“Voy al supermercado y vuelvo. Me llevo al gordo”. Era algo simple, cotidiano. Ir al supermercado. Llegamos, era cerca. Llegamos y llenamos la canastita de lo básico y fuimos a la caja. Tony miró con curiosidad todo lo que habíamos elegido.
Después me miró a mí con la misma curiosidad. El entrecejo fruncido como el de mi papá, como preocupado y decepcionado, como si hubiese chupado un limón. “¿No vas a llevar whisky, papi?”. Esa debería haber sido mi señal de alarma, la señal de que tenía que ponerme un freno.
Hola, soy Uriel y soy alcohólico. A esas palabras le sigue el silencio porque no hay nadie, como en las películas, que a uno le dé la bienvenida. Soy Uriel y soy alcohólico. Alcohólico, no borracho.
Creo que hay una distinción entre los dos puntos aunque muchos los usen como sinónimos. Soy Uriel y escribo en retrospectiva porque no puedo dejar de mirar sobre el hombro.
Jugar a la Máquina del Tiempo no tiene sentido, pero, lector, lectora; sea indulgente, déjeme jugar.
¿Qué hubiese pasado si el alcohol no hubiese sido una parte tan importante en mi vida? Me siento Ted Mosby llorando sin lágrimas por Robin. Tal vez hoy estaría casado, feliz y viviendo con mi hijo y su madre. Tal vez no.
En otra posible realidad, tal vez estuviera casado con mi segundo gran amor. Tal vez no. Escribo en retrospectiva porque sé que tomar tuvo que ver con los desenlaces, sean cuales hayan sido, pero sobre todo los que perdí.
Ya no hay grandes amores y, si los hubo potenciales, me encargué de ahogarlos de un trago a la vez como para no darme cuenta de que los tuve frente a los ojos. Una realidad ahogada es una realidad que no existe. Una dimensión sin dimensión. Las cosas, las cosas que perdimos.
Hay una realidad en la que no arruiné una cita con alguien que me supo gustar. Hay una realidad en la que no llegué ebrio a casa y confundí el arroz con la yerba mate, en la que no la “cociné”,
la serví en un plato con queso y salsa y me zampé dos cucharadas hasta que mi paladar y luego mi cuerpo decidieron que el arroz no debería ser así de amargo y terminé vomitando todo y con tres días sin poder tomar un mate porque el olor de la yerba me provocaba arcadas.
Hay muchas otras historias que me hubiese gustado que no sucedieran y que nadie conoce. Historias que prefiero guardarme porque me dan vergüenza. Sí, tengo vergüenza después de todo.
Tengo que admitirlo. Hablar de esto en voz alta es admitir que tengo un problema y los problemas me son embarazosos. Es la vergüenza que nos impide hablarle a la chica que nos gusta. La máquina del tiempo. “Qué pasaría si… etcétera”. Las cosas que perdí.
Las cosas que perdimos en el etanol.
Hola, soy Uriel y soy un negador. Otra de las señales de alarma, y no hubo solo dos, sino miles que decidí ignorar o mentir diciendo que controlaba lo que hacía; vino de uno de mis tatuadores.
Estábamos en el medio de la sesión cuando pedí en el bar de al lado el segundo vermú. Eran las 12 del mediodía y ya me había tomado media botella de vino en mi casa. Claro, nunca tuve problema en admitir que tomaba porque lo que tomaba,
me lo tomaba con gracia, aunque debería haberlo tomado con soda. “¿Cómo hacés para vivir siempre al límite?”. Me acuerdo de que lo miré y me reí. Me reí con los labios, no con los dientes. Los dientes servían solo para ser apretados y aguantar el dolor de las agujas.
Con el tiempo me di cuenta de que lo que dolía no eran las agujas sino la pregunta. Me reí, pero no me estaba burlando, solo pensaba que los límites estaban más allá, pero bueno, era la imagen de otro que me estaba observando.
Shinji Ikari dijo, “te saluda el yo que hay en tu mente”. No hay derecho a réplica. Si alguien lo ve a un como un temerario, uno es un temerario hasta que haya otra mente con otra imagen, con otra realidad, con otro lo que sea.
Pero mi tatuador dijo “vivir al límite” cuando vivir al límite significaba “tomar como un hijo de una gran putas”. Al tiempo hablé con mi mamá y me dijo que en las fotos siempre tenía una copa en la mano. Tenía razón. Y de ahí la retrospectiva.
