En el Sahara existe un pueblo sin ventanas que se esconde. Un cúmulo de retazos en el paisaje tan congelado en el tiempo, que los extranjeros no podemos dormir en él y sus habitantes no pueden ser vistos.
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Hace un tiempo, la curiosidad me había llevado a Argelia, uno de esos países que me interesaban, pero también, de los que poco se sabe. Argel, su capital mediterránea, me había enamorado de lo vibrante e insólita que era.
Pero quería ir más adentro.
A medida que bajaba para ir hacia el Sahara, el país empezaba a volverse un oxímoron entre la densidad de sus tradiciones con la distancia de sus ciudades.
Me bajé en el borde de la carretera para observar el insólito paisaje del Valle del Mzab.
"Ahora mismo hay siete extranjeros no más", me dice el anfitrión con el que me iba a hospedar. "Cinco que vienen por trabajo, dos franceses y tu."
Siete.
Fue en ese arrume de pinceladas en la montaña donde caí en cuenta que estaba en uno de los lugares más extraños del mundo. De inmediato, me empieza a contar cómo es que está conformado el Mzab: "Son cinco ciudades encadenadas, y cada ciudad con sus normas"
Fundados por los mozabites entre 1012 y 1350, los cinco asentamientos son Ghardaia, Beni Isguen, Melika, Bounoura y El Atteuf. Juntos han tomado por cultura popular el nombre de la más grande, Ghardaia.
Han creado aquí una de las más extrañas estructuras sociales que he visto.
Allá abajo, el tiempo pasa a tener otro sentido. No estás en el presente, ni en el pasado; estás en un espacio paralelo.
La primera regla era que, como extranjero, no puedo estar después del atardecer dentro de sus murallas. Cuando las puertas de la ciudad cierran, es ilegal.
Tampoco puedo mostrar piernas ni brazos.
Los perros están prohibidos dentro de las murallas.
Pero lo más importante es que está totalmente prohibido tomarle fotos directamente a las personas. Yo, triste sabía que sería difícil retratar a una mujer de Ghardaia.
¿Por qué?
Porque aún hoy, siguen vistiéndose exactamente igual que hace mil años: son mujeres que se cubren todo el cuerpo con un velo negro, excepto una parte: un ojo.
Eso.
Un solo ojo.
Me di cuenta que estaba en el lugar del mundo más conservador que haya recordado. En el corazón del desierto del Sahara, iba a visitar una ciudad donde no podía tomar fotos a nadie y donde si llegaba la noche, podían arrestarme.
¿Y de dónde vienen todas estas reglas?
Ghardaia es lo que queda de una extraña historia. Son ibadies, pero una facción ibadí que se quedó aislada del mundo hace mil años. Recuerden que el Islam está prácticamente dividida entre suníes, chiitas e ibadies y que estos últimos se concentran casi todos en Omán.
Pero Omán está a miles de kilómetros de aquí.
En origen, hace 1200 años, una facción ibadí vino desde Basora, y poblaron el norte de África. Pero fueron derrotados por el califato Fatimi y les toco huir al desierto. Encontraron el valle del Mzab y aquí se aislaron.
La casualidad hizo que me juntara con uno de los siete extranjeros que habíamos en la ciudad. Justo en la puerta de entrada (esa, que se cierra cuando cae la noche), había un letrero que nos indicaba lo que debíamos hacer para poder cruzar la muralla y viajar a otra dimensión.
Frente a mis ojos, un cúmulo de paredes se fracturaban en retazos con el horizonte. Las siete ciudades de Ghardaia son una colección de terrazas donde, la ventilación e iluminación es casi cenital, lo cual hace que sean cientos de superficies amontonadas.
En lo que cruzaba cada una de las puertas de las ciudades, recuerdo encontrarme con un océano de vida. Gente de todas partes de la región, congregadas en la plaza, colgando ropa en las ventanas, aireando la comida que estaban preparando.
Pero me siento mentiroso.
Porque el hecho que no pidiera fotografiar a nadie, hacía que cada foto que tomara fuera, o a calles que los locales estaban cerrados o a esperar por minutos y minutos a que las personas terminaran de cruzar.
