Con 12.500 millones de horas al día, se calcula que el trabajo doméstico no pagado que realizan las mujeres asciende a los 10 billones de dólares al año en todo el mundo: lo que equivale al 13% PIB global, cuatro veces Microsoft en bolsa o el doble de beneficios de Inditex.
Sabíamos que el capitalismo se apoyaba en el trabajo gratuito de las mujeres (reproducción y cuidado de la mano de obra, mantenimiento del hogar) en el seno de la familia para subsistir, pero impresiona cómo supera incluso las ganancias de las empresas más relevantes.
Son las ocho de la mañana: tu bebé se despierta para comer y te levantas a hacerle un bibe o darle el pecho hasta que vuelva a quedarse dormido, aunque a ti ya se te ha quitado el sueño, así que empieza tu jornada.
Aún con el cansancio, te debates entre recoger los juguetes tirados en el salón, fregar los platos de la cena de anoche, clasificar la montaña de ropa que tienes apilada para poner una lavadora o tener que salir a hacer la compra.
Mientras te pones a ordenar unos estantes mientras escuchas la radio de fondo, tu hijo/a se despierta de nuevo porque ya no quiere seguir durmiendo, así que vas a levantarle, cambiarle el pañal, quitarle el pijama, ponerle ropa limpia y hacer que se active jugando.
Son las nueve.
En algún momento tendríamos que hablar de cómo los medios de comunicación contribuyen a normalizar la violencia expuesta desde la pornografía presentándola como un fetiche de una minoría que planta cara a una mayoría aburrida, tradicional o como dicen, «vainilla».
Por supuesto, como se trata de algo minoritario frente a lo aceptado por la sociedad, deducimos que incluso es candidato a ser colectivo «oprimido», y así es como se convierte la reproducción de ideología dominante vertida desde industrias en una identidad a derecho.
Un día conoces a un hombre con el que llegas a casarte y empezáis una vida juntos. Al poco te quedas embarazada, tenéis dos niñas y la situación exige que, ya que él gana más, seas tú la persona que deje de trabajar y se quede en casa cuidando de vuestras hijas.
Al principio bien, piensas. Puedes ver cómo las niñas crecen y tener tiempo para recuperarte y cuidarte en tu postparto sin estar pendiente de guarderías o de conciliar horarios, y ya en un par de años, cuando sean algo más mayores, poder volver al mercado de trabajo.
Porque formar una familia no es dejar que la cuiden otros, te dices, y con ello justificas ser de los dos quien ponga su vida, su carrera e intereses al servicio del hogar, una actividad que no sólo no se limita a los cuidados (con lo que ello exige) sino también lo doméstico.
Se acerca el 8 de marzo y debido al capitalismo ya resulta un día más parecido a cualquier otro de temática festiva en el calendario (anuncios, descuentos en tiendas, escaparates cubiertos con colores morados) que a una reivindicación política necesaria en la sociedad (lo que es)
Pero su desideologización ya no solo supone la pérdida del carácter de clase, en un significado revolucionario, con lo que ello implica, como el hecho de equiparar a la mujer trabajadora que limpia casas señoriales con la mujer burguesa que es propietaria de su tiempo y dinero,
sino haber llegado a un punto de la historia en el que un 8 de marzo ni recuerda el papel de la mujer de las fábricas a los centros de trabajo, de los hogares a la actividad remunerada, ni lo que supone haber nacido mujer bajo un marco social que te explota y subyuga como sexo.
Se habla poco de cómo este canon de mujer está basado en la dicotomía «madre - puta» pues lo que un hombre ve en él es la fantasía sexual que ha creado a través del porno (culo, tetas enormes) mientras lo que quiere para sí es el prototipo de «tradwife» o ama de casa tradicional.
Es por ello que muchas mujeres en la industria pornográfica acaban con este tipo de cuerpos (incluso con bótox o aumento de labios) a una edad temprana porque saben que ajustarse a la mirada masculina (que es la que demanda) es asegurar una mayor proyección en su «carrera».
De hecho aunque la pornografía fetichice a fin de cuentas cualquier imagen resulta inevitable acabar interiorizando ese modelo y que, por pequeño que sea, el complejo lleve a la cirugía para conseguir una talla más, un poco menos de vello o eliminar la celulitis. Algo.
«Ver a mi esposo enamorado de otra persona me hace feliz y no me da celos», pues no lo sé, pero más que un proceso de «deconstrucción» solo me parece una forma de tolerar en pareja el mismo machismo de siempre en nombre de un supuesto amor «libre» y «sin ataduras».
Sobre todo cuando esta clase de ejemplos los encarnan relaciones formadas por un hombre que juega a dos bandas con dos mujeres y en esencia, el discurso poliamoroso para todo lo que sirve es terminar interiorizando que sentir malestar por falta de algo exclusivo es *tóxico*.
Igualmente, no entiendo por qué ese «estar deconstruido» nunca signifique sentirte feliz por ver a tu pareja realizada con sus propios intereses, tiempos y proyectos al margen de los tuyos, sino que obligatoriamente pase x tener la libertad para acostarse con otros.