Subo por la escalera y vuelvo hasta el mostrador de la bibliotecaria: vacío. Adiós a la posibilidad de preguntarle si ha visto a alguien sospechoso.
Antes de volver a la calle, interpelo al guardia de seguridad que hay en la puerta de salida.
Me mira de arriba abajo arqueando una ceja: la verdad es que no debo presentar muy buen aspecto con el abrigo lleno de barro y el pelo despeinado tras la persecución.
Le ofrezco mi mejor sonrisa y finalmente el guardia se encoge de hombros: ha visto salir a muchas personas, como cada día, pero nadie fuera de lo común.
Salgo a la calle. Un viento que sopla sin clemencia desde el Hudson se ha unido a la fina llovizna en un baile gélido. Me sacudo como puedo los restos de barro y me ajusto el cuello del abrigo.
«Muy bien, ¿y ahora qué?».
Tanteo el saquito de especias en el bolsillo de mi chaqueta pensativo. De alguna forma siento que voy a arrepentirme de esta decisión, pero a pesar de ello echo a andar en dirección a Chinatown.
Los neones de los clubes de jazz y las cafeterías se reflejan en el asfalto creando una Nueva York invertida bajo la ciudad real mientras recorro a pie la corta distancia que separa el Soho del barrio chino.
Cuando llego apenas quedan tiendas abiertas bajo los aleros de las pagodas tradicionales de tejas de cerámica.
Los farolillos de colores iluminan las calles y el olor de los platos exóticos de los puestos callejeros hacen que me ruja el estómago.
Comienzo a deambular sin rumbo deteniéndome en los tenderetes de especias en busca de no sé muy bien qué.
La llovizna ha cesado por fin y los comerciantes se afanan en desaguar las lonas de los toldos y en exponer la mercancía para los últimos clientes del día.
Siento que estoy buscando una aguja en un pajar y tras una hora dando vueltas sin éxito decido cambiar de estrategia.
Hago señas a un niño que está jugando en la calle para que se acerque. Detiene el aro que había estado haciendo rodar con una vara y me mira desconfiado.
Le tiendo una moneda de un cuarto de dólar y esto termina por vencer su reticencia. La coge y la revisa mirándola de cerca. Cuando está satisfecho la guarda en el bolsillo y me mira de manera interrogativa.
—Te daré cincuenta centavos más si me dices en qué tienda puedo encontrar algo como esto —le explico mientras agito el saquito de especias ante su cara.
El niño lo inspecciona un instante. Asiente con la cabeza sin decir palabra y me hace señas para que vaya con él.
Cruzamos las calle y le sigo por una serie de callejones estrechos que apestan a pescado podrido.
Por el graznido de las gaviotas y el salitre en las tuberías oxidadas adivino que nos estamos acercado a la parte del barrio chino que linda con la bahía del Hudson.
El maullido de un gato al que le molesta nuestra marcha me sobresalta y me hace extender la mano hacia el revolver.
El niño me mira divertido y me apremia agitando la mano para que continue la marcha.
Finalmente, llegamos hasta una tienda iluminada tenuemente por un farolillo con letras chinas.
En el aire flota un olor a canela y nuez moscada mezclado con el de los desperdicios del callejón.
El rapaz señala el local y me tiende la mano, obsequiándome con una sonrisa en la que faltan dos dientes de leche. Tan pronto como le doy la moneda que le había prometido se esfuma corriendo de vuelta por el callejón.
Alerta, empujo la puerta y me reciben las notas lúgubres que escapan de un carillón de bambú.
El interior de la tienda es más amplio de lo que esperaba. A mis ojos les lleva unos segundos acostumbrarse a la tenue iluminación mientras examino la estancia.
Sacos de especias de colores terrosos, hongos y raíces flotando en salmueras en tarros de cristal, pieles de serpiente y ancas de rana colgando del techo y otros productos exóticos que no reconozco se apilan a lo largo y ancho del local iluminados apenas por candiles de gas.
La tienda está desierta excepto por un hombre asiático de mediana edad situado al otro lado del mostrador. El tendero exhibe unos ojos hundidos en las cuencas y una tez cetrina casi tan amarilla como el curry que se afana en verter en saquitos con un colador.