Sus empedradas calles, quien sabe de qué época, eran vestidas con toldos durante casi todo el año para soportar temperaturas que fácil llegan a cincuenta grados. Pero, aparecía alguien de frente y era tirar la cámara en medio del disparo.
Y claro, se me cruzaban las mujeres.
Una silueta de manto blanco caminando por la multitud, con un triángulo negro casi tatuado en lo que debería ser la cara.
Eso es único que podía ver. Era tentador tomar la cámara e infringir la ley.
Durante todo el día, estuve perdido entre los laberintos de una ciudad que se ha mantenido escondida por siglos, buscando la oportunidad perfecta pero imposible de tomar esa foto.
Porque no hay forma alguna de dispararla de frente.
Mientras que, la ciudad que te observa pero no te observa, empezaba a cubrirse de un manto ocre en el aire. El azul del cielo desaparecía con los segundos y sabía que no podía quedarme dentro o cerraban las murallas.
Era una tormenta de arena.
Nos refugiamos en el carro, fuera de las murallas de la ciudad. En un instante, mi anfitrión me dice que nos quedaramos quietos dentro del vehículo mientras iba a hacer una que otra vuelta.
Entonces, esperando, me da por echar un vistazo.
Detrás mío había una parada de bus.
Ahí, sentada, había una mujer.
Ese manto, que se sostiene con su mano apretada desde adentro y que carga un milenio de distancia, dibujaba la silueta de lo que era, uno de los trajes más extraños que aún existen en la faz de la Tierra.
Veo que se acerca otra.
Tomo la cámara y la apunto.
Pero no apunto hacia ella.
Le tomo una foto al espejo retrovisor.
Disparo.
Es posible que esta sea la primera vez que ven a una mujer de Ghardaia. Una silueta que se esboza en un cuerpo de cíclope.
En el último día del viaje, decidí hacer unos retratos de quienes me ayudaron a guiarme y que con su hospitalidad me tendieron una mano esos días. Los mozabites son de los pueblos más hospitalarios que he conocido y estaba sumamente agradecido.
Esa hospitalidad era transversal con la idea de estar en un lugar tan extremadamente conservador por su aislamiento con el resto del mundo. Ese pedazo fortuito de historia que ha había hecho que llegase a mis manos.
En la última cena, tan igual copiosa como todas las que me habían tenido en tantos días en Argelia, decidimos despedirnos con cada miembro.
Con el chico francés, queríamos dar las gracias a la mujer que cocinaba en la casa. Nos cocinaba todos los días y nunca la habíamos visto.
Pero al estar casada, solamente una persona la puede ver: su marido. Incluso ahí sonaban esos mil años de historia. Entonces, en un papel le hemos escrito una carta de agradecimiento por la hospitalidad prestada.
Un papel que sería enviado estirando la mano por la ventana.
Una ventana, de tan pocas ventanas que tiene una ciudad que se encierra todos los atardeceres. Un pueblo que si lo cuento de otra forma, nadie me creería que existe.
Un pueblo que cruzando el Mediterráneo, tiene un hermano gemelo. Pero esa historia es algo que después les contaré.
Todas las fotos de este hilo fueron editadas con mi celular. Así que si quieren sacarle el máximo provecho, pueden inscribirse a mi Curso de Fotografía Móvil.
Muchísimas gracias por su atención! Cualquier RT, FAV o follow, es de gran ayuda para un creador en tiempos donde no sabemos esto a donde va a parar. 🤡
Hasta la próxima.
Por cierto, fe de erratas: el velo es blanco, no negro.
Pero bueno, ya saben.
En fin, besos.
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Existe un lugar donde el horizonte hace el perfecto baile entre la historia y la naturaleza. Armado con guías de viaje y fotografías me propuse llegar hasta ahí con la ilusión de conocer algo único y la fatalidad de saber que no podré repetirlo.
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Eran las 11:30 pm de una noche lluviosa en Yangón. Después de una salida de baile y de comer en algún puesto callejero, había entrado en el edificio donde me alojaba en casa de un amigo sin percatarme que había cerrado mal la puerta.
Hasta que sentí un golpe por la mañana.
