CORRÍA EL AÑO 1898
En Elberfeld, el químico Heinrich Dreser, jefe del laboratorio de la farmacéutica
alemana Bayer, daba el visto bueno para impulsar la producción de un nuevo y
muy prometedor medicamento; un opiáceo —más poderoso que la morfina—
al que se le suponían múltiples aplicaciones. Un verdadero hallazgo, sobre todo teniendo en cuenta que apenas unos meses antes, Bayer había sintetizado y comenzado a producir ácido acetilsalicílico, que patentaría como «aspirina» al año siguiente.
Pues esto podría ser aún mejor. La nueva producción de la factoría Bayer,
insistía Dreser, debía ser experimentada con animales —ranas y conejos— antes
de su comercialización.
El jefe del laboratorio de Bayer no ignoraba que el producto había sido sintetizado como diamorfina por un británico, el también químico Charles Romley Alder Wright, dos décadas atrás.
Las investigaciones de Wrigth, que buscaban un medicamento contra la tos
que fuese efectivo pero que no produjese adicción —como sucedía con la morfina—, le habían llevado a la conclusión de que tal cosa no era posible, sobre
todo después de sus experimentos con animales.
Wrigth había hervido durante
unas pocas horas anhídrido acético con alcaloide de morfina para conseguir un
producto muy eficaz, pero cuyos efectos, a medio plazo, eran peores que el mal
que combatía.
Dreser no lo ignoraba, pero decidió apuntarse el tanto. Y Bayer —
así, como suena— comenzó a experimentar la terapia con sus propios
trabajadores. Al principio, todo resultó estupendamente. Los primeros que lo agradecieron fueron los empleados de la farmacéutica.
El nuevo producto parecía maravilloso;
nada le hacía a uno sentirse mejor. Los síntomas de casi todo desaparecían; los
dolores, el malestar…
Dreser acudió al Congreso Alemán de Naturalistas y Médicos de 1898 y anunció que disponía de un producto diez veces más potente que la codeína para la tos, y solo una décima parte de tóxico que esta.
Además, adelantándose a las críticas que se veía venir, aseguró que carecía de los efectos adictivos de la morfina. Por sus efectos, el medicamento milagroso ya tenía nombre: heroína.
Habían sido los propios trabajadores de Bayer los que bautizaran la nueva
medicina, porque ese término describía perfectamente cómo se sentían tras
tomarla. Dreser la había recetado con generosidad —hay que reseñar que
también se la había administrado a sí mismo—
y, pese a los buenos resultados en
un principio, en algún momento se había torcido el experimento. Tiempo más
tarde, algunos empleados de la compañía se convertirían en adictos a la
sustancia, y muchos de ellos lo dejarían todo para seguir consumiéndola;
luego, incluso vendieron lo que tenían para procurársela por los medios que fuesen necesarios. Terminarían sus días merodeando por los vertederos de chatarra para pagarse la creciente cantidad diaria que su cuerpo demandaba.
De su actividad como mendigos por los basureros de Elberfeld les quedó el término «yonki» (en español), una simple derivación del junkie, vocablo que no necesita más explicación si consideramos que junk significa en inglés «basura».
Dreser aseguraba que el medicamento producía unos benéficos efectos sobre
el paciente y, además, era inofensivo. Resultaba tres veces más potente que la
morfina y podía consumirse por las más diferentes vías. Como sedante y para las
afecciones respiratorias, no había nada mejor.
Incluso la psiquiatría le encontró
una aplicación de primera en los tratamientos de depresión y neurastenia. ¡Y hasta se recetó para los tratamientos de rehabilitación de los morfinómanos! El
Boston Medical and Surgical Journal consideraba la heroína superior a la
morfina,
y «sin riesgo de adicción». Huelga precisar que, en el hígado, la heroína
se transformaba en morfina, y que la adicción que generaba era mucho mayor
que la de esta. A fines del siglo XIX, la tuberculosis causaba estragos en Europa.
Se trataba
de un mal que parecía imparable, por cuanto se padecía desde el siglo XVII, y
conforme había aumentado el hacinamiento consecuencia de la revolución industrial, incluso se había agravado.
No era raro que los niños enfermasen de
ella y que, peor pertrechados inmunológicamente que los adultos, muriesen. Por toda Europa y América, un gran número de familias había experimentado la angustia nocturna de oír la tos de sus hijos, preparándose para lo peor.
Bayer comenzó una campaña contra la tuberculosis por los cinco continentes
y, dadas las cualidades de la heroína, su consumo se dirigió en especial a los
niños. Pronto, el «jarabe Bayer de heroína» estaba presente en los domicilios de
toda Europa.
En 1899 ya se vendía y recetaba en veintitrés países. Se prescribió
con largueza, hasta como preventivo de los catarros, como aseguraba la
publicidad («En la estación lluviosa: jarabe Bayer de heroína»); y encima, según se aseguraba, no provocaba estreñimiento.
Su popularidad fue enorme. De modo
que cuando comenzó el siglo XX, los estudios médicos en Estados Unidos habían detectado los estragos que causaba entre las amas de casa y los niños, que, con frecuencia, fingían estar constipados para recibirla.
Aunque a los pocos años surgieron voces que clamaban contra el uso
medicinal de la heroína —consiguiendo, finalmente, poner fuera de la
circulación el «medicamento»—,
este se extendió a otros compuestos que
siguieron comercializándose hasta bien entrada la tercera década del siglo XX.
Eli Lily llegó a vender frascos de cien tabletas de heroína, y la británica Allen
and Hanburys (que pasaría, más tarde, a formar parte de Glaxo) patentó unas
pastillas que, para potenciar su efecto, mezcló con cocaína.
.
Toda esta locura venía bien avalada por la ciencia. Los tratados de medicina
clínica incluían amplias recomendaciones acerca de la heroína. En España su
venta fue libre hasta que en 1918 se obligó a adquirirla con receta médica, si
bien Bayer había retirado su producto en 1913.
Y aunque en Estados Unidos se
excluyó de la venta libre en 1920, para entonces ya existían unos doscientos mil
heroinómanos en el país; pero solo fue prohibida en 1925.
Ese mismo año, la Enciclopedia de Espasa Calpe todavía la describía como «un buen sucedáneo de la codeína y de la morfina…». El Comité de Higiene de la Sociedad de Naciones —lo más semejante a la OMS que podemos encontrar en esa época— no aconsejó su ilegalización hasta 1931.
Increíblemente, en Alemania la heroína siguió vendiéndose en farmacias
hasta 1958, y no se prohibió sino en 1971.
A despecho de las teorías en favor de
la legalización de las drogas como factor decisivo para su erradicación, en los
años setenta en la República Federal de Alemania se consumía la mitad de toda
la heroína de Europa.
Si usted se pregunta —amable lector— qué tiene que ver este prólogo con el
tema que nos ocupa, estoy seguro de que se lo aclararán las páginas que siguen.
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Cada uno de ellos constituía un propósito nada fácil de conseguir; todos
juntos, parecía un imposible. Sin embargo, la pandemia lo ha hecho posible. ¿La
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Bueno, eso es lo que todos creemos. O fingimos creer. Que esto es una
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