En Oriente Medio, en pleno desierto, hay una ciudad llena de rascacielos. Pero no es Dubái, porque estos rascacielos ni son modernos ni son de acero; se construyeron hace más de 400 años con adobe y cal.
Y en cada torre vive una sola familia.
En #LaBrasaTorrijos, Shibam.
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(Se recomienda la lectura de este hilo acompañada de la siguiente banda sonora).
Shibam se levanta al oeste de la gobernación yemení de Hadramaut, antiguo sultanato que también abarcaba parte del actual Omán y que fue, en su momento, la región más importante del Golfo de Adén.
Rodeada por el desierto de Ramlat al-Sab’atayn, los primeros pobladores de Shibam fueron antiguos beduinos que encontraron en los oasis de la zona un área donde abandonar los modos nómadas y establecerse de forma permanente.
Shibam no fue ni ciudad ni tuvo rascacielos; fue similar a todas las aldeas del desierto: casas de una o dos alturas con planta cuadrada y cubierta plana colocadas de forma más o menos próxima a grandes plantaciones de regadío que se alimentaban por el oasis.
También durante esos trece primeros siglos de existencia, la aldea se vio sometida a ataques regulares de beduinos que se aprovechaban de las cosechas que los habitantes de Shibam habían plantado y recogido gracias a sus sistemas de riego.
Sin embargo, en el siglo XVI, una catástrofe trastocó la existencia de la ciudad. Y lo hizo para bien.
Alrededor de 1550, unas lluvias torrenciales provocaron una serie de violentas inundaciones que destruyeron casi completamente las antiguas casas de adobe.
Como no era plan de abandonar unos oasis tan fructíferos, los supervivientes decidieron reconstruir el pueblo en lo alto de un promontorio cercano. Promontorio que, además, rodearon con una muralla para protegerse de los bandidos.
Como el promontorio era —y es— relativamente pequeño, para que cupiesen todas las casas, los ciudadanos tuvieron que reducir la superficie que sus viviendas ocupaban en planta.
Vendría a ser un fenómeno análogo al encarecimiento del suelo que se produjo en el downtown de Chicago a finales del siglo xix. Y su consecuencia también fue similar: los rascacielos.
Los edificios que se levantaron, y que son los que siguen existiendo y siguen estando habitados, son construcciones de hasta once plantas y más de 40 metros de alto.
Eso sí, todo dentro de una traza cuadrada de unos 5 metros de lado, apenas 25-30 metros cuadrados.
¿Por qué? Pues resulta que cada una de esas torres esbeltas es una única vivienda. A todos los efectos, SON RASCACIELOS UNIFAMILIARES.
Cada uno arranca con los establos (actualmente garajes) en planta baja y culmina con los dormitorios en las últimas plantas.
Entre ellas, una o dos plantas nobles, a menudo de doble altura o altura y media, que alivian la carga de los muros exteriores mediante esbeltos pilares de madera.
Porque, obviamente, los rascacielos de Shibam no están construidos con estructura de acero sino con barro cocido al sol.
Por eso, el perfil de los muros portantes es trapezoidal, ensanchándose en la base y aligerándose según se sube en altura.
Una solución elegantísima que ha necesitado mantenimiento y reconstrucción, pero que también ha resistido el viento, las sequías, los ciclones, las riadas y los ataques a camello y en camioneta.
Durante 400 años.
Era un manera de declarar su valía y fomentar su protección futura, en 1982, la UNESCO declaró la vieja ciudad amurallada de Shibam como Patrimonio Mundial.
Quizás sea necesaria esa protección.
En la actualidad, en Shibam viven unas siete mil personas y, desde medios occidentales, se la denomina como «la Manhattan del desierto» o «la Chicago de arena», pero yo creo que esta comparación hace algo de menos a la ciudad yemení.
Porque durante cuatrocientos años, las torres de Shibam se han levantado como djinns vigilantes entre la arena y las montañas.
Ancianos vigías del desierto que protegen a sus habitantes y contemplan las arenas desde sus paredes de barro, sus cien cubiertas y sus mil ventanas.
Pero, por desgracia, el viento y la erosión no son las únicas amenazas de estos formidables edificios.
