El 10 de enero de 2016 es una fecha que los amantes de la música recordaremos por ser el día que nos dejó uno de los mayores genios de las últimas décadas.
Pero no quiso hacerlo sin regalarnos su última gran obra.
Hay un libro que marcó mi adolescencia: El vagabundo de las estrellas, de Jack London.
Aunque comenzaba como una crónica de las infames condiciones carcelarias del siglo XIX, esta historia de viajes astrales y reencarnaciones se volvía mucho más grande, espiritual y profunda.
A lo largo de sus páginas, el protagonista se evadía de las torturas que sufría viajando en espíritu a los recuerdos de sus vidas anteriores.
Cada una de estas vidas era un relato en sí mismo. Cada una era totalmente diferente.
Pero en todas seguía, de alguna forma, siendo él.
Sería por la misma época que escuché por primera vez a David Bowie, aunque no consigo recordar cuando, ni qué canción. Simplemente estaba ahí.
Años después, a mitad de los 90, oí 'I'm afraid of americans' y me dije:
"¿Este tipo es el mismo de 'Rebel rebel'? ¿Cómo es posible?"
Al revés que con otros, no había escuchado a Bowie de golpe, como quien ve una serie en un atracón.
Había ido calando poco a poco en mí y sin ser consciente, había ido formando parte de mi propia banda sonora.
Entonces empecé a investigar y descubrí que había muchos Bowies.
A lo largo de las décadas el artista tocó todos los palos posibles: desde el folk al glam, de la psicodelia al funk -de la mano de Mick Ronson- o los sonidos industriales -junto con Trent Reznor-.
Lo hizo todo.
Y por supuesto, la increíble trilogía de Berlín con Brian Eno.
Y cuanto más oía más me maravillaba esa capacidad camaleónica, esa búsqueda incesante de nuevas formas de arte.
Era como Picasso, pero en la música.
A lo mejor por eso produjo este tema para Jonathan Richman que versionaría él mismo años después.
Otra constante en la vida de Bowie fue el espacio. Fue algo que a mí, amante de la ciencia ficción, me hizo sentir cercano a él.
Historias de viajes espaciales, de seres venidos de más allá de la oscura inmensidad del vacío.
Hombres de las estrellas.
Desde el descorazonador destino de Newton, el corporativista alienígena de "The man who fell the earth", al personaje quizás más emblemático de todos los que construyó: Ziggy Stardust y su epopeya psicodélica terrestre.
O el Major Tom de Space Oditty.
En todos estos alter-ego, ya fueran seres de otro mundo o aquel malogrado astronauta latía un deseo de exploración, de encuentro y de aventura que hallaba su paralelismo en su carrera y su arte.
Como el protagonista de la novela de London, su vida estaba hecha de muchas vidas.
En 2003 Bowie sacó 'Reality', una buena colección de canciones con las que inició una gira prometedora.
Pero su salud le estaba fallando y en 2004, tras un concierto en Alemania sufriría un infarto. No sería el primero.
Y excepto alguna colaboración, no volvió a los escenarios.
Pese a nuevas apariciones en cine, como el papel de Tesla en The Prestige, los rumores sobre su estado se sucedían.
Hasta que en 2013 sorprendió con 'The Next day', con temas como 'Valentine's day', un duro alegato contra las armas de fuego en EEUU.
Un disco que recordaba en cierta manera a ciertos hitos de su carrera, desde el single 'Where are we now?" -con alusiones a los años en Berlín- a la portada, que aludía al 'Heroes'.
O de nuevo, las estrellas y el espacio: 'The stars are out tonight' o 'Dancing out in Space'.
Pero la euforia de este retorno triunfal quedó apagada por la noticia que el artista recibió al año siguiente.
Mientras trabajaba en la comedia musical 'Lázarus', de donde saldría mucho material para Blackstar, David Bowie recibe un diagnóstico demoledor.
Cáncer de hígado.
Hay varias formas de afrontar la muerte. Muchos artistas, ante la proximidad del final, toman una decisión difícil en ese momento: dejar un legado.
Un legado que, por fuerza, está impregnado de la oscuridad y de la certeza de saber que tus días en la tierra se terminan.
Impresionado tras un concierto de la María Schneider Orchestra, que les llevó a grabar juntos 'Sue (or in a season of crime)', Bowie aborda en secreto con varios músicos de jazz y el habitual Tony Visconti las primeros demos del que sería su último álbum.
Un disco que tendría mucho de ese jazz que aportaron músicos como Donny McCaslin, Marc Guiliana o Tim Lefebvre, estilo que Bowie, desde sus inicios al saxo, conocía bien.
Pero también mucho de producciones modernas como el que era entonces el último disco de Kendrick Lamar.
Porque Bowie decide no despedirse con un refrito de duetos, un grandes éxitos o un disco que sonara lo de siempre.
Nunca le importó lo que pudieran decir de sus cambios de estilo; menos iba a hacerlo ahora.
Y demostró, hasta el final, su espíritu rompedor.
Blackstar es un disco oscuro, denso, lleno de atmósferas opresivas y sobre el que sobrevuela la certeza de un final inminente.
Pero también es un disco con luz, esa que solo nace colándose entre los resquicios del miedo.
Es antiguo y es moderno. Es frenético y es letárgico.
