Esta historia la he contado muchas veces, pero acude a mi memoria cada vez que hay elecciones.
Va hilo sentimental y un poquito cargado de conciencia democrática.
Marzo de 2000. Yo vivía sola desde hacía ya unos cuantos años en Lavapiés. Ese día había elecciones. Ya entrada la tarde, mi madre me llamó por teléfono:
—Mira, acércate a casa del abuelo, que está teniendo problemas para ir a votar.
Contexto: justo un año antes mi abuela había fallecido. A partir de ese momento, mi abuelo comenzó a mostrar señales de demencia. Al principio, muy leves; para entonces, para aquella tarde de marzo, comenzaba a tener lagunas.
Poco después, comenzaría a salir de madrugada, descalzo, en busca de su mujer, porque no la encontraba.
Después empezó a no reconocernos.
Luego… Bueno, ya sabéis cómo va esto quienes tenéis o habéis tenido algún familiar en esa situación.
Pero aquel día de marzo aún le funcionaba el coco diría que al 80%. Sin embargo, como os digo, tenía lagunas.
Una de ellas era que no daba con su DNI y se había empeñado en que lo dejaran votar con una fotografía.
El pobre mío.
Cuando llegué (yo vivía más cerca de mi abuelo que mis padres, por eso me acerqué yo) la casa estaba revuelta: no encontraba el DNI y no entendía que llevando una foto suya no lo dejaran votar.
Me lie a abrir cajones (mi abuela era muy ordenada) y di con él más o menos enseguida.
—Abuelo, aquí está, vamos, te acompaño.
Empezaba a darme miedo, no sé, alguna reacción rara (todavía vivía solo y era funcional, pero eso iba a durar poco).
Me cago en mi vida, cómo jamaba el señor Juan a los 82 años, me llevaba con la lengua fuera.
Mi abuelo, a los 18 años, luchó en la guerra civil. Terminada la guerra, lo encarcelaron. Las cosas no están muy claras: en las actas a las que tuve acceso lo acusaban de robar maderos en Ciudad Universitaria. Pero tenía carné del PSOE.
Vivió la guerra y luego la cárcel y luego dos penas a muerte que le fueron conmutadas por siete años en «campos de trabajo». Sí, también picó en Cuelgamuros.
Y luego, vivió unos cuantos años más vigilado más o menos de cerca.
Ya sabéis, la época de extraordinaria placidez.
Mi abuelo más o menos se libró de morir en el paredón porque unos primos carnales montaron a toda leche una empresa de construcción que terminó petándolo y donde contrataban a los rojos de tapadillo, en plan lista de Schindler.
Mi abuelo vivió una mierda de vida.
Hasta que, con muy poquitos años más de los que yo tengo ahora, que tengo muchísimos, vio nacer la democracia. Y pudo cagarse en dios y en la virgen y, sobre todo, pudo votar. Votar, eso que mucha gente no hará nadie mañana porque no quiere.
Él moría por poder votar.
Y aquel marzo de 2000, fiel como siempre a su PSOE, fue junto a su nieta, a zancadas, hacia el colegio electoral a celebrar su última fiesta de la democracia.
Murió cuatro años y medio después. En 2004 ya no sabía quién era Zapatero. No sabía ni comer.
Pero aquellas últimas elecciones de su vida, con lagunas mentales que le impedían entender que no se podía votar con una fotografía como la de su DNI, ya olvidaba cosas, pero no que votar era un acto de justicia democrática.
Y tu nieta, Juan, tampoco lo olvida.
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Mi serie favorita es 'The Wire'. No me fascina tanto por la temática, que se parece mucho a otras, como por cómo la enfoca. Tú empiezas la primera temporada sentada a ras del suelo y terminas subido a una grúa. Me explico y luego explico algo al hilo de esto.
La primera temporada te muestra el tráfico de droga en Baltimore: los chavales que menudean, las esquinas que eligen, los capos y sus financieros (hola, @idriselba, me encantas), las escuchas de la policía para descabezar al cártel.
La segunda temporada se centra en el puerto, por donde entran los insumos de la droga. Se ven los trapis en los muelles de descarga. La trama sigue avanzando, no se detiene, pero ahora los protagonistas son otros: sindicalistas, estibadores portuarios, más capos.
En ese eslogan para mentes enfermas que es «comunismo o libertad» se cuela la desregulación. Madrid se ha vendido en los últimos tiempos como uno de los lugares en los que hay menos trabas burocráticas para abrir una empresa. También se ha empoderado al sector hostelero.
Se lo ha empoderado permitiéndole todo. Y cuando digo todo es todo incluyendo que sea uno de los sectores con más economía sumergida y menos control de las horas trabajadas y del cumplimiento de los convenios. Eso no es en Madrid solo, me temo. Ocurre en todas partes.
El Madrid al que yo he vuelto es el Madrid de las copas y de los bares, el Madrid de los locales de ocio alcohólico que se apelotonan en zonas de clase media-alta con nombres como La Mamona, La Lianta o La Malcriada.
Me entero ahora de una presunta desigualdad salarial entre una pava que ha cobrado 15.000 euros por una tarde, que es lo que mucha gente gana en un año, y no soy capaz de explicar cuánto me suda una parte muy concreta de mi anatomía ese disgusto.
Hablar además de brecha salarial en ese caso concreto es un poco para coger a la susodicha y echarla al pilón, saes.
Brecha salarial no es solo cobrar menos que tus compañeros masculinos cada puto mes: es que seas tú quien se coja reducción de jornada para criar al bebé, quien renuncie a su curro para cuidar de sus padres, quien se joda con la mierda de pensión por número de horas cotizadas.