Hay que reivindicar el batín masculino.
Llamadme loca, pero hoy estoy guerrera y quiero reivindicar el batín masculino y, si es menester, ponerle un monumento y dedicarle un día internacional. A mí, un hombre con batín me parece súper sepsi.
Si se me aparece un hombre con batín ya os digo yo que me va a importar un comino la musculatura o la blandenguez de su cuerpo, si luce lozana melena leonina, si la plata le corona la testa o si le brilla cual esfera pelada.
No me fijaré en su edad, ni en qué profesión lo absorbe, ni si habla cual curvo manierista o si la zafia rusticidad brota de su boca. Yo veré al hombre con batín.
Soy así, ya no me vais a cambiar a estas alturas de la vida.
Y en bata retrató Sargent al doctor Samuel-Jean Pozzi, reputado cirujano y eminente ginecólogo francés que ayudó a muchas mujeres a preservar su salud reproductiva a finales del XIX. Un señor apuesto, culto, refinado, coleccionista de arte, seductor…
Un caballero de ciencias que que tuvo amistad con intelectuales y artistas, alguna feminista y algún que otro político también. Lo llamaron ‘Doctor amor’, al parecer, el muchacho era un poco mujeriego (tuvo romance con la mismísima Sarah Bernhardt, también su paciente).
Pero a pesar de su fama de mujeriego, pasó los últimos 30 años de su vida junto a Emma Fischof exclusivamente. Tras el teatral batín de rica tela siempre reside una sencilla verdad.
El retrato, a tamaño natural, no es habitual para un médico, en pose aristocrática y hasta eclesiástica diría. Con bata carmesí, bajo la que asoman una camisa blanca byroniana y una zapatilla bordada de estilo oriental. Sus claros ojos miran a un lado pero nos hipnotizan igual.
Más chulo que un noble inglés o un cardenal. Los dedos elegantes, sensuales, sugieren tanto su destreza quirúrgica como la amatoria. Una mano la lleva al corazón, la otra tira del cordón de su bata. Amor y sensualidad.
Como quitar el envoltorio a un bombón. Como rasgar el papel que envuelve un regalo. Como abrir el alma de un hombre.
Mmm, sí, definitivamente hay que reivindicar el batín masculino.
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No elegimos amar, pues el amor nos acontece. Como una potencia impensable de gran intensidad. Nadie decide de quién, cómo y cuándo enamorarse. Ocurre y ya. Como una descarga eléctrica, nos cae inesperadamente, nos agarra con su flujo, magnetizando cuerpos, tiempos, lugares.
El amor es la corriente que circula de uno a otro amante, recíprocamente.
Aunque no ha dejado fósiles o vestigios, el amor es un proceso de miles de años. Es eje vertebral de nuestras sociedades, ya que afecta a todas las áreas vitales. Lo dijo Dante, motor que mueve el universo.
Como un árbol de la vida. Con su métrica enigmática nos marca otros ritmos. Es un proceso neurológico pero también espiritual. Un fenómeno cultural. Antídoto contra la muerte. Invento de poetas. La conmoción de querer vivir en la mente de otra persona.
Apócrifo no significa faltar a la verdad. El término proviene del griego APOKRYPHOS, que significa “oculto, secreto”, que no puede ser pronunciado por sagrado. Del centenar de evangelios que se conocen, la Iglesia católica solo aceptó cuatro y al resto los consideró apócrifos.
Pero la Iglesia bizantina los incorporó en su liturgia e iconografía (los ICONOS). Estos evangelios contenían más detalles e información sobre el nacimiento y la infancia de María, la Natividad de Jesús y episodios de su vida de este que no figuran en los 4 evangelios canónicos.
Muchos circularon de manera oral, a través de gnósticos y cátaros; también las mujeres llamadas beguinas influirían en su pervivencia. El Evangelio del Pseudo Mateo, el Protoevangelio de Santiago o el Evangelio árabe de la infancia de Jesús son los más tratados en la iconografía.
“Hola, me gustas mucho, ¿te importa que te rapte?”
Ainsss… Ya podrían los dioses griegos montárselo de otra manera. Mucho poder, mucho rayo, pero lo cierto es que, para ligar, eran unos auténticos zoquetes. No estaban para las delicadas artes de la seducción y la conquista.
Claro que eran dioses, seres con agendas muy ocupadas, hacían cosas importantes como tocarse los sacros cataplines en el Olimpo, jugaban con la ventaja del patriarcado y… ¡qué leches! ¡Eran dioses! Como para esforzarse por nosotras estaban.
Dicho así parece todo de una frivolidad tremenda, más viniendo de una anarcobrujifeminista como yo, pero ya llego a un punto al que o le metemos al asunto un poco de cinismo y humor con mala uva, o mejor nos arrojamos por los balcones.
En la locura de una mujer hay mucha verdad. Pero una verdad agónica, delirante, caótica. Nada que ver con la locura varonil.
Me explico. La locura se inscribe en el espacio de la alteridad. Y es sin duda Ofelia la gran otra: la doncella virginal, la loca, la suicida, la mujer.
Hablo, por supuesto, de la Ofelia shakespeariana, la del texto original; no del constructo creado por la idolatría de artistas y poetas posteriores, cuya complejidad simbólica convirtieron en icono impostado del amor y la muerte.
Yo no quiero a la Ofelia suicida.
Yo quiero a la Ofelia toda loca, deslenguada, brutalmente honesta, incoherentemente lírica. Delirio derramado ante las melifluas hipocresías de la corte. La saboteadora.
Se detendrán tus ojos en el extraño pecho. Esférico, perfecto. En la blanca piel, tan de nácar y alabastro. En los ángeles, con sus inquietantes formas bruñidas y miradas rutilantes. En su tricolor paleta, de armonía alicatada.
Es extraña, aunque algo tiene que atrapa tu mirada.
Que la Virgen muestre un seno no es inusual, siendo una Madonna Lactans. Pero ni amamanta al Niño, ni su aspecto es quizá el esperable. Esbelta, sensual, elegante, con labios carmín, cejas y sienes afeitadas, a la moda borgoñona del siglo XV. Más parece una distinguida cortesana.
Y lo es. Una mujer de verdad: Agnes Sorel, amante del rey Carlos VII, mecenas de Jean Fouquet, el artífice de esta mitad del Díptico de Melun (c. 1452), encargado por Étienne Chevalier, el que aparece en el otro panel, junto a San Esteban.
Los enamorados adoramos las reliquias. Sí, sí, han leído bien: reliquias. Objetos que, por un irracional motivo, guardamos y veneramos como recuerdo tangible de ese amor. No me lo neguéis porque cualquiera ha incurrido en este súmmum de la cursilería amatoria.
No peco de blasfemia, sino de filología. Además, la RAE, la que me lleva a veces por la calle de la amargura, la define claramente en su última acepción como “objeto o prenda con valor sentimental por haber pertenecido a una persona querida”.
A las reliquias (religiosas o no) les atribuimos poderes mágicos y habitualmente las asociamos a los mártires. Bien, pues yo no conozco mayor martirio que el que sufren los enamorados -sobre todo, los separados- ni magia con mayor fuerza que el amor.
Esto es así.