En la Antártida hay un edificio construido sobre patines. Está preparado para el frío y el viento más extremos e incluso SE MUEVE.
Eso sí, el edificio tiene cine, gimnasio, bar, sala de juegos y las mejores vistas del mundo.
Esta es la historia de la base Halley VI: cuando pensamos en arquitectura en la Antártida, solemos pensar en cabañas bastante chuscas y no muy confortables, ocupadas por tipos rudos (y probablemente por alienígenas multiformes asesinos). De hecho, la base estadounidense McMurdo se parece bastante al oupost de la peli "La Cosa".
Sin embargo, desde hace ya unas décadas, las bases antárticas son mucho más eficaces Y MUCHO MAS CONFORTABLES.
Para empezar, como el principal problema de esas construcciones es que la nieve y el hielo las va colonizando desde abajo, los últimos edificios que se están levantando allí se hacen siempre sobre pilotes. Además, esto evita el contacto directo con una superficie TAN fría como el sueño antártico, lo cual viene muy bien al confort interior del edificio.
Y cuando reúnes eficacia constructiva con las máximas prestaciones de confort obtienes la flipación absoluta. El ciempiés del futuro. El tardígrado sobre patines. La acojonación antártica: la Base Halley VI.
Como indica su nombre, la Halley VI es la sexta iteración de las bases de investigación Halley del British Antarctic Survey.
Las cuatro primeras sucumbieron al hielo y la quinta, aunque ya se construyó sobre pilotes, también acabó resultando obsoleta.
Construida en 2012 y obra del del arquitecto británico Hugh Broughton, el diseño de la Halley VI, pese a su aspecto marcianísimo, es estrictamente funcional.
Para empezar, el sistema de trenecito permite la construcción y ocupación modular del edificio, algo esencial en condiciones tan extremas.
Además, los pilotes no son fijos sino que, mediante un sistema hidráulico, pueden elevarse para sortear la acumulación de nieve o bajar hasta casi el punto de contacto con el hielo. Y digo "casi" porque los pilotes no tocan la superficie: SON ESQUÍES.
¿Y por qué la base Halley VI está montada sobre esquíes? ¿Por qué un edificio instalado en el lugar más remoto del globo y en las condiciones más extremas, literalmente no tiene cimentación?
Pues porque, como la plataforma de hielo donde está colocado se desliza hacia el oceáno a ritmo de unos 400 metros por años, la estación se remolca cada poco tiempo hasta llevarla a su posición original.
Vamos, que EL BICHO SE MUEVE.
De hecho, el trenecito siempre está colocado paralelo al viento dominante para que no vuelque y para ofrecer menos resistencia pero, aún así, el viento lo desplazaría sobre los esquíes y, por eso, está atadito como un perrete a un poste fijo.
Pero la Halley VI no es sólo un prodigio de eficacia constructiva, también es un lugar extraordinariamente confortable. Claro, si te vas a pasar 100 días de invierno sin ver el sol, al menos que estés a gusto.
En el interior de la base, aparte de unas habitaciones bien apañás, tienen un bar-cafetería, un gimnasio, una sala de juegos, dos biliotecas, comedor, cocina y hasta una pequeña sala de cine y una escalera donde llegar a quizá el mejor lugar de la Halley VI: El puente de mando.
Desde allí no solo se controla todo lo que sucede en la Halley VI, también hay una enorme ventana panorámica a través de la que, con un poco de suerte, poder ver la aurora austral sobre el edificio más remoto del planeta.
Algunas fotos más. Una del ensamblaje de los módulos y otra bajo una tormenta de hielo (que parece que el edificio lleva un sombrerito 🤠)
Unas del interior: la sala de juegos, el gimnasio y la sala de cine.
Un exterior nocturno en el que realmente me encantaría estar al otro lado de ese ventanal iluminado.
Y el puente de mando.
Por cierto, se puede hacer una visita virtual CHULÍSIMA en este enlace: halley360.antarcti.co
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En Viena hay seis torres nazis de hormigón: colosales, indestructibles. Fueron fortalezas antiaéreas, pero hoy son acuarios o miradores.
Porque la ciudad ha entendido lo que hacer con su pasado: transformar la máquina de guerra en memoria.
Os lo cuento en #LaBrasaTorrijos 🧵⤵️
Si paseáis por Augarten, uno de los preciosoS parques al norte de Viena, enseguida os vais a encontrar, aunque no queráis, con una estructura que desafía la lógica: es la Flakturm G.
La Torre Flak G.
43 metros de diámetro, 55 de altura. Muros de hormigón de DOS METROS Y MEDIO DE ESPESOR Y UN TECHO DE TRES METROS Y MEDIO.
Una máquina de matar. Un símbolo nazi que aún sigue en pie.
Estos son los Gasómetros de Viena, uno de los conjuntos más fascinantes de la arquitectura europea reciente. ¿Por qué? Pues porque es arquitectura industrial —y de hace un siglo— transformada en viviendas.
Son cuatro cilindros gigantes de ladrillo —setenta metros de diámetro, ojo— que fueron en su día depósitos de gas, construidos a finales del siglo XIX para alimentar la red de alumbrado público de la ciudad. Estructuras industriales, apenas utilitarias, y pensadas para desaparecer cuando el gas dejara de arder.
Pero Viena decidió no demolerlos. A finales del siglo XX, la ciudad optó por algo más inteligente y más difícil: transformar el patrimonio industrial en patrimonio habitado. Entre 1995 y 2001, cuatro arquitectos —Jean Nouvel, Coop Himmelb(l)au, Manfred Wehdorn y Wilhelm Holzbauer— intervinieron cada gasómetro para convertirlos en viviendas, residencias de estudiantes y espacios públicos.
