Según la psicología, la resiliencia es "la capacidad de afrontar las adversidades, superarlas y ser transformado positivamente por ellas."
Dicho así, suena fácil.
Pero no lo es.
Es lo más difícil del mundo.
Para afrontar una adversidad hace falta valor, constancia y también algo de suerte.
Si esa adversidad es una limitación, la tarea es mucho más compleja.
Tienes que saber lo que puedes y lo que no puedes hacer. Potenciar lo primero y encontrar una alternativa para lo segundo.
Si alguien sabe de resiliencia es el pueblo gitano.
Un pueblo nómada perseguido a lo largo de la historia y que aún hoy día sufre el peso de los prejuicios.
Y que ha sabido expresar ese espíritu errante y su dura historia a través de la más curativa de las artes.
La música.
El camino que fueron recorriendo sus caravanas nos ha ido dejando a su paso un rico patrimonio musical que se ha ido fusionando con los sonidos de cada país.
Desde la musica balcánica de Goran Bregovic al flamenco en España.
O Francia, que es a donde nos lleva nuestra historia.
Aunque Jean Reinhardt nació en Bélgica en 1910, desde muy niño los carromatos de su tribu, los sinti, recorrían los caminos franceses buscándose la vida.
Una vida dura y difícil que les llevó a aposentarse a las afueras de París.
Allí, con doce años, le regalaron un banjo.
Quizás ya con el apodo que le haría famoso, Jean demostró un talento innato.
Sin saber leer ni escribir -mucho menos notación musical- aprendía por imitación lo que veía en otros músicos.
Con 13 años ya tocaba con un reconocido acordeonista, Vetese Guerino, en un club de París.
Parecía que su vida estaba destinada a ser la de uno de tantos músicos que, sin llegar a la fama, sobreviven haciendo, al menos, lo que más le gusta.
Tampoco está tan mal.
Sólo que el destino tenía otros planes para Django.
Y el destino tenía forma de flor hecha de celuloide.
Este tipo de adorno fue muy común a principios del siglo XX. La mujer de Django los elaboraba para ganar un pequeño sobresueldo para la familia.
El problema es que el celuloide es un material muy inflamable.
Si habéis visto Cinema Paradiso sabréis de lo que hablo.
El 28 de octubre de 1928 la caravana de la familia estaba llena de esas flores.
Tras volver de tocar, Django escuchó un ruido y creyó que era un ratón. Con la ayuda de una vela intentó encontrarlo.
Unas gotas de cera sobre las flores bastaron para provocar un terrible incendio.
El músico y su mujer salvaron la vida pero él, que se había envuelto en una manta que se prendió, sufrió serias quemaduras.
Estuvo a punto de perder la pierna derecha. Su mano izquierda quedó destrozada, con el meñique y el anular atrofiados.
Inservibles para un músico.
O no.
Django necesitó 18 largos meses de recuperación de sus quemaduras, dónde se apoyó en aquello que más le llenaba.
La música.
Discos de jazz, swing y bebop que primero le llevaba su hermano al hospital y que buscó después en mercadillos.
Discos de Louis Armstrong, entre otros.
Dice la psicología que la resiliencia es la capacidad de superarnos a nosotros mismos.
Escuchando esa música que venía del otro lado del océano, Django superó la limitación que la adversidad le había colocado en su camino.
Si ya no podía tocar como sabía... aprendería de nuevo.
Si no podía digitar arrastraría esos dedos contraídos por el mástil. Usaría el pulgar para buscar nuevas armonías. Inventaría su propia forma de hacer música.
Su vida era solo comer, dormir y practicar esa nueva forma de tocar.
Y reinventándose, inventó su propio estilo.
Su forma particular de tocar, y la fusión de ese jazz que había descubierto con la música zíngara que traía de familia serían denominados jazz manouche.
Jazz gitano.
Y ahora sí, Django conseguiría lo que nunca pensaba que sería posible: la fama y el éxito.
Mientras en EEUU se popularizaban las grandes orquestas de swing como la de Benny Goodman, Django y su hermano Joseph formaron un pequeño conjunto casi de cámara que tenía entre sus filas al excelente violinista Stephan Grappelli, entre otros.
El Quintette du Hot Club de France.
En pocos años se convirtieron en una referencia en Europa con un estilo fresco y ágil que se diferenciaba de todo lo que se hacía hasta entonces por aquí.
Y también del jazz que se hacía en EEUU.
Hasta que llegó la guerra.
En 1939, con la invasión de Francia, el Hot Club se acabó.
Grappelli se quedó en Londres y Django en París.
Pese a su origen -y que su música fue bandera de la resistencia- logró esquivar el destino de muchos de su pueblo, se dice que por un general nazi enamorado del jazz.
Al acabar la guerra, aquellos americanos que tanto le habían influido acudieron en su busca para llevarle a EEUU.
Ese gitano, criado en un carromato, que no sabía leer música, acabaría tocando junto con Duke Ellington o Coleman Hawkins.
Aunque la cosa no fuera tan exitosa.
Jugador y bebedor, no se atenía a normas, convenciones ni horarios.
Se dice que llegó allí sin equipaje y sin su habitual guitarra Selmer Maccaferri, pensando que le darían una al llegar.
Además era muy orgulloso y chocaría con Ellington, que le relegaba al final del show.
En el 47 volvió a Europa, absorbido por artistas como Gillespie o Charlie Parker.
Sus últimos años los pasó mucho más relajado, dedicando más tiempo a pescar o pintar que a salir de gira, mientras exploraba la guitarra eléctrica.
Moriría con 43 años de una hemorragia cerebral.