Me acerco al mostrador estudiando en todo momento su expresión. Si me ha reconocido es muy bueno en disimularlo y no percibo el más mínimo gesto sospechoso.
Observo los saquitos que hay sobre la mesa y se me acelera el pulso al ver que son idénticos al que tengo en el bolsillo.
—Hace una noche de perros ahí fuera, ¿verdad? —le digo.
El hombre me analiza con expresión neutra sin responder. Baja la mirada hacia los saquitos que estoy mirando y de nuevo clava la vista en mí.
—¿Qué desea? —me pregunta por fin tras unos segundos incómodos, haciendo caso omiso a mi comentario. Tiene un marcado acento extranjero, pero juraría que no es chino.
—Me gustaría comprar azafrán —le digo—. De la mejor calidad posible.
—Por supuesto, señor —responde.
Se gira hacia una estantería cercana y comienza a rebuscar entre un montón de tarros llenos de especias.
Vigilo en todo momento sus manos, desconfiado, pero lo único destacable es el tintineo ocasional de los anillos que lleva en los dedos contra el vidrio de los frascos.
Por fin, el tendero encuentra un bote de cristal colmado de hebras de azafrán, vierte una porción en un saquito y me lo ofrece.
—Aquí tiene. Serán 70 centavos, por favor.
Alargo la mano para coger el paquete sintiéndome muy tonto. Estoy aquí, en una tienda perdida de Chinatown creyéndome Hércules Poirot en busca de una pista prometedora y lo único que he conseguido encontrar es... azafrán.
Es entonces cuando lo veo. Una de las mangas de la camisa del hombre se ha retraído y debajo de ella asoma una tatuaje en su antebrazo: una criatura pavorosa de la que surgen tentáculos oscuros...
Nuestros ojos se encuentran y siento que algo ha cambiado. Donde antes había una mirada vacía ahora arde el fuego...
Todo pasa a la velocidad del rayo.
Me agarra por la muñeca dejando caer el saquito de especias y proyecta el frasco de cristal que tiene en la otra mano en un amplio arco intentando golpearme la cabeza.
Lo evito por centímetros agachándome y el tarro se estampa contra la pared. Aprovecho su ímpetu frustrado para lanzarle un gancho de izquierda con el brazo libre.
Fallo. Es condenadamente rápido.
Me suelta la mano y echa a correr por una puerta abierta tras el mostrador.
—Joder, ¡otra vez no! —grito frustrado.
Salto el mostrador y me precipito en pos del hombre cruzando la puerta. Desemboca en un almacén lleno de mercancía y mientras lo atravieso a toda velocidad me da tiempo a ver un hábito rojo con capucha colgado de una percha.
«¡Premio!», me digo mientras persigo al hombre justo a tiempo de ver cómo se escabulle por una puerta que da a la calle.
Esta vez no voy a dejar que escape. Corro a toda velocidad y salgo a un callejón trasero para... «¡Mierda!», atino a pensar mientras tropiezo con el bordillo de la puerta.
Mientras caigo, una tubería de hierro me pasa silbando por encima de la cabeza y oigo cómo golpea con fuerza contra el muro haciendo saltar la mampostería.
El hombre se había apostado tras la pared, y el afortunado traspié me ha salvado milagrosamente de recibir el golpe.
Le agarro del brazo con el que había intentado atizarme y evito una caída segura. Forcejeamos y consigo asestarle un cabezazo con todas mis fuerzas. La nariz le cruje con un chasquido seco y noto, no sin cierta satisfacción, cómo cede el cartílago.
Se lleva las manos a la cara soltando la barra de metal. La sangre le chorrea profusamente por la nariz pero su aturdimiento dura apenas un instante: gira sobre los talones y emprende de nuevo la huída.
«Esto empieza a convertirse en un hábito», pienso cabreado mientras emprendo una vez más la persecución.
La agilidad del hombre mientras huye por el callejón saltando sobre cajas y cubos de basura es idéntica a la del encapuchado de la biblioteca: pondría la mano en el fuego a que ambos son la misma persona.
