En efecto, el detective Frank Greyer de la agencia Pinkerton había detenido al famoso doctor Holmes en el puerto de Boston después de una investigación muy meticulosa y una persecución por todo el país.
Holmes, cuyo verdadero nombre era Herman Webster Mudgett, estaba especializado en la estafa a las aseguradoras.
Comenzó cuando estudiaba Medicina y robaba cadáveres para desfigurarlos, fingiendo que habían muerto en accidentes para así luego reclamar las primas del seguro.
Primas que, por cierto, él mismo había falsificado y contratado.
En 1886, junto a su esposa, Clara Lovering, se mudó a Chicago, donde se cambió el nombre y se convirtió en el doctor H. H. Holmes.
Pronto comenzó a trabajar como ayudante en la farmacia de la doctora Elizabeth Holton, a quien compró el establecimiento en 1889.
Con el dinero de la hipoteca, adquirió un solar justo enfrente. En la confluencia de la Avenida Wallace y la calle 63 Oeste.
En 1893 se celebraría la Exposición Colombina y el doctor iba a aprovechar la oportunidad para hacer dinero. Así que allí, en su nuevo solar, construyó un edificio de tres plantas al que llamaría World’s Fair Hotel aunque los vecinos se referían a él como "El Castillo".
También fue entonces cuando conoció a Benjamin Pitezel, constructor y carpintero de pasado turbio, que fue el encargado de dirigir la obra, siempre bajo las precisas indicaciones de Holmes.
El Castillo era un edificio bastante convencional de ladrillo, con ventanales en forma de bow-window.
En la planta baja, Holmes recolocó la farmacia así como varias tiendas de regalos y souvenirs.
Mientras que en las plantas superiores se dispusieron las habitaciones para los viajeros que, provenientes de todos los rincones del país, habían llegado a Chicago a ver la famosa Feria Mundial.
Porque la Exposición Mundial Colombina de Chicago, que era su nombre completo, fue un acontecimiento monumental.
Decenas de miles de personas acudieron al gigantesco recinto, construido expresamente, donde se celebró.
Lo llamaban "La Ciudad Blanca".
El hotel de H. H. Holmes permaneció abierto durante todo 1893 y dio acogida tanto a huéspedes como a ciudadanos de Chicago que trabajaron en la farmacia y en las tiendas.
Pero, una vez clausurada la Exposición, el Hotel quedó prácticamente vacío y el dinero dejó de llegar.
Pero Holmes y Pitezel no querían renunciar al elevado nivel de vida que habían conseguido gracias al Castillo, así que elaboraron un plan para mantenerlo: simularían la muerte de Pitezel para cobrar el seguro y repartir los 10.000 dólares de la póliza entre los dos.
Pero Holmes consideraba que había algo mejor que simular una muerte: ejecutarla.
En su investigación, el detective Greyer descubrió que Holmes había participado en venta fraudulenta de caballos en Texas.
Pero también encontró el cadáver de Pitezel en Filadelfia y los tres cuerpos carbonizados de sus hijos en un sótano de Toronto.
También conoció a Georgina Yoke, quien decía ser la esposa de Holmes y que no conocía a ninguna Clara Lovering.
Solo sabía una tal Julia Smythe, amante de su esposo que que, según él: «Nunca más tendría que preocuparse por ella».
Por eso, cuando le comunicaron que habían detenido a Holmes en el puerto de Boston, el inspector Fitzpatrick no tuvo más remedio que entrar en el Castillo, que llevaba ya un año abandonado.
Llegó a la 63 con Wallace un día después del telegrama, acompañado de otros dos agentes y de Pat Quinlan, el guardés del edificio.
La planta baja aún conservaba los restos de las tiendas. Estanterías y mostradores con algunos objetos polvorientos que nunca se vendieron.
Pero los escaparates y toda la planta baja no era más que una truculenta mentira. «El doctor Holmes nunca nos permitía limpiar los pisos superiores. Teníamos completamente prohibido el paso», dijo Quinlan.
Cuando consiguió derribar la puerta de la escalera y Fitzpatrick puso un pie en la primera planta, se encontró de frente con el monstruo.
Un monstruo arquitectónico formado por decenas de habitaciones oscuras, la mayoría sin ventanas.
Algunas eran tan pequeñas que apenas cabía una persona, algunas tan bajas que una persona ni siquiera podría permanecer de pie.
Se encontró con puertas que abrían a paredes tapiadas y con puertas que solo se abrían desde fuera. Con escaleras que no conducían a ninguna parte y con pasillos que se volvían cada vez más estrechos hasta que nadie pudiese atravesarlos.