Maquillé el alcohol con otros nombres. Las copas por cafecitos. Mi décimo trago de la noche con “diversión”. La realidad es que no me divertía, pero quería olvidar que no me estaba divirtiendo. Un ibuprofeno 600, un vaso de agua y repetir. Repetir de lunes a lunes.
Creo que la soledad es siempre una buena excusa y las excusas se acaban cuando estás con gente que vale la pena. Cuando estoy con mi hijo no tengo ganas de tomar. Cuando estoy con mis amigos no tengo ganas de pasar un límite porque el universo se vuelve estable.
El problema es cuando estoy solo. Solo y rodeado de gente en soledad. El mejor trago es el que sigue. El que viene. Y así uno vuelve a la rueda. A la mañana y al ácido clorhídrico sobre las fosas nasales después de haber largado todo lo que tenía en el estómago.
Hola, soy Uriel y soy un adicto.
Mi psicólogo me preguntó varias veces qué creía que me llevaba a buscar una experiencia distinta o un estado alterado de consciencia. Nunca supe responder sin una excusa. A ver, vamos por parte:
Desde mi última separación tomé más whisky que el que tomé en toda mi vida. Más vermú que el que pueda recordar, más cerveza de la que me gusta admitir.
Conocí más bares que en los últimos 10 años de mi vida y siempre de la mano de desconocidos a los que poco les importaba si yo vivía o moría. Si me tengo que poner exigente con las expresiones, la realidad es que a mí tampoco me importaba tanto. Bares ingleses, bares irlandeses.
Bares con metegol, con dardos y con mesa de pool. Bares. La gente era siempre la misma porque no existen las personas diferentes cuando uno no es consciente; lo que bebía siempre era lo mismo, pero el contexto debía cambiar.
Me recuerdo saliendo de alguno de esos sucuchos ilimitados, en los que nadie dice “hasta acá”. Me recuerdo saliendo, pero nunca llegando. Me recuerdo en calles desconocidas tirado entre la basura de los tachos de residuos volcados.
Me recuerdo comiendo del piso de la cocina cuando se me cayó lo que había cocinado sin cocinar, lo que había hecho a fuego rápido porque tenía hambre. No era el qué, era comer y nada más que comer. Me recuerdo en un hotel de Madrid con una desconocida y vómito en el suelo.
Me recuerdo solo en mi habitación, sentado sobre las baldosas heladas, abriendo los ojos como rendijas demasiado sensibles a la luz y ver más vómito en el suelo. Casi que podía distinguir lo que había comido el día anterior.
Me recuerdo y me gustaría poder olvidar. Hubo noches en las que no supe cómo volví a casa. Hubo noches con testigos que me dijeron que podría haber muerto. Otros testigos me dijeron que podría haber matado. Me asusté, sí, pero no dejé de tomar. Me han echado de bares.
Me he encontrado con cosas que no eran mías en las mañanas siguientes. He probado cosas que me había jurado no probar y siempre el alcohol fue entrada principal a los baldíos de la consciencia. Yo era el primero en decir que no.
También fui el primero en decir que sí y terminar en un baño con el suelo meado de un pub de Manchester metiéndome cocaína en el agujero de la nariz donde no tenía el piercing.
Metiéndome esa cosa amarga como el talco para pies y levantando la cabeza para encontrarme conmigo mismo devolviéndome la mirada, como diciéndome, “estúpido, ¿qué haces?”. El universo está configurado para que no hagamos las cosas que hacemos.
Pero nosotros, a diferencia del universo, estamos configurados para hacerlas igual, incluso cuando los dados están en nuestra contra. Me resulta curioso que lo primero que uno ve cuando se mete algo por la nariz es a sí mismo limpiándose la nariz.
Fue la única vez, sí, pero no quita que me arrepienta hasta lo más hondo de mí. A ver, yo era el que levantaba la mano y decía que no. Querer arreglar las cosas con las palabras jamás sirve. Decir no, no funciona, si uno termina perdiéndose.
Cerrar la boca y llorar más es una buena técnica. Otra vez que dije que sí, me zampé una pastilla de éxtasis en la soledad de mi habitación a las dos de la mañana porque estaba borracho y semidesnudo y aburrido y había encontrado música nueva en Spotify.