Somnoliento, miré alrededor: mi amigo seguía dormido, la puerta estaba abierta. La cerré y volví a dormir.
No fue sino hasta unas horas después que supimos que ese golpe en mi hombro fue de un ladrón que calculó mal al tratar de llevarse mi cámara.
Todos los días, cinco monjes se despiertan para tocar las campanas en una ciudad-monasterio abandonada dentro de una montaña siendo los últimos huéspedes de una antigua fortaleza medieval.
Si existió algo semejante a Minas Tirith, es esto.
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Monasterio de Vardzia, Georgia.
Al margen del Río Kura y después de muchos kilómetros que me traían ensoñación de mi tierra, había llegado a ver un acantilado horadado desde hace siglos que conserva una historia muy particular entre los dedos de aquellos que no dejan atrás.
Este no es un lugar común y corriente; tampoco podría decirse que es estéticamente atractivo o fácil de dibujar. Vardzia es un renglón de una época donde reinas, caballos, invasiones y saqueos horadaban los valles de tierras lejanas, apenas sacado de la mano de Tolkien.
Vamos a jugar a ser detectives. ¿Pueden responder cuales son las tres diferencias entre estas dos imágenes?
Mientras contestan, les voy a contar la oscura historia detrás de estas fotografías.
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8 de diciembre del 2020.
Ese día aparece en la revista Architectural Digest AD un reportaje de una remodelación de una casa en San Francisco. Entre las fotos de los espacios, aparece una del patio principal.
La imagen aparece descrita como "Southeast Asian sculptures are displayed in the courtyard (...)", refiriéndose a que en ese patio de 1916, se muestran esculturas del Sudeste Asiático, pero si miran la foto no aparece nada.
Ese pie de foto le llamó la atención a un periodista.
Imagina crecer en una ciudad dividida por un muro donde escuchas a tus vecinos jugar a metros de distancia y jamás conocerlos. Una ciudad con dos universos paralelos.
Sucede ahora mismo y no viajaremos tan lejos: es una capital europea.
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Nicosia, República de Chipre.
En lo alto de un edificio hay un mirador que aglutina turistas morbosos por ver una montaña que a lo lejos dibuja una bandera de un extraño país. A nuestros pies transcurre la vida de una de tantas ya típicas calles de un país europeo.
Su casco antiguo no es muy diferente a cualquier otro: callecitas, bicicletas y locales con terrazas de café caliente. Pero algo aquí no es normal.
Al fondo de sus calles, esas mismas banderas extrañas se asoman sobre un edificio que al ser detallado, revelan impactos de bala.
En las montañas de Georgia hay un pueblo soviético perdido en cuyos acantilados están suspendidos pedazos de su gloria. Sin embargo, visitarlo es enfrentarse a una carrera contra el tiempo.
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Chiatura, Georgia.
12:54 pm
Una descomunal estatua que conmemora la Gran Guerra Patriótica (II Guerra Mundial) da la bienvenida al pueblo. Sus proporciones no parecen encajar con lo que este pueblo y su tamaño, como si fuera un error o un presupuesto desfasado.
Pero no, encaja.
Terminé en Chiatura porque había leído de parte y parte que esta ciudad está enclavada en la época soviética. Que sus edificios guardan mosaicos de Stalin y Lenin, que sus cables mineros aun están suspendidos y oxidados como un museo a cielo abierto.
Existe un lugar abandonado que se cae a pedazos en el mar. Aunque fue evacuado en un par de horas, lleva cincuenta años esperando a que sus habitantes regresen antes que estos mueran de vejez.
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Chipre, 1974.
En un famoso litoral mediterráneo -como vendría siendo Málaga el día de hoy- se desarrollaba un día común y corriente. Las grúas de construcción dominaban el cielo, los hoteles y restaurantes rebosaban de turistas y estrellas de cine.
El paraíso.
¿Su nombre?
Varosha.
En este distrito de la ciudad de Famagusta, la vida parecía no detenerse hasta que el 15 de agosto de 1974 sus habitantes no pudieron dormir en sus camas al final del día. Era tanta mi curiosidad que la visité para este hilo de #MinisterioDeExploraciónUrbana.