El Castillo era un laberinto lleno de trampas y recubierto de marcas. Marcas en el papel pintado de las paredes. Marcas de dedos, de uñas y de sangre. Restos de vestidos y de telas y de piel y de huesos.
Pero eso no fue lo peor.
Lo más terrible, lo más insoportable que se encontraron en el Castillo de Holmes, era el olor.
Solo habían pasado unos meses desde su cierre pero todo el edificio olía a gas y a cloroformo.
Olía a mil años de putrefacción química.
Algunas cámaras tenían salidas directas desde las canalizaciones de gas. Otras estaban forradas de acero, cuidadosamente insonorizadas y recubiertas de tela de asbesto.
Allí, las víctimas se asfixiaban lentamente entre bocanadas tóxicas. Sin que nadie escuchase sus gritos.
En el sótano, bajo conductos que venían directamente desde las plantas superiores, encontraron enormes tinas de ácido y decenas de frascos con veneno y hornos crematorios y hasta un potro de tortura.
El Castillo era una máquina de la muerte donde Holmes consumaba sus atrocidades descuartizando los cuerpos y vendiendo los huesos y los órganos a las facultades de Medicina.
¿Quién había sido el arquitecto de semejante engendro?
«Nosotros solo trabajamos dos semanas en el edificio y únicamente respondíamos ante las órdenes del doctor Holmes y el señor Pitezel», afirmó uno de los albañiles a la prensa.
No había arquitecto.
El arquitecto era H. H. Holmes y la construcción pasó por decenas de manos distintas, que nunca tuvieron constancia completa de la forma ni el propósito del edificio. Porque el edificio se había diseñado meticulosamente con una única voluntad.
La muerte.
¿Qué pasó con el Castillo de la Muerte? Y, sobre todo, ¿Qué pasó con Holmes?
Para averiguar el final de la historia, pinchad en aquí abajo en "Mostrar respuestas".
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Los forenses de la policía dibujaron los planos del edificio y los filtraron a la prensa. El caso en seguida se hizo famoso en los periódicos, que se inundaban día tras día con datos y detalles de los crímenes y de la aberración que se levantaba en la 63 con Wallace.
Como buen asesino en serie, Holmes adoraba ser famoso y por eso, tras recibir la sentencia de muerte por el asesinato de Benjamin Pitezel, confesó hasta doscientos homicidios más, aunque solo nueve pudieron ser confirmados por la policía.
El 7 de mayo de 1896, H. H. Holmes, cuyo verdadero nombre era Herman Webster Mudgett, fue ejecutado por ahorcamiento en la prisión de Moyamensing, Pennsylvania. Tenía 34 años.
Su muerte apareció (y se dibujó) en toda la prensa local y nacional.
El inspector de policía John Fitzpatrick nunca quiso recordar su visita al Castillo.
Tenía la esperanza de que, con la ejecución, las pesadillas desaparecerían. También lo pensó cuando el edificio ardió hasta los cimientos.
Pero las pesadillas continuaron.
Lo único que era capaz de recordar fueron las últimas palabras de Holmes:
«Nací con el diablo dentro de mí. Nací con el Maligno sentado junto a la cama que me vio llegar al mundo, y ha estado a mi lado desde ese momento».
Fitzpatrick nunca supo si el monstruo de la calle 63 había sido construido con manos diabólicas o con el puro e incontrolable impulso criminal, pero sí sabía lo que había visto.
Sabía que al doctor Holmes no le interesaba ni la medicina ni la farmacia ni los caballos y ni siquiera el dinero. Sabía que el único proyecto de H. H. Holmes había sido la muerte.
Y que su arma ejecutora fue una máquina de tres plantas construida con horror y ladrillo.
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Y si os gustan mis historias, os va a encantar mi novela, La Tormenta De Cristal.
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(Fin del HILO 🏨☠️)
Venga, a petición del público. ¿Cuánto hay de cierto y cuánto de exageración en esta historia?
Pues la respuesta correcta es que no podemos saberlo. Lo que cuento en el hilo son los relatos que el propio Holmes cuenta al Tribune y al Examiner y en sus memorias desde la prisión, pagadas por William Randolph Hearst. También recojo declaraciones de Quinlan y de policías y el relato de los periódicos de la época...
...pero los periódicos de la época era muy amarillos, así que es altamente probable que muchas de las cosas que aparecieron allí fuesen exageraciones.
Sin embargo, tampoco es posible afirmar con rotundidad que el Castillo no era un edificio trampa, por una sencilla razón: el edificio ardió hasta los cimientos un año después de que la policía entrase (y un año antes de que ajusticiasen a Holmes).
Los únicos documentos que se conservan son la planta que dibujó la policía (es truculenta, pero menos que el relato) y algunos planos de los aparatos de descuartización que encontraron.