Cualquier excusa era buena, digo música nueva en Spotify. Me acuerdo de los chispazos en los ojos. Me acuerdo de la noche plena, oscura como los pensamientos de antes de las 4am, antes del vacío legal del universo.
La noche plena, oscura y los lentes de sol y mi cara frente al espejo diciendo, “nunca más esta mierda”. Pero hay un algo que queda. Hay una otra cosa que nos gusta, una cookie que se graba en el cerebro y nos dice que existe un atractivo en el medio de la película.
Sobrio puedo decir que no le encuentro gracia, pero evidentemente hubo un gusto detrás del estar bailando transpirado sobre una mesa de billar, sin remera y con un frío glacial del otro lado de la puerta. Y esa puerta siempre fue la puerta de entrada a cosas peores.
Hola, soy Uriel y me doy asco.
Vamos a la mañana del día del plato de yerba… Vamos a cuando sentí gusto a incendio forestal en la glotis y abrí los ojos. El ambiente olía a cenicero. No a cigarrillos, a cenicero, al momento luego del entierro de los soldados.
Es curioso como los arrepentimientos tienen que ver con el fuego y lo quemado. Agradezco no haber prendido fuego nada. Abrí los ojos y se me vino a la cabeza un yo pelado. Un yo pelado que no fumaba ni tomaba alcohol.
Se me vino a la cabeza el cumpleaños de mi mejor amigo y un yo diciendo “no, me tomo una Paso de los Toros”. ¿Por qué no puedo ser ese yo, pero con pelo? Sabía que algo había ido mal. Sabía que el límite que había dicho mi tatuador se había corrido un pueblo más allá.
Qué no quede un pueblo sin recorrer. Una remera que diga. Lo peor después de la última borrachera es entender que la mañana es la del miércoles y que la escena que sigue a abrir los ojos es el apocalipsis del buen gusto, del orden y de la ley.
Instintivamente me toqué la cabeza para comprobar que todavía no tenía pelo y que no había viajado al pasado. Sí, tenía pelo, esto no es un relato de ciencia ficción, aunque a veces me fumo cigarrillos enteros pensando qué pasaría si… Tenía pelo y olía. No yo, la habitación.
Probablemente yo también olía, pero no podía discernir entre fondo y contenido. Una mirada inquisidora al cuarto y sí, tenía sentido. Lo había hecho de nuevo. Estaba vestido con remera, camisa y campera.
Los jeans del día anterior aún puestos y con las rodillas suavemente raspadas. La cama estaba hasta las almohadas de cosas. Ropa, más ropa. Cargadores de celular, la computadora, auriculares, libros, el joystick. Una botella de vino vacía.
Todo ocupando el lugar de una segunda persona que no existe. Yo acostado conmigo mismo, bebiéndome a mí mismo, regodeándome en mi propio sentido de la individualidad. Basta de mentiras. “Las cosas como son”, me dije. Vi el plato de yerba sobre la mesa del televisor. El olor.
Pude ver el olor. No quise mirar el celular. Ya saben cómo es, uno se pasa de copas y le escribe a quien no debe escribir. No miré el celular por un rato. No quería descubrir nada más. Todo ya era demasiado. Lo había hecho una vez más.
¿Cuántas veces había dicho eso el último mes? Era miércoles y faltaba media hora para empezar a trabajar. “Las cosas como son”, me volví a decir. Como una sevillana automática se me vino a la cabeza el gato de Audrey Hepburn en Desayuno en Tiffany. Las cosas como son:
un gato que se llama gato. Una verdad. El nombre del fuego. ¿Qué se necesita para que algo sea verdad? El fuego sin que se llamase fuego, ¿sería realmente fuego? ¿Seguiría siendo yo sin tomar lo que tomaba cada día? Me dije que sí. Llamé a mamá. Llamé a papá.
Les conté que tenía un problema. Ellos ya sabían que tenía un problema. Le escribí a mi mejor amigo. Le escribí a una vieja y a una nueva nueva amiga. Todos ellos sabían que tenía un problema. Ellos ya sabían el nombre del fuego y el nombre de muchas otras cosas.
Ellos podían decir que no a la copa que seguía. Para mí siempre fue mejor la que estaba por venir. Gracias a ellos. Gracias. Salí de casa con un cigarro en la boca y sonreí porque había sol. Sonreí porque había sol y dije “basta”. Me vino una frase a la cabeza:
“el mundo siempre querrá otra copa”. Se me vino otra que había escrito hace mucho: “no importa que toques, el mundo bailará”. Son lo mismo, pero no son lo mismo. Son lo mismo, pero me quedé con la segunda. Esa fue mi señal.