Salimos a toda velocidad del barrio chino topándonos de frente con la avenida Roosevelt. El puente de Manhattan aparece entre la bruma como un leviatán que surgiera de las profundidades del mar.
En su precipitada huída, el hombre se lanza de cabeza a la avenida llena de coches. Cláxones y chirridos de llantas sobre el asfalto se suceden mientras consigue milagrosamente cruzar la calle sin que se lo lleven por delante.
Le persigo esquivando a mi vez los coches y recibiendo improperios de los conductores.
Para cuando llego al otro lado, el fugitivo corre hacia la zona de muelles del East River intentando dejarme atrás.
Corro tras él por el puerto esquivando contenedores de madera y barricas de mercancías hacia la playa del Hudson. No hay ni un alma a estas horas de la noche en las dársenas.
El hombre da un salto prodigioso desde el muelle y aterriza en la arena de la playa tratando de amortiguar el golpe con una voltereta. Pero cuando se incorpora noto una ligera cojera: ha debido torcerse el tobillo al caer.
Pierdo unos segundos preciosos en descender utilizando una escala de cuerda y continuo la persecución a lo largo de la playa.
Está tan oscuro que apenas veo por dónde piso, pero su cojera es ahora más acentuada y poco a poco voy recortando la distancia que nos separa.
—¡Alto! —grito cuando lo tengo a menos de cinco metros de distancia.
Amartillo el revolver y le apunto. El hombre se gira lentamente sabiéndose sin escapatoria.
Su figura se recorta contra las negras aguas del Hudson que fluyen espesas a su espalda. La luz de la luna ilumina su tez manchada de sangre y hace que le brillen los ojos como si fueran los de un depredador nocturno. No veo odio en ellos, sino algo más primario: miedo.
—Pon las manos donde yo pueda verlas —le espeto mientras me acerco sin dejar de apuntarle con el revolver: no hay nada más peligroso que una bestia que se siente acorralada.
El hombre alza las manos lentamente sobre su cabeza.
—Muy bien, ahora tú y yo vamos a...
Antes de que me dé tiempo a completar la frase, gira una de sus muñecas con la gracia de un prestidigitador y aparece en su mano como por arte de magia una ampolla de cristal.
La quiebra apretándola con la mano con un sonoro crack y un líquido transparente se derrama sobre su cabeza y sus hombros empapándole el cuerpo.
—Hai ya'ai Cthulhu nyth yn'gha bthnk ch syha'h —grita con fervor en un idioma gutural.
Sus ojos son ahora blancos como el ópalo y están vueltos hacia el cielo en una mirada ciega. Contemplarlos es como asomarse a dos pozos de locura insondable.
Me llega un olor que me recuerda al aceite de motor y entonces presiento lo que va ocurrir a continuación aunque no pueda hacer nada por impedirlo.
El hombre chasquea los anillos que lleva en los dedos haciendo saltar una chispa. Ante mi mirada horrorizada el líquido que le chorrea por la cara comienza a arder. Su ropa prende también con rapidez y pronto su cuerpo se convierte en una tea ardiente.
Un alarido inhumano escapa de su garganta mientras se quema vivo delante de mis ojos.
Horrorizado, atino por fin a reaccionar. Me quito la chaqueta y me precipito hacia él intentando apagar las llamas.
Pero es en vano: mi chaqueta comienza a arder y me quemo las manos mientras veo cómo las llamas lo consumen. La virulencia con la que arde es antinatural y el calor que irradia me obliga a retroceder.
Es como si el fuego siempre hubiera estado en el interior del hombre pugnando por salir y ahora lo hubiera dejado escapar en una estallido arrollador.
La piel le burbujea por el intenso calor. El olor a carne quemada me revuelve las tripas mientras la grasa le gotea por el tórax crepitando con llamaradas azules y los ojos se le derriten en las cuencas.
Y durante todo momento, de forma rítmica y gutural, mientras se mece de pie, el hombre repite una y otra vez las mismas palabras interrumpidas tan solo en ocasiones por desgarradores gritos de dolor: «Hai ya'ai Cthulhu nyth yn'gha bthnk ch syha'h»...