Con una personalidad así, son muchas las anécdotas que se cuentan de su relación con otros músicos de postín.
Anécdotas que solían comenzar con una mirada por encima del hombro, con un gesto de desdén antes de la admiración.
Como le pasó con Andrés Segovia.
Los dos guitarristas coincidieron un par de veces en París. En una de ellas, Django apareció sin guitarra y le pidió a Segovia la suya, pero éste, que sabía que tocaba de forma muy enérgica, se negó.
Django, que tocó con otra prestada, impresionó al maestro, que se acercó a él.
Quizás estaba asombrado o quizás se sentía culpable por no haberle cedido el instrumento, pero, según se cuenta, le preguntó que dónde podía conseguir esa música tan maravillosa que había tocado.
En ningún lado, Monsieur, respondió Django. Me lo acabo de inventar.
La influencia de la música de Django fue enorme en su estilo, y mucho más allá.
Su forma de tocar, a través del swing, llegaría a lo que se llamó western swing y de ahí al country rock.
También al flamenco francés, siendo el famoso Manitas de Plata admirador confeso suyo.
Su figura fue homenajeada en una excelente película de Woody Allen, llamada por aquí Acordes y desacuerdos.
El protagonista, un guitarrista de jazz interpretado por Sean Penn se siente segundón ante ese "francés", lo que nos deja muchos momentos divertidos en un excelente film.
La música de Django Reinhardt transmite alegría y positividad.
Su historia nos habla de superación.
Fijaros en lo que dijo una vez.
"Me preguntan cómo puedo tocar esto o lo otro sin pensar que ellos pueden usar cinco dedos. Yo oigo en mi cabeza música que nunca podré tocar".
Espero que os haya gustado esta historia que tanto nos enseña sobre superación y espíritu.
Si ha sido así, podéis compartirla y darle al corazoncito.
El primero de ellos, aunque no tenga Twitter, es al guitarrista y amigo con el que toqué durante años, que me descubrió a Django en una época que yo no lo supe apreciar.
El segundo a @Apamacahuitl por refrescarme la psicología.
Yo me despido hasta la próxima semana, donde hablaremos de una mujer que hubiera cumplido 80 años en este 2023.
Hasta entonces, me despido con el consejo de siempre.
Nunca dejéis de escuchar música. La música cura y nos ayuda a salir adelante.
Es lo mejor que podéis hacer.
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El problema de las comparaciones es que siempre hay alguien que sale perdiendo.
Y este cantautor escocés tuvo que soportar ser comparado con la mayor figura del mundo del folk.
Y tanto le marcó que se perdió buscándose a sí mismo.
Hoy, en #LaHistorietaMusical, Donovan.
Donovan Leitch nació en Glasgow en 1946 de antepasados irlandeses: no es extraño que desde niño se sintiera atraída por el folk y los sonidos celtas.
Y es que la música folk, al igual que el blues, había hecho un largo viaje de ida y vuelta.
Solo que en sentido contrario.
Del viaje del blues ya hablamos esta temporada a propósito de Cream.
Precedido por el éxito del skiffle, el blues arraigó en UK. Y a partir de los 60, tras lo que se conoció como "invasión británica", los ingleses se lo devolvieron a EEUU hecho beat, blues-rock y hard-rock.
Fue una de las grandes damas del jazz de la época clásica, en una carrera que abarcó décadas de éxitos y reconocimientos.
Y su voz era tan perfecta que la llamaron "la divina".
Hoy, en #LaHistorietaMusical, nos vestimos de gala para hablar de la increíble Sarah Vaughan.
Es curioso pero Sarah Vaughan no es tan conocida (o reconocida) hoy día más allá de los entendidos del jazz que otras figuras con una vida más polémica como Nina Simone o desgraciada como la pobre Billie Holiday.
Y motivos artísticos para ser más valorada no le faltaban.
Y esto nos lleva a una reflexión que quizás es necesario hacerse de vez en cuando.
Nos gusta el morbo.
Nos gustan las historias dramáticas, los momentos difíciles, los tragos amargos y los finales trágicos.
Este último hilo de Cream me ha hecho darle vueltas a unos conceptos que he tocado de refilón en muchos hilos, como el de Janis o Jefferson Airplane, y que están relacionados con como entendemos la evolución musical.
Voy a intentar explicarlo en esta #MetaHistorietaMusical.
En el estudio de la historia de la música, como en la historia de cualquier arte y en general como en la historia misma, es un recurso fácil (y útil) marcar hitos usando fechas.
En tal año nació el rock, este es el primer disco heavy, este concierto marcó el fin de la era hippy.
Es útil y sencillo. Sirve para diferenciar épocas, estilos o tendencias.
Pero como bien explicó @PGonz8 hace poco, refiriéndose a la historia en general, no deja de ser una simplificación.
Solo hicieron falta tres músicos y cuatro discos para poner patas arriba el blues y el rock y crear un sonido que sigue siendo inspiración para muchos incluso hoy en día.
Y eso que solo se aguantaron apenas dos años.
Hoy, en #LaHistorietaMusical, el primer supergrupo: Cream.
Esta historia de hoy la vamos a empezar hablando de listas.
Y es que a los rockeros siempre nos han gustado las listas.
Ya sabéis: que si los cinco mejores discos del año tal, los mejores baterías ordenados según, yo que sé, el número de timbales...
Y no, no es algo de ahora.
En 1966, en Inglaterra, hubo tres músicos que salieron en unas famosas listas como los mejores en su respectivo instrumento.
En la guitarra el número uno lo tenía un tal Eric Clapton, en la batería un tal Ginger Baker, y el mejor bajista se llamaba Jack Bruce.