Hola. Soy Uriel.
Fin.
GRACIAS A TODOS por leerme una vez más, después de mucho tiempo sin publicar. Este es un pedacito más de mí que, espero, sepan cuidar.
Gracias por sus comentarios, likes y RTs.
❤️
Ayer compré este bebé. Se llama #Marshall Willem. Les cuento qué onda por si alguno anda necesitando un parlantito power y quiere saber de qué la va.
En tamaño es perfecto. Ultra portátil y viene con una mini correíta.
Cuando fui a la tienda, le aclaré al vendedor exactamente para qué lo quería porque soy un rompepelotas con que el sonido que me acompañe sea lo mejor posible. Le dije que escuchaba metal y en qué espacio lo hago (mi mini-oficina en casa).
Pagué 120 euros y vale cada centavo. Como con cada dispositivo para escuchar música que compro, lo probé con Let it happen de Tame Impala, que es mi raising bar al momento de evaluar el sonido. Impecable. Es un Kohinoor. Chiquito, poderoso, con unos graves divinos.
Papá ponía cara de póker, pero no sabía jugar al póker. Papá jugaba al Truco, y creo que va más con lo que le hacía al Tucumano, al Tucu. O mejor dicho, lo que el Tucu le hizo a él.
El Tucu era tucumano. El Tucu era zapatero, pero papá decía que era remendón.
El Tucu era borracho. Era borracho y viejo. Era chusma y crédulo. El Tucu decía “birria” en lugar de birra y “lumbrices” en lugar de lombrices. Y papá hablaba y hablaba y decía que para un mago no hay nada mejor que un público borracho.
Papá era un mago, pero papá era un mago porque yo no llegaba a los diez años. Bien, el Tucu. Después de todo, esto se trata de él. Bien. El Tucu no tenía nombre porque todos le decían el Tucu. El Tucu está muerto, pero cuando papá era un mago, él todavía vivía.
La tía Lucha, venía de Tucumán a Baires cada dos o tres meses. Cuando pasó lo de Spider-Man empezó a venir más seguido hasta que dejó de venir. La tía Lucha hoy está muerta, pero todos nos seguimos acordando de ella por el hombre araña.
La cosa es que venía porque decía que se aburría allá en el norte, pero, cuando llegaba, se quejaba de que todos se la pasaban trabajando en Buenos Aires.
La tía Lucha no era mi tía, sino la tía de mi mamá, pero ya saben cómo son las tías de las tías de las tías.
Siempre se llaman tías. Cuando venía traía alfeñiques, dulce de cayote, tabletas de miel de caña y palabras tucumanas. "Te vuace´ aca" o “te vuace’ shecagá”, decía cuando se enojaba.
En su honor, siempre organizábamos algún asado o comilona con toda la familia presente.
Una cuenta de Twitter que ya no existe, hizo una compilación de paletas de colores de escenas clásicas del cine moderno y son una belleza. Les dejo un hilo ❤️🎞
#1 Mad Max: Fury Road (2015) Dir. George Miller
#2 Spirited Away (2001) Dir. Hayao Miyazaki
#3 Harry Potter And The Deathly Hallows: Part 2 (2011) Dir. David Yates
Papá ponía cara de póker, pero no sabía jugar al póker. Papá jugaba al Truco, y creo que va más con lo que le hacía al Tucumano, al Tucu. O, mejor dicho, lo que el Tucu le hizo a él.
El Tucu era tucumano. El Tucu era zapatero, pero papá decía que era remendón.
El Tucu era borracho. Era borracho y viejo. Era chusma y crédulo. El Tucu decía “birria” en lugar de birra y “lumbrices” en lugar de lombrices. Y papá hablaba y hablaba y decía que para un mago no hay nada mejor que un público borracho.
Papá era un mago, pero papá era un mago porque yo no llegaba a los diez años. Bien, el Tucu. Después de todo, esto se trata de él. Bien. El Tucu no tenía nombre porque todos le decían el Tucu. El Tucu está muerto, pero cuando papá era un mago, él todavía vivía.
Me obligué a recopilar todas las publicidades, packagings y anuncios que voy subiendo para no ir repitiendo y que las puedan ver todas en el mismo lugar. Va un hilo infinito 👇