Entonces una visión de pesadilla sustituye la figura del hombre. Unos tentáculos se agitan en la noche como si la membrana que separa nuestra realidad de una dimensión demoniaca se hubiera roto.
Siento una malignidad pura, antidiluviana. Una maldad definitiva, aplastante. Una maldad que desafía a todo lo que es bueno, amable, sincero o bello. Una maldad que emana de un ser de insondable poder que ha visto pasar las eras del tiempo. Siento como ese ser ansía...
La visión se desvanece de pronto, como si no hubiera sido más que un espejismo. Ante mí veo de nuevo la figura del hombre asiático que cae por fin al suelo carbonizado.
La sensación de malignidad desaparece, pero me deja un regusto amargo en la boca. Como si despertara adormilado de una pesadilla para entrar en una realidad igualmente horrible.
Me tiemblan las manos. No consigo pensar con claridad. Todo ha pasado demasiado rápido... y ni siquiera estoy seguro de lo que he visto.
Aturdido, me acerco a la pira. El cuerpo se ha consumido a una velocidad sobrenatural y no quedan más que brasas humeantes.
Entre los rescoldos hay un puñal ornamental que ha sobrevivido a las llamas. Lo empujo con el pie para enfriarlo en la arena y lo guardo con cuidado.
El sonido de unas sirenas en la lejanía me saca del shock. No sé qué explicaciones podría darle a la policía sobre lo que acabo de ver, así que me escabullo conmocionado del lugar sin ser visto.
De vuelta en mi despacho, paso las pocas horas que me separan hasta el alba sin conseguir pegar ojo. Tengo impresa en la retina la visión de pesadilla que vi entre las llamas, y los alaridos proferidos por el hombre mientras ardía retumban aún en mis oídos.
Me encuentro en un callejón sin salida. Sin pistas que seguir más allá de emprender un viaje demencial a Arabia en pos de un hombre perdido en el desierto.
Y mi vida amenazada por unas fuerzas que no acabo de comprender: quizás la visión de pesadilla fuera una alucinación... pero el hombre que ha muerto ante mis ojos y sus intentos de agresión han sido reales.
«Al cuerno con todo —me digo—, esto me supera».
Es hora de hacer una visita a la familia Williams y rechazar el caso.
(Fin del Capítulo 2).
¡Continuará la próxima semana!
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Eso me dará ánimos para terminar el resto de capítulos.
¡Pronto más!
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"A beautiful render of Padme Amidala portrait with her face illuminated by a blue lightsaber, lucas films, orange and blue contrast, trending artstation, fantasy art"
1/4 No entiendo a los que aseguran que JAMÁS se podrá construir una AGI (inteligencia artificial de propósito general, es decir, consciente de sí misma).
No hay NADA en las leyes del universo que lo impida.
(Imágenes del hilo generadas 100% con IA).
2/4 No entro en qué soporte tendrá: si biológico, silicio, ordenador cuántico, algo por venir o mezcla de todos ellos.
Nuestro cerebro, el sistema más compleja que conocemos, no es más que un conjunto de información puesta de una manera determinada, en un soporte determinado.
3/4 No hay nada que impida que otro conjunto de información similar se transcriba y tenga otro soporte diferente, "artificial", al nuestro.
Y tampoco hay nada que impida que sea N veces más inteligente que nosotros.
"American Girl in Italy" (1951) es una de las fotos más icónicas de todos los tiempos.
Cuenta un relato poderoso y plantea grandes incógnitas: ¿es una escena preparada? ¿estaban acosando estos hombres a la chica?
Voy a contaros la verdadera historia detrás esta foto 🧵👇
Primero observadla. Es fascinante. Es tan rica en detalles que alguien podría quedarse embelesado admirándola durante largo rato. La cara de la chica es un poema.
Cualquier fotógrafo mataría por ser capaz de sacar una foto así al menos una vez en su vida.
Es una obra de arte.
La foto fue tomada por la fotógrafa Ruth Orkin en 1951 en Italia.
Ruth fue una mujer adelantada a su tiempo: a los 17 años se levantó un día, cogió su bici y recorrió América desde Los Ángeles hasta Nueva York fotografiando su viaje.