Las ocho canciones del disco son joyas donde destacan la que le da nombre al álbum y 'Lazarus'.
Blackstar es como un poema en tres actos que evoca toda su carrera, desde el inicio fantasmagórico a la luminosa parte central y el final donde todo se funde.
El vídeo que acompaña a la canción es una fantasía donde Bowie se desdobla en el hombre con los botones en los ojos y el predicador.
Pero también está presente, en una escena siniestra, la calavera enjoyada de un astronauta. ¿El destino final del Mayor Tom?
Lazarus es su despedida. El protagonista vuelve a ser la figura de los ojos vendados, en una referencia que recuerda a las monedas que se ponían sobre los ojos de los muertos en la tradición latina.
En el momento del adiós, Bowie habla de renacimiento.
El disco salió a la luz el mismo día de su cumpleaños, el 8 de enero, y desde los primeros compases que oí supe que estaba ante una nueva muestra de talento y genio.
Además de las canciones y vídeos, el arte del disco era elegante, artístico, detallista.
Algo habitual en él.
Apenas estaba digiriendo esas canciones cuando dos días después llegó el golpe.
Desperté con un mensaje de la que hoy es mi compañera y madre de mi hija.
"Bowie ha muerto".
El resto de aquel día estuve en shock. Habíamos tenido la increíble suerte de ser contemporáneos de uno de los mayores genios de la música y ahora le habíamos perdido.
No podía creerlo.
No me avergüenza decir que estaba triste.
Y entonces pasó algo maravilloso.
Empezaron a llegarme videos. Videos de la gente acudiendo frente a su casa en Brighton. A presentarle sus respetos. A llorarle.
Pero también a celebrar su vida. A cantar sus canciones.
A las pocas horas lo comprendí.
Lo que había quedado en la tierra solo era el cuerpo inerte de David Robert Jones. Una carcasa vacía, como la que todos dejaremos algún día atrás.
Su espíritu -si crees en eso-, había emprendido el último y más fascinante viaje.
El vagabundo había partido hacia las estrellas.
Pero nos había dejado un increible legado, hecho de música, arte y talento. Era un regalo que nos había llegado de más allá de la fría inmensidad del espacio.
Y a traves de sus canciones, David Bowie sería eterno.
Porque eso es la inmortalidad.
Espero que os haya gustado mi humilde homenaje a uno de los artistas más importantes de mi vida. Tanto, que cuando mi hija era solo un sueño dentro del cuerpo de su madre, le cantábamos Starman.
Si así ha sido, podéis darle al corazón y compartirlo.
Pero no vamos a empezar en el 87. Para contar esta historia vamos a tener que viajar en el tiempo.
Porque esta historia comenzó hace más de un siglo y en tierras españolas. En Valencia, concretamente.
Y en las manos de un español llamado Salvador Ibañez.
Salvador Ibáñez fue un luthier valenciano muy reconocido por la fabricación de guitarras flamencas.
Empezó con un pequeño taller, pero a inicios del siglo XX "Salvador Ibáñez e hijos" ya hacía miles de instrumentos anuales que se vendían por todo el mundo.
Bueno, como muchos habreis adivinado -no era difícil, teniendo en cuenta el día que es hoy, igual tenía que haberme esperado a otro día a ver que pasaba- esta confesión de hoy no era cierta.
Tranquilos, los hilos los escribo yo, no lo hace ninguna IA. 😂😂
Toda esta historia fue idea de mi amigo @internezz (EL OTRO CONTRATADO POR ACTIROMIA 😂😂) que me dijo hace unos días "¿vas a hacer algo por el día de los inocentes?", y yo le dije que quería pero no sabía qué.
Cuando me planteó el tema se me encendieron los ojillos. 👇🧵
No sólo por la broma en sí, sino por dos cosas más. Primero porque es un tema muy interesante.
Soy un gran lector de ci-fi y creo que estamos viviendo una época de cambios. En cualquier momento una de estas va a pasar el Turing y Skynet va a tomar conciencia de sí mismo... 🧵👇
Este último año y medio ha sido fascinante. Pero a la vez que crecía la repercusión de esta cuenta, a la vez que cada vez éramos más, crecía más en mi interior un sentimiento que no le deseo a nadie.
Culpabilidad.
Ya lo entenderéis.
Empecemos diciendo las cosas claras.
El hecho es que este hilo del pasado sábado, el del villancico de John Lennon, ha terminado siendo el último hilo de #LaHistorietaMusical.
¿Un afamado productor pop y uno de los mejores baterías del rock haciendo juntos las versiones que les da la gana con multitud de invitados?
¿Jack Black cantando por Rush?
¿Que fantasía es esta?
Son... las Hanukkah Sessions.
La cosa empezó en 2020, cuando el confinamiento.
Dave Grohl se aburría y cuando se aburre pasan cosas. Y hablando con su amigo Greg Kurstin, decidieron ponerse a hacer versiones online de artistas judíos para celebrar el Hannukah.
Otros hacíamos pan.
¿Que quién es Greg Kurstin? Pues uno de los productores más afamados de EEUU, que está detrás de las carreras de Adele o Sia.
Que empezó siendo músico de estudio para RHCP o Beck.
Y que con un par de teclados te hace lo que sea. Pero lo que sea.