su hermano Paquito dormía en el salón.
Ella le arreglaba por las noches el sofá-cama con todo su cariño. «¡Si es que mi Paquito es lo más guapo que hay!», le repetía pellizcándole la barbilla.
Atendió a su madre hasta que falleció a la vez que trataba de enderezar a su hija que había comenzado a tener malas junteras.
Eran los años duros de la heroína y la niña pasaba cada vez menos tiempo en casa. Empezaron a desaparecer cosas y Mercedes no podía dejar dinero en su bolso porque volaba. Lo que más le dolió fue cuando se esfumaron los pendientes de oro de su madre…
Desde el cierre de La Vers, y tras muchos años en paro, su marido cayó en una depresión aún más profunda. Cuando subía del bar, sólo lloraba o dormía.
Ella trataba de alegrarle poniéndole las cintas de Juanito Valderrama y Paco Gandía, hasta que un día desapareció también el radio cassette.
Tras una larga temporada huida de casa, la pequeña regresó embarazada de 8 meses.
Dio a luz a dos preciosas mellizas que trajeron de nuevo la alegría a la casa: el abuelo empezó a sonreír y Mercedes se desvivía por atenderlas y que no les faltara de nada. “¡Por ellas, lo que haga falta!”, repetía.
La cirrosis hepática de su marido comenzó a hacer estragos. Lo acompañó y cuidó durante largas estancias hospitalarias en Carlos Haya hasta que la enfermedad se lo llevó por delante.
Lo bueno de aquellos días es que por fin bajó a verla su hijo desde Alemania que, como ella decía, era “el más descastado de todos”. Pero en cuanto cobró su parte de la herencia ya no volvió a saber de él ni a recibir una llamada suya.
Una noche, cuando Mercedes llegaba de trabajar, se encontró con un panorama desolador: su hermano Paquito aporreando la puerta del cuarto de baño llamando a “la niña” y sus dos nietas, que ya habían cumplido 7 años, gritando asustadas porque su madre no salía.
Una sobredosis había acabado con la vida de Carmen que, consumida por los efectos de la droga, apenas pesaba ya 35 kilos.
En la empresa en la que Mercedes trabajaba de limpiadora, le dejaron a regañadientes unas horas para ir al entierro de su hija y regresar a la faena. “¡En la calle hay cola de mujeres esperando entrar!” le espetó su jefe, que era de Misa diaria.
Aunque la pena y la artrosis la consumían, el trabajo nunca fue pesado para ella. Manejaba la mopa con gracia y a veces cuando nadie la veía, tomaba el palo de la fregona como un pie de micro e imaginaba que era una folclórica en el escenario
Los dos hijos mayores habían vuelto de Suiza, se habían casado aquí y trabajaban en la empresa textil Intelhorce.
Con muchas dificultades, Mercedes logró sacar adelante a las mellizas. Una se colocó en un supermercado y, la otra montó una peluquería.
Desde que se jubiló, se encargaba de recoger a sus otros nietos del colegio, darles de comer y tenerlos en casa toda la tarde de donde los recogían ya sus madres casi de noche
Ella lo hacía todo lo bien que sabía, pero sus nueras muchas veces le regañaban porque maleducaba a los nietos, les compraba muchas chucherías y les dejaba ver demasiada tele.
Tras el cierre de Intelhorce, en 2004, los dos hijos se quedaron en la calle a una edad muy complicada
Gracias a su pensión de jubilación, a la de su hermano Paquito y a algunos trabajos de costura que aún le encargaban, mantenía su casa y ayudaba en las de sus hijos. “¡Por ellos, lo que haga falta!”, repetía.
Paquito murió hace unos años, sin hacer ruido. Una noche se acostó y ya no se levantó. “¡Se ha ido lo más bonito de mi vida!”, gemía Mercedes en su entierro.
Pero las desgracias nunca vienen solas. Tras venir del cementerio recibió una llamada de su hijo desde Alemania. Ni le preguntó por su tío. Sólo le dijo que se había metido en deudas de juego y que su vida corría peligro. Necesitaba 30.000 euros.
Mercedes pasaba las noches en vela pensando de dónde sacar tanto dinero, hasta que encontró la solución: vendería su casa, que se le había quedado grande al estar ya sola, la cambiaría por un piso más pequeño y la diferencia se la mandaría a su hijo.
En la inmobiliaria del barrio le hicieron todos los papeles de la compraventa previa suculenta comisión, pero ella consiguió el dinero que necesitaba su hijo.
En el nuevo piso echaba de menos su antiguo patio, sus geranios, la luz que inundaba la casa por las mañanas… Y al no tener ascensor, no podía venir muy cargada del mercado porque subir la compra a veces era una odisea.
Pero la sonrisa no la perdía: “¡Por ellos, lo que haga falta!”, pensaba mientras hacía una parada en el descansillo para coger aire.
