Thread by @GalianaConrado

Hay muchas construcciones majestuosas, solemnes, imponentes, sutiles, elegantes, bellas… pero edificios mágicos como la Torre Nueva no sé si hay tantos.
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Hubo en Zaragoza una disputa entre dos torres por ver cuál llegaba más alto. Una era civil y la otra religiosa. Una mudéjar y la otra barroca. Una Nueva y la otra también nueva. Una sigue en pie. De la otra queda solo una sombra recortada en el suelo.

Para empezar esta historia tenemos que hablar del tiempo y su medida. El tiempo en la Edad media lo regulaba el ciclo solar, el ciclo lunar y el toque de campana desde las iglesias.

De hecho, las campanas de las iglesias no daban las horas sino que marcaban el paso de la mañana a la tarde, requerían para la oración, informaban de la muerte de un vecino o del principio y fin de la jornada.

Los relojes aparecieron en el siglo XIV y sus campanas sí daban las horas. Simplemente las horas, sin más obligaciones ni significados.

En Europa se les llamó "Beffroi" a las torres que servían para alojar el reloj que daba el tiempo civil, el que servía para regular la vida urbana, administrativa, económica o jurídica.

El consejo de la ciudad de Zaragoza quería su reloj para marcar sus tiempos, para manifestar su autonomía respecto de la iglesia y para demostrar su poder como municipio, pero necesitaba una torre donde colocarlo.

En 1504 comenzó a levantarse en Zaragoza, capital del reino, “una torre muy alta y suntuosa en medio de la ciudad” cuya construcción encargaron a tres maestros que iban a trabajar en colaboración. Uno era cristiano, otro morisco y otro hebreo (y no es un chiste).

Tantas eran las ganas de verla terminada que la torre se levantó en 15 meses, tan rápido que el mortero de la cara sur fraguó más rápido que el resto y eso hizo que, desde el principio, fuera una torre inclinada.

Muy alta. Medía más de 60 m

Y verdaderamente inclinada.

Los responsables religiosos de la zaragozana Catedral de la Seo sabían lo que se jugaban en el terreno simbólico y propusieron la sustitución de su viejo alminar hispanomusulmán por una nueva y poderosa torre que mirara a los ojos a la Torre Nueva.

Cuando la terminaron y la remataron con su extraordinario chapitel, la torre de la Seo medía 90 m.

La Torre Nueva había perdido la batalla de la altura pero su vínculo emocional con el pueblo no había dejado de crecer. Era la torre que los turistas extranjeros venían a ver. Incluso Lord Byron la menciona en uno de sus poemas.

En el siglo XIX apareció en guías alemanas y americanas de arquitectura, en revistas británicas de viajes y en grabados realizados por pintores franceses representando lo que fue durante siglos, el símbolo indiscutible de la ciudad.

Los responsables municipales de la Torre Nueva no se conformaron con ganar la batalla simbólica y propusieron en 1749 la sustitución de su antiguo remate para que quedara así. Aquí medía 80,6 m.

La noche del 7 de abril de 1850 hubo una terrible tormenta en la ciudad. Un rayo cayó sobre la torre de la Seo, mató al campanero y destruyó, tras un incendio, su chapitel.

La vertical y refinada torre religiosa se mantuvo desmochada durante diez años. Pero el duelo de alturas no paró ahí.

En 1878, algunos colectivos que temían que la Torre Nueva se viniera abajo, pidieron al ayuntamiento que retirara el afilado chapitel y lo sustituyera por otro menos ostentoso y pesado. Lo consiguieron.

En 1891 se desprendieron fragmentos de su fachada (como venía pasando casi desde su nacimiento) y las grietas de la base se ensancharon. El ayuntamiento, aprovechando un parcial y malintencionado informe, decretó su derribo.

No fue fácil ejecutarlo porque la ordenanza contó con la oposición de sectores civiles e intelectuales, arquitectos, ingenieros e incluso del propio ministro de fomento que logró detener el derribo. Pero el paréntesis solo duró 2 meses.

¿Qué razones tenía el ayuntamiento para derribar una torre tan singular, tan simbólica y de la que muchos otros técnicos habían asegurado que no corría peligro de caer?

No se sabe. La Torre Nueva comenzó a desmontarse por hiladas a partir de la resolución que el ayuntamiento registró el 16 de agosto de 1892. El alcalde en aquel momento era Esteban Alejandro Sala y Santanac.

Los ladrillos extraídos de la Torre Nueva se emplearon en algunos edificios del Paseo de Independencia de Zaragoza y sus campanas se instalaron después en la única torre que el Pilar tenía entonces.

Cuesta creer que el Pilar, uno de los mayores templos de la cristiandad no hubiera participado en esa lucha por el cielo de la ciudad. Este matrimonio (D. Francisco y Dña. Leonor) se encargó de revertir esta tendencia.

Gracias a su perseverancia y su dinero, desde 1961 la Basílica luce las cuatro torres que podemos ver hoy. Las dos últimas torres, las que dan al río y miran de reojo a la de la Seo, tienen nombre (las 4 tienen) y se llaman Santa Leonor y San Francisco de Borja.

Pero en esta verdadera historia no está todo escrito todavía. No hemos dicho que las cuatro torres del Pilar miden 92 metros, solo un poquito más que la torre de la Seo, ni que desde entonces el cielo zaragozano quedó acariciado y sostenido por 5 torres religiosas.

Ni que a finales de los años 40 el cemento era tan escaso que era un material racionado.

Ni que Doña Leonor, que había introducido a Franco en la alta sociedad cuando este dirigía la Academia militar, se presentó ante él un día y le dijo: “Paco, aquí me tienes porque necesito cemento para la torre, que si no, no la terminamos”.

Ni que el Caudillo solo le preguntó “¿Cuántos vagones?” Y así se pudo concluir la cuarta torre de la Basílica del Pilar.

Tampoco hemos dicho que doña Leonor Sala Ruiz de Andrés era la mayor de diez hermanos, hijos todos de don Esteban Alejandro Sala y Santanac, doctor en derecho y a la sazón el alcalde de Zaragoza que no hizo nada para detener el derribo de la Torre Nueva.

Queda aquí su sombra...

Nos vemos pronto.