En 2015, un coche bomba detonado por insurgentes del Estado Islámico dañó varias de las torres, y la UNESCO cambió la calificación de Shibam a «Patrimonio en peligro».
Sería terrible que una ciudad de casi quinientos años, construida con gigantes de barro pero firmes como el hormigón, desapareciese por la estupidez humana.
Una ciudad entre el oasis, el desierto y la montaña.
Una ciudad de gólems centenarios que se aúpan por encima de la muralla para mirar las palmeras y escuchar los gritos de los niños juguetones y sentir el viento de la arena y el tiempo.
Si os ha molado el hilo de hoy, no olvidéis hacer RT al primer tuit (aquí abajo 👇)
Y si os gustan mis historias, os va a encantar mi novela, La Tormenta De Cristal.
En Viena hay seis torres nazis de hormigón: colosales, indestructibles. Fueron fortalezas antiaéreas, pero hoy son acuarios o miradores.
Porque la ciudad ha entendido lo que hacer con su pasado: transformar la máquina de guerra en memoria.
Os lo cuento en #LaBrasaTorrijos 🧵⤵️
Si paseáis por Augarten, uno de los preciosoS parques al norte de Viena, enseguida os vais a encontrar, aunque no queráis, con una estructura que desafía la lógica: es la Flakturm G.
La Torre Flak G.
43 metros de diámetro, 55 de altura. Muros de hormigón de DOS METROS Y MEDIO DE ESPESOR Y UN TECHO DE TRES METROS Y MEDIO.
Una máquina de matar. Un símbolo nazi que aún sigue en pie.
Estos son los Gasómetros de Viena, uno de los conjuntos más fascinantes de la arquitectura europea reciente. ¿Por qué? Pues porque es arquitectura industrial —y de hace un siglo— transformada en viviendas.
Son cuatro cilindros gigantes de ladrillo —setenta metros de diámetro, ojo— que fueron en su día depósitos de gas, construidos a finales del siglo XIX para alimentar la red de alumbrado público de la ciudad. Estructuras industriales, apenas utilitarias, y pensadas para desaparecer cuando el gas dejara de arder.
Pero Viena decidió no demolerlos. A finales del siglo XX, la ciudad optó por algo más inteligente y más difícil: transformar el patrimonio industrial en patrimonio habitado. Entre 1995 y 2001, cuatro arquitectos —Jean Nouvel, Coop Himmelb(l)au, Manfred Wehdorn y Wilhelm Holzbauer— intervinieron cada gasómetro para convertirlos en viviendas, residencias de estudiantes y espacios públicos.
Y el resultado es brillante. Porque aquí no solo se conserva una fachada: se recupera una memoria de la ciudad. Se demuestra que los restos industriales, tan olvidados, pueden convertirse en lugares para vivir, para estudiar, para encontrarse. Que el pasado no tiene por qué ser siempre un museo, puede ser una estructura útil.
Las viviendas —en su mayoría de alquiler asequible— se agrupan en torno a enormes patios circulares abiertos al cielo, donde la luz entra con una precisión casi teatral. En el exterior se conserva la piel de ladrillo original; dentro, todo se reinventa. Rampas, galerías metálicas, pasarelas suspendidas.
Un corazón nuevo latiendo dentro de un cuerpo antiguo.
El Gasómetro B, de Coop Himmelb(l)au, es el más audaz: un edificio inclinado, de acero y vidrio, que se acerca al muro histórico sin tocarlo. Apenas lo roza, como si entendiera que el respeto no consiste en quedarse quieto, sino en moverse con cuidado.
Esto redondo que tengo detrás en el video no es una galería de arte ni una casa. Es, oficialmente, el país más pequeño del mundo. Se llama Kugelmugel, y está en medio del Prater de Viena. Su historia, aviso, parece una broma muy elaborada, pero es completamente real:
En los años setenta, en el otro extremo de Austria, un artista llamado Edwin Lipburger decidió construirse una casa esférica. Una bola de madera habitable, de unos veinticinco metros cuadrados, que iba a usar como estudio para sus cosas de artista (que, por lo visto, requerían mucha superficie curva).