Hasta durante el confinamiento iba y venía al supermercado. Sus hijos se ofrecieron a llevarle la compra, pero ella se lo prohibió.
Decía que no le tenía miedo al coronavirus, que si no se murió del tifus que cogió de pequeña, no se iba a morir de esto. En realidad, le quería evitar a sus hijos el riesgo, porque ambos sufrían de problemas respiratorios desde chicos.
Y no solo compraba para ella, sino que además solía traer algunos recados a su vecina Antonia, que también vivía sola y que era de alto riesgo al ser diabética.
Hace unas semanas, precisamente subiendo a casa de su vecina Antonia a llevarle un poco de fruta, Mercedes se rompió la cadera. No recuerda más que un crujido y que, tras él, no podía mantenerse en pie, desplomándose escaleras abajo.
A sus 89 años, Mercedes apenas ha pisado la consulta del médico. Es un prodigio natural. Si le dolía la cabeza, cantaba una copla; si le dolían los huesos, cantaba dos. “¡Lo barata que le he salido a la Seguridad Social!”, bromeaba tras haber cotizado casi 50 años.
Gracias a la hospitalización, le han detectado una afección cardiaca oculta que desaconseja la operación para la colocación de una prótesis. Mercedes no podrá volver a andar… Nunca.
A los hijos no les ha sentado nada bien la noticia. «¡Esta mujer es que no tiene cabeza!», le gritan. «¿No sabes que ya no puedes andar por ahí como cuando eras joven?». «¡Qué tenías tú que llevar la compra a nadie!».
Mercedes agacha la cabeza y asiente, avergonzada. Se siente culpable.
Es consciente de que la situación de los hijos es complicada para hacerse cargo de ella. El mayor abrió un bar que le exige trabajar de sol a sol. Ahora le va bien por fin. Se ha comprado un Audi nuevo.
Al segundo también le va bien ahora porque se metió en política y consiguió un buen puesto en la administración.
Tiene una nueva mujer, una compañera de partido que ha intentado arreglarle la ayuda a la dependencia. A pesar de su influencia, hasta dentro de un año o año y medio no podrán contar con una ayuda a domicilio para cuidarla.
Con el de Alemania, no puede contar.
En tres días le darán el alta, y Mercedes no sabe aún quién la va a cuidar. Los hijos vienen ya poco y sólo recibe a diario la llamada de sus nietas mayores que no pueden acercarse al hospital al tener niños muy pequeños y vivir lejos.
¡Soy un estorbo! Se repite una y otra vez durante las largas horas de soledad. La otra noche le faltaba la respiración y sentía una opresión en el pecho descomunal, como si tuviera un elefante sentado encima.
Han tenido que medicarla contra la ansiedad. ¡No está acostumbrada a no hacer nada por los demás y a que se lo hagan todo!
Aturdida por los fármacos recuerda escuchar a su hijo hablar con el médico: “a mi madre deberían dejarla ustedes morir en paz, vivir así es un suplicio, que descanse tranquila. ¿No existe ningún modo…?”
Ella está también convencida: “Lo mejor que nos puede pasar a todos es que yo me muera –dice–. ¿Para qué vivir siendo un estorbo? ¿Qué va a ser de mis hijos?”
Gracias a Dios, la solución parece estar cerca. Su nuera se lo ha explicado: «Mercedes, ya no hay que esperar a morir para morirse, como antiguamente. Hay una nueva ley para que los pobres no tengáis que ir a Suiza a hacéroslo».
«Yo en su día estaba en contra, por disciplina de partido. Pero mira, cada uno debemos ser libres de elegir cuándo queremos dejar de vivir y que nadie decida por nosotros ¿verdad?».
A Mercedes no le gustaba mucho la nueva nuera, porque era un poquito pija, pero reconoce que tenía razón. No hay sufrimiento en la muerte cuando el vivir es morir.
Mercedes lo tiene claro: un par de mentirijillas en los papeles, unas lagrimitas en la valoración psiquiátrica y hecho. Todo listo para solicitar la “ayuda para morir”.
Mientras el suero entra en sus venas, Mercedes da gracias a Dios por los “inventos modernos”.
Recuerda la escoba con la que barría el patio de casa de los señores, la espantá, los malos tratos, los cinco partos, los pinchazos con la máquina de coser, las noches sin dormir junto a la cama de los niños, las vejaciones de sus jefes, la muerte de Paquito…
Recuerda cuando desaparecieron los pendientes de oro de su madre, el desprecio de sus nueras, su hija consumida por la droga, cuando dejó su casa de Carranque con sus geranios, aquellas escaleras cargada con la compra, los gritos de sus hijos: “¡esta mujer no tiene cabeza!”…
Y con su último latido, un susurro entre sus labios: «¡Por mis hijos, lo que haga falta!» #Findelhilo
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