Y el resultado es brillante. Porque aquí no solo se conserva una fachada: se recupera una memoria de la ciudad. Se demuestra que los restos industriales, tan olvidados, pueden convertirse en lugares para vivir, para estudiar, para encontrarse. Que el pasado no tiene por qué ser siempre un museo, puede ser una estructura útil.
Las viviendas —en su mayoría de alquiler asequible— se agrupan en torno a enormes patios circulares abiertos al cielo, donde la luz entra con una precisión casi teatral. En el exterior se conserva la piel de ladrillo original; dentro, todo se reinventa. Rampas, galerías metálicas, pasarelas suspendidas.
Un corazón nuevo latiendo dentro de un cuerpo antiguo.
El Gasómetro B, de Coop Himmelb(l)au, es el más audaz: un edificio inclinado, de acero y vidrio, que se acerca al muro histórico sin tocarlo. Apenas lo roza, como si entendiera que el respeto no consiste en quedarse quieto, sino en moverse con cuidado.
Esto redondo que tengo detrás en el video no es una galería de arte ni una casa. Es, oficialmente, el país más pequeño del mundo. Se llama Kugelmugel, y está en medio del Prater de Viena. Su historia, aviso, parece una broma muy elaborada, pero es completamente real:
En los años setenta, en el otro extremo de Austria, un artista llamado Edwin Lipburger decidió construirse una casa esférica. Una bola de madera habitable, de unos veinticinco metros cuadrados, que iba a usar como estudio para sus cosas de artista (que, por lo visto, requerían mucha superficie curva).
Hasta que apareció la burocracia. Le dijeron que necesitaba licencias, permisos, sellos, tasas… y él, muy digno, contestó que no, que el arte no paga licencias. Que si Austria no lo entendía, se independizaba. Y se independizó.
Proclamó la República de Kugelmugel —que significa algo así como “la bola en la colina”—, y se declaró soberano. Diseñó una bandera (la austríaca, pero con los colores del revés), escudo propio, incluso sellos.
Austria, en un nada inesperado giro, no lo reconoció. Le cayeron diez meses de cárcel, aunque luego lo indultaron porque todo el asunto se había vuelto demasiado absurdo hasta para los austríacos.
Eso sí, Lipburger accedio al indulto (tócate las narices) con una condición: él cedía la bola, pero esta debía convertirse en galería de arte.
Y así, la Kugelmugel fue trasladada al Prater, con una última exigencia del artista: que su dirección oficial no fuera de Viena, sino de la Antifaschismusplatz, la Plaza del Antifascismo. El Ayuntamiento, probablemente ya un poco hasta las narices de todo, accedió.
Hoy sigue ahí, una esfera de madera rodeada de árboles y turistas, a pocos metros de la noria de "El Tercer Hombre".
Un país de un solo habitante que decidió que, si el mundo era cuadrado, lo más revolucionario era construirse una casa redonda.
En este video estoy en Viena, en la Michaelerplatz, y este edificio que tengo detrás es donde empezó todo. Aquí nació la arquitectura moderna.
Se terminó en 1909, hace más de un siglo, y es obra de Adolf Loos. Lo verdaderamente revolucionario no era su forma ni su función, sino su ausencia: fue el primer edificio del mundo sin decoración. Nada de molduras, guirnaldas, relieves o florituras. Solo piedra, proporción y ventanas.
Hoy se lo conoce como la Looshaus, la “Casa de Loos”, y tiene el más alto grado de protección patrimonial en Austria —y, siendo honestos, debería tenerlo en el planeta entero—. Pero en su momento fue detestado. Lo llamaron “un montón de estiércol”. El emperador Francisco José, que vivía justo enfrente, decía que era tan feo que prefería correr las cortinas para no tener que verlo desde el Hofburg.
Y algo de razón tenía si uno lo mira con ojos de su tiempo. En 1911, cuando se inauguró, las ventanas eran simples huecos rectangulares en una fachada completamente desnuda. Ni jardineras ni adornos. Nada. La ciudad de Viena obligó a Loos a añadir “algo”, lo que fuera, y él accedió con ironía: colocó unas jardineras con flores, que aún hoy sobreviven ahí arriba como una especie de concesión sarcástica al gusto burgués.
Abajo, en cambio, sí hay ornamento. La planta baja —entonces un banco, hoy una joyería— está revestida de mármol verde y tiene columnas dóricas. Loos lo hizo deliberadamente: quería marcar el contraste. La parte baja, ligada al espacio público, podía dialogar con la tradición; la superior, dedicada a la vida doméstica, debía ser limpia, racional, sin artificio.
De esa tensión —entre lo clásico y lo moderno, entre la plaza decorada y la vivienda desnuda— surgió uno de los textos fundacionales de la modernidad: “Ornamento y delito”, el ensayo en el que Loos proclama que el adorno es una forma de atraso moral. Desde aquí, desde este edificio que un emperador consideró insoportable, empezó el siglo XX arquitectónico.
En la costa chilena hay un lugar donde la gente no se cambia de casa. MUEVE LA CASA DE SITIO.
Y la mueve tirada por bueyes, por tractores y hasta por barcos.
Pero no es solo eso. Es la expresión del lazo de una comunidad.
En #LaBrasaTorrijos, la minga de Chiloé.
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En 1993, el cineasta colombiano Sergio Cabrera estrenó uno de los filmes más interesantes, más combativos y también más divertidos de la década: "La estrategia del caracol"
"La estrategia del caracol" es una dramedia que cuenta la historia de unos inquilinos que se rebelan contra su casero de una manera tan divertida como inverosimil: cambian de sitio el edificio donde viven y dejan apenas un trampantojo.