Hasta que apareció la burocracia. Le dijeron que necesitaba licencias, permisos, sellos, tasas… y él, muy digno, contestó que no, que el arte no paga licencias. Que si Austria no lo entendía, se independizaba. Y se independizó.
Proclamó la República de Kugelmugel —que significa algo así como “la bola en la colina”—, y se declaró soberano. Diseñó una bandera (la austríaca, pero con los colores del revés), escudo propio, incluso sellos.
Austria, en un nada inesperado giro, no lo reconoció. Le cayeron diez meses de cárcel, aunque luego lo indultaron porque todo el asunto se había vuelto demasiado absurdo hasta para los austríacos.
Eso sí, Lipburger accedio al indulto (tócate las narices) con una condición: él cedía la bola, pero esta debía convertirse en galería de arte.
Y así, la Kugelmugel fue trasladada al Prater, con una última exigencia del artista: que su dirección oficial no fuera de Viena, sino de la Antifaschismusplatz, la Plaza del Antifascismo. El Ayuntamiento, probablemente ya un poco hasta las narices de todo, accedió.
Hoy sigue ahí, una esfera de madera rodeada de árboles y turistas, a pocos metros de la noria de "El Tercer Hombre".
Un país de un solo habitante que decidió que, si el mundo era cuadrado, lo más revolucionario era construirse una casa redonda.
En este video estoy en Viena, en la Michaelerplatz, y este edificio que tengo detrás es donde empezó todo. Aquí nació la arquitectura moderna.
Se terminó en 1909, hace más de un siglo, y es obra de Adolf Loos. Lo verdaderamente revolucionario no era su forma ni su función, sino su ausencia: fue el primer edificio del mundo sin decoración. Nada de molduras, guirnaldas, relieves o florituras. Solo piedra, proporción y ventanas.
Hoy se lo conoce como la Looshaus, la “Casa de Loos”, y tiene el más alto grado de protección patrimonial en Austria —y, siendo honestos, debería tenerlo en el planeta entero—. Pero en su momento fue detestado. Lo llamaron “un montón de estiércol”. El emperador Francisco José, que vivía justo enfrente, decía que era tan feo que prefería correr las cortinas para no tener que verlo desde el Hofburg.
Y algo de razón tenía si uno lo mira con ojos de su tiempo. En 1911, cuando se inauguró, las ventanas eran simples huecos rectangulares en una fachada completamente desnuda. Ni jardineras ni adornos. Nada. La ciudad de Viena obligó a Loos a añadir “algo”, lo que fuera, y él accedió con ironía: colocó unas jardineras con flores, que aún hoy sobreviven ahí arriba como una especie de concesión sarcástica al gusto burgués.
Abajo, en cambio, sí hay ornamento. La planta baja —entonces un banco, hoy una joyería— está revestida de mármol verde y tiene columnas dóricas. Loos lo hizo deliberadamente: quería marcar el contraste. La parte baja, ligada al espacio público, podía dialogar con la tradición; la superior, dedicada a la vida doméstica, debía ser limpia, racional, sin artificio.
De esa tensión —entre lo clásico y lo moderno, entre la plaza decorada y la vivienda desnuda— surgió uno de los textos fundacionales de la modernidad: “Ornamento y delito”, el ensayo en el que Loos proclama que el adorno es una forma de atraso moral. Desde aquí, desde este edificio que un emperador consideró insoportable, empezó el siglo XX arquitectónico.
En la costa chilena hay un lugar donde la gente no se cambia de casa. MUEVE LA CASA DE SITIO.
Y la mueve tirada por bueyes, por tractores y hasta por barcos.
Pero no es solo eso. Es la expresión del lazo de una comunidad.
En #LaBrasaTorrijos, la minga de Chiloé.
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En 1993, el cineasta colombiano Sergio Cabrera estrenó uno de los filmes más interesantes, más combativos y también más divertidos de la década: "La estrategia del caracol"
"La estrategia del caracol" es una dramedia que cuenta la historia de unos inquilinos que se rebelan contra su casero de una manera tan divertida como inverosimil: cambian de sitio el edificio donde viven y dejan apenas un trampantojo.