Hace 40 años, en junio de 1981, el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de EE.UU. anunciaba la aparición de casos raros de neumonía y sarcoma de Kaposi en la población gay. Eran los comienzos del VIH.
Un año después, un hombre, que había enfermado gravemente en Miami, regresó a Buenos Aires a morir. Era dentista y su caso, raro, había llegado a la Academia Nacional de Medicina. Los médicos no le encontraban respuesta a su cuadro de inmunodeficiencia.
No podía explicarse por leucemia, por linfoma ni por quimioterapia. Lo derivaron al infectólogo que estaba a cuatro cuadras, al hospital Fernández. En su primera consulta, le contó que era gay; al poco tiempo falleció.
Cuatro meses más tarde otro paciente llegó con un cuadro similar. Era bailarín del teatro Colón, había vivido un tiempo en Brasil y era gay. Era 1982 y Pedro Cahn comenzaba, sin saberlo, a especializarse en sida.
Sobre la época: los periódicos del 3 de octubre de 1985 anunciaban que Rock Hudson había muerto. Al anunciar dos meses antes que padecía SIDA, Hudson, prototipo de la masculinidad e ícono sexual de los años 50, hacía público, también, que era homosexual.
Entonces, el diario Crónica titulaba así: Confirman que Rock Hudson padece enfermedad que afecta a amorales. Y así: Rock Hudson con “la peste rosa”. Hudson se transformó en la cara del sida en el mundo y desató alerta y paranoia.
La actriz Linda Evans vivió aterrada hasta que su test dio negativo: temía haberse contagiado. Seis meses antes de la muerte del actor lo había besado en la serie de televisión Dinastía.
La escena, que se suponía fuera apasionadísima, debió repetirse varias veces porque Hudson besaba desganado, apenas si posaba sus labios sobre los de Evans. Por entonces las formas de contagio no eran claras: Hudson estaba extremando los cuidados.
Los periodistas llegaron al hospital Fernández en busca del infectólogo que sabía de sida. A pedido del director –“Si no hablás vos va a hablar cualquier boludo”–, Cahn improvisó una conferencia de prensa. Así, en Argentina, el sida tenía una cara y atendía en el Fernández.
Luego de aquella aparición masiva en los medios, él y sus compañeros Arnaldo Casiro y Héctor Pérez nunca más volvieron a tener el mismo volumen de trabajo: “Pasamos de atender dos casos por semana a ver cincuenta pacientes en un día”.
Al día siguiente la cantidad de consultas fue tal que Cahn cruzó a la librería de la esquina para comprar un talonario de rifas: sólo de esa manera podría organizar los turnos.
El barrio se había alterado: gays y adictos a las drogas visitaban el Fernández, los vecinos estaban molestos y dentro del hospital la atmósfera no era muy diferente: Cahn, Casiro y Pérez fueron apodados "la patota rosa".
Mientras en el país se discutía la Ley de divorcio y se tejían hipótesis sobre la desaparecida doctora Cecilia Giubileo, Cahn peleaba contra sus pares. Al tiempo que crecían la cantidad de consultas, lo mismo pasaba con la resistencia interna
Médicos de otras áreas le cerraban con llave los consultorios para que no pudiera usarlos; alguno llegó a decirle que no era “un tema personal, pero ustedes traen homosexuales y drogadictos y yo tengo hijos”.
El enfrentamiento escaló cuando le impidieron la internación de sus enfermos con la excusa de que faltaban condiciones de bioseguridad. Sus enfermos eran pacientes con VIH y sida. La manera que encontró para darles cama fue evitar el registro y un inteligente uso de la semántica:
La prohibición era sobre pacientes con sida, no con VIH. “Un caso de sida es un paciente con VIH que tiene una determinada infección dentro de una determinada lista de infecciones oportunistas”, explica Cahn.
Entonces lo que hacía era internar a pacientes con VIH con fiebre y le pedía a la jefa de laboratorio que le diera el diagnóstico telefónicamente. “Lo tratábamos empíricamente, como si no supiéramos el diagnóstico.”
Cuando en 1986 el virus adquiere su nombre: Virus de la Inmunodeficiencia Humana (VIH), Cahn viaja a la Conferencia Internacional de Sida en Munich. De regreso a Buenos Aires, su colega Pérez le da la peor noticia: las historias clínicas de los pacientes habían desaparecido.
La guerra interna entre médicos sumaba el peor capítulo.
"Fue para amedrentarnos, para que no trabajáramos más. Eran más de quinientas historias, quinientas personas que habían dicho su sexualidad. Las guardábamos en un locker de ropa", cuenta Pérez.
Además de reconstruir el historial médico debían encontrar dónde guardarlo. La solución la aportó Ángel, un amigo de Cahn q era gerente del banco Credicoop. Ayudados por unos rodillos de madera y cintas de persianas, 4 hombres arrastraron una caja fuerte por el hall del hospital
Era pesadísima y tan grande, del tamaño de una puerta. Al cabo de unas horas, estaba en su sitio. Era el único lugar en el que historias clínicas estarían a salvo.
Mientras la fundación Huésped creada por Cahn daba sus primeros pasos en su armado, en 1988, los músicos Miguel Abuelo y Federico Moura morían por causa del sida.
Dos años después, en 1990, Roberto Jáuregui, que fue uno de los primeros pacientes de la fundación, hizo público que tenía VIH y se transformó así en símbolo de la lucha contra la enfermedad. Entre las cosas que hizo se recuerda su paso por el programa de TV Hora clave
Ahí le pidió a Mariano Grondona que lo abrazara. También se recuerda su participación en la novela Celeste siempre Celeste, donde actuó su propia historia, la de un paciente con VIH.
En 1992, cuando el país se paralizaba para ver Hola Susana, un spot irrumpía entre los avisos publicitarios. La cámara hacía un barrido de izquierda a derecha, por una hilera de camas vacías. La voz en off de Cipe Lincovsky, acompañaba:
“1ro se llevaron a los homosexuales. Pero yo no me preocupé, xq yo no era homosexual”. El Consejo Publicitario Argentino hizo, junto con la fundación, la 1ra campaña fuerte en medios. Sobre el final, una placa: “Sida. No te dejes llevar x la indiferencia. Informate. 981-1828”
Recibían doscientas llamadas por día. Llamaba desde el asustado porque había tenido sexo sin preservativo hasta el que puteaba porque el aviso decía que podía haber mujeres infectadas: "¡Es una enfermedad de maricones!", decían.
Del otro lado, Roberto Jáuregui respondía.

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