Es razonablemente probable que todo fuese muy exagerado, pero la planta ya recoge habitaciones muy extrañas y los instrumentos de descuartización, los hornos y las tinas de formol existían.
Tampoco hay registros municipales ni permisos de construcción porque, como he dicho, el edificio ardió por completo y, estando el asesino en el cementerio, el ayuntamiento de Chicago dijo que a otra cosa mariposa.
Por otro lado, a Holmes le condenan solo por el asesinato de Ben Pitezel, pero después confiesa a la policía otros 27 crímenes y llega a confesar 200 a los medios. La policía solo verifica 9 asesinatos pero tampoco es capaz de verificar el paradero de otras 14 personas.
En definitiva, es razonablemente probable que el Castillo tuviese unas cuantas trampas en la planta superior, de igual manera que está probado que disponía de instrumentos de descuartización y conservación en el sótano. También es razonablemente probable que no fuese cierto ni la mitad de la mitad de lo que se declaró a los medios de la época.
Los historiadores basan su desmitificación en que los medios eran muy amarillistas (y con razón) y en que no hay evidencia de todas esas muertes (en mi opinión, Holmes mató a más de 9 y a menos de 17), pero tampoco tienen evidencia de que el Castillo no tuviese unas cuantas trampas, específicamente en la parte interior de la primera planta.
O sea, que la respuesta correcta es, efectivamente, no podemos saberlo.
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Cuando el embajador egipcio fue a la Mezquita de Washington, supo que algo iba mal:
—Es impura. Apunta al noreste y La Meca está al sureste.
—Sí— dijo el arquitecto —Se orienta al noreste pero apunta DIRECTAMENTE a La Meca.
¿Cómo es posible?
Os cuento en #LaBrasaTorrijos
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En el centro de la mezquita saudí de Masyid al-Haram, en el centro de La Meca, se levanta la Kaaba. Un prisma negro que es mucho más que eso.
Es la Casa de Alá.
El lugar donde lo divino toca lo terrenal.
El centro del Islam.
Y sí, he usado tres veces la palabra "centro" porque ese prisma negro es literalmente el punto central al que se debe orientar el rezo de TODOS LOS MUSULMANES DEL MUNDO.
A esa dirección se la llama Qibla y se aprecia perfectamente en ordenación centrípeta de la propia Meca.
En 2018, un operario miró a lo alto del rascacielos en el que estaba trabajando en Nueva York. Algo iba MUY mal: el edificio se estaba inclinando.
A día de hoy, la torre está abandonada y nadie sabe bien qué va a pasar con ella.
Os cuento su historia en #LaBrasaTorrijos
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Desde hace cien años, Nueva York es la ciudad de los rascacielos. Aunque naciesen en Chicago, aunque los más altos estén en Dubai o los más densos se levanten en Shanghái, Manhattan sigue siendo el centro de la religión de los edificios en altura.
Desde los grandes dioses urbanos, como el Chrysler o el Empire State, pasando las torres con la historia más increíble, como el Citicorp Center (guiño), hasta llegar a los finísimos ultrarrascacielos que han vuelto a florecer como agujas hacia Dios.
Bajo el hielo ártico se esconde el espacio más importante de la Tierra. Un almacén indestructible con semillas de (casi) todas las especies comestibles, para que la civilización pueda renacer si llega el Apocalipsis.
En #LaBrasaTorrijos, la Bóveda del Fin del Mundo.
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El 23 de octubre de 2020, la marca de galletas Oreo lanzó una muy peculiar campaña en la que anunciaba la existencia de un búnker en el Ártico donde había guardado la receta original, además de leche en polvo y varias galletas envasadas en mylar.
La campaña se llamaba "Oreo. For All Humankind" y apelaba a una cierta conciencia del apocalipsis de los consumidores a los que iba dirigido. De alguna manera, el búnker estaba preparado para resistir radiaciones, terremotos o el impacto de asteroides.
Ya que lo habéis preguntado: ¿por qué afirmo al principio que los nazis cruzaron a España buscando el Santo Grial si luego digo que la historia es exagerada?
Pues porque, de hecho, los nazis SÍ cruzaron a España en busca del Grial. El propio Himmler lo hizo.
En 1940, Heinrich y Himmler y otros gerifaltes del Reich visitaron España.
Los motivos de la visita era, ya sabéis, estrechar lazos con el régimen de Franco, pero Himmler también buscaba otra cosa: la Copa de Cristo.
Á Himmler nunca le convencieron los griales de León o Valencia, así que en Toledo investigó por libros y códices templarios buscando pistas. Y, de hecho, subió a la abadía de Montserrat creyendo que la auténtica copa estaba allí.