Si este perro hubiese nacido en Japón y se llamara Hachiko, tendría una película protagonizada por Richard Gere. Pero lo cierto es que nació en un pueblo de Alicante y se llamaba Tarzán. Ésta es su humilde historia:
Tarzán fue un superviviente desde el principio. Lo recogieron unos chiquillos de Aspe (Alicante) en el cauce del río (Tarafa), lugar habitual para el sacrificio de camadas en la década de los sesenta. Todos sus hermanos estaban muertos, él todavía ladraba cerca del agua.
Después de salvarlo, los críos intentaron que sus padres admitieran al perro como mascota pero ninguno tuvo éxito en su empresa. Al final lo acabaron llevando a un árbol de la plaza del pueblo, justo delante de la iglesia, y se conjuraron para encargarse de él entre todos.
En los primeros días, los chavales del pueblo fueron alimentando a aquel perro con sobras de sus casas, botes de leche condensada de la tienda de los padres de uno de ellos y cualquier cosa que pudieran rapiñar por donde fuera. Poco a poco el perrete fue ganando peso.
Pero había que bautizarlo y, en la disputa por ponerle nombre, ganó el candidato que propuso llamarlo como el protagonista de la última película que habían visto en el cine: Tarzán en Nueva York. Tarsán (que se note cómo se pronunciaba), fue un perro de peli desde el principio.
Una mañana, el lacero del pueblo atrapó al perrete para darle pasaporte porque Tarzán no tenía las vacunas al día. Se cuenta que los chavales huyeron de la escuela para convencer al señor, con métodos poco pacíficos, de que dejara libre al animal.
Para remediar otro susto, los chiquillos iniciaron una colecta con el dinero que sus padres les daban para pasar el domingo y pagaron de su bolsillo las vacunas para que el perrete estuviera al día con sus obligaciones víricas.
Desde entonces, Tarzán se convirtió en un personaje habitual de la plaza y de su sitio predilecto para echarse la siesta: la iglesia. Era tan pacífico que fue él único perro al que se le permitió el privilegio de entrar al templo y tumbarse a la bartola entre los bancos.
Pero eso no es lo que convierte a Tarzán en un perro digno de recuerdo, porque si Hachiko veló día tras dí el recuerdo de un hombre, Tarzán acompañó el duelo de todo un pueblo.
Los aspenses de la época recuerdan que no había boda, comunión o bautizo que no contara con la presencia del perrete. En las fiestas, el can se situaba al lado de "Tófilo el de los cuetes" y, cuando la pólvora explotaba en el cielo, él ladraba de alegría.
Pero no todo era jolgorio. Tarzán sabía que había que estar a las duras y a las maduras. Eros y Tánatos. Por eso, cada vez que un vecino del pueblo moría, Tarzán aguardaba en la puerta de la iglesia a que el féretro saliera para acompañar con su solemnidad el resto del entierro.
Llegado a un punto intermedio del trayecto que separa la basílica del cementerio, los sacerdotes despedían al cortejo fúnebre y regresaban a la iglesia. Tarzán no, Tarzán apechugaba y seguía al difunto hasta el pie de su tumba y allí se quedaba hasta que acababa todo.
No importaba lo bueno o malo que hubieras sido en vida, mientras Tarzán habitó las calles del pueblo, no hubo aspense al que Tarzán no despidiera. Me gusta pensar que, como nunca fue de nadie, decidió agradecérselo a todos.
El perro estaba tan integrado que cuentan que, en una de las visitas que hizo Alfredo Krauss para actuar en Aspe, el tenor conoció a aquel perro tan peculiar y se quedó maravillado. Treinta años después, de regreso para otra actuación, todavía se acordaba y preguntó por él.
¿Pero qué fue de Tarzán? ¿Dónde está enterrado el perro que iba a los entierros de los demás? Nadie lo sabe. Algunos cuentan que en su último entierro, al llegar al cementerio, decidió seguir camino y no pararse. Desde aquel día nadie volvió a verlo.
Recuerdo que, rascando fuentes para escribir una artículo sobre Tarzán hace ya algunos años, mi abuelo me contó que nunca vio tal unanimidad en el amor por un perro callejero. Esta semana de cifras nefastas he vuelto a acordarme de él.
Este año mi abuelo sufrió un ictus y murió a los 95. El estado de alarma estaba en sus peores días y no todos pudimos ir a despedirlo. Ojalá hubiera estado Tarzán ahí y en el resto de entierros en los que los aspenses no pudieron acompañar a los suyos.
Tarzán dejó tantos recuerdos que hoy, aquel perro callejero, salvado por chiripa de la muerte, tiene una estatua en su pueblo. Todavía es curioso saber quién fue el que arrancó la iniciativa:
Además de la estatua en el auditorio Alfredo Krauus, los alumnos del Taller de Cortos coordinados por Juan Torres narraron hace unos cuantos años la historia completa en un documental que podéis ver aquí. No sale Richard Gere pero ni falta que hace.
*Kraus.

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