Los lápices no suelen ser útiles en la guerra: son frágiles, se rompe la punta, necesitan un sacapuntas cada poco tiempo.
Pero este, el Cumberland 103 de la compañía Derwent, fue uno de los mayores inventos de la Segunda Guerra Mundial.
Porque salvó muchas vidas.
Tira del hilo
Toda esta historia comienza con un sermón.
Un sermón en la iglesia Evangelica Open Brethen en Leeds.
Estamos en 1939 y la situación es tensa. Reino Unido y Francia acaban de declarar la guerra a Hitler, tras la invasión alemana de Polonia.
Todos los ministerios se preparan para la guerra. Uno de los más Valioso es el Ministerio de Abastecimiento, que se encarga de todo el material necesario para el ejército.
Dos de sus empleados se sientan en los bancos de esta iglesia, esperando el sermón dominical del párroco.
Pero ese día no es el pastor el encargado del sermón, sino un joven misionero.
Porque ese joven no solo habla de amor a Dios, sino también habla del amor... al bricolaje.
Del amor por obtener materiales de los lugares menos pensados.
Del amor por inventar herramientas.
Aquellos dos funcionarios del Ministerio se quedaron tan impresionados que no dudaron en abordarlo tras el sermón y le hicieron una pregunta que pilló a aquel misionero por sorpresa:
-¿Querría usted trabajar para el gobierno?
Él aceptó sin dudarlo.
-¿Y cómo se llama?
Smith, Charles Fraser-Smith
A los pocos días acudió a una oficina en St James Park, creyendo que iba a entrar en el departamento de ropa y textiles del Ministerio, pero lo primero que se encontró fue un papel que tenía que firmar.
El título de aquel documento rezaba así:
Ley de secretos oficiales.
No hizo falta que nadie se lo explicase, estaba a punto de entrar en servicio de inteligencia británico.
Pero en una sección muy especial, el MI9, el departamento que se ocupaba ayudar a escapar a los soldados caídos, apresados u operativos en territorio enemigo.
Y el papel de Charles Foster-Smith fue especialmente relevante, porque su objetivo era proporcionar a esos soldados materiales para poder volver a casa.
Desde documentos falsos a... papel comestible o una pipa con una navaja oculta.
Pero su obra cumbre fue el lápiz Cumberland 103.
En los primeros meses de la guerra, una de las principales preocupaciones del ejército era traer de vuelta a los pilotos de los bombarderos. Si conocéis la serie Master of Air, sabéis de lo que os hablo.
Los bombarderos se adentraban en territorio alemán con muy pocas perspectivas de volver. Su misión era lanzar las bombas e intentar salvar el máximo de aviones posibles.
Muchos de ellos caían en territorio enemigo y allí, en mitad de la noche, era difícil orientarse.
La huida se frustraba, en muchas ocasiones, porque los pilotos caminaban en la dirección equivocada.
Por eso, el servicio de inteligencia pidió a Fraser-Smith que introdujera una brújula y un mapa en algún objeto para que los aviadores pudieran orientarse rápidamente.
Fraser-Smith se fijaba siempre en la vida cotidiana y en sus objetos.
Estudió a los pilotos y se dio cuenta de una cosa.
Los pilotos no utilizaban bolígrafos, porque en altura la tinta se congelaba y no podían escribir en sus mapas.
Solo utilizaban lápices.
Ya lo tenía.
Los lápices eran pequeños, eran corrientes y, lo mejor de todo, eran perfectos para esconder cosas.
Porque ya tenían su propio para habitáculo para esconder cosas:
La mina.
Pero no fue tan fácil como pensaba, especialmente por las brújulas.
No conseguía ninguna compañía que las pudiera fabricar tan pequeñas, 1/4 de pulgada, 0,6cm.
Hasta que acudió a Baker Brothers, el lugar donde nunca pensaba que conseguiría brújulas.
¿Por qué?
Porque eran especialistas en brújulas gigantes para barcos.
Pero a los propietarios les hizo gracia hacer una mini brújula, ya que era lo contrario de lo que diseñaban, así que la fabricaron.
Con su mini brújula y su mapa enrollado, Charles ya tenía todo el material militar, pero le faltaba una cosa: el lápiz.
Para eso fue a un lugar muy especial, la Derwent Cumberland Pencil Company de Keswick, el lugar donde se fabricó el primer lápiz de la historia.
Allí fabricaron 2 millones de lápices Cumberland 103 para el ejército británico, una labor que no fue nada fácil por dos razones, la primera: la dificultad de fabricación.
Cada lápiz había que perforarlo con delicadeza para sacar la mina sin que se notara desde el exterior.
Imaginaos cómo era de difícil, que hace unos años decidieron homenajear este lápiz en la fábrica Derwent y no podían hacerlo, tuvieron que llamar a los antiguos trabajadores para que les explicaran cómo lo hacían.
Y la segunda dificultad era... que debía ser secreto.
Así que no podían fabricarlo como el resto de lápices, tenían que esperar a que cerrase la fábrica y hacerlo por la noche o en fines de semana, con un puñado de empleados que habían firmado la ley de secretos oficiales.
Es imposible saber cuántas vidas salvaron los lápices Cumberland 103, pero a Charles Fraser-Smith le llegaron algunas historias, como la del oficial de vuelo Patrick Moorhead, cuyo avión se estrelló en medio de la noche francesa y gracias a la mini brújula consiguió volver.
Pero la historia de Charles Foster-Smith no acaba aquí, porque un joven y perspicaz agente de la inteligencia británica se acordó de esos inventos, los inventos Q, como los llamaba Fraser-Smith, y decidió utilizarlos en una novela.
El jovencito se llamaba Ian Fleming.
La novela: Casino Royale.
Y el protagonista: Bond, James Bond.
Q, ese inventor un poco loco capaz de crear los gadgets más increibles, está inspirado directamente en Charles Fraser Smith.
Un personaje que ya forma parte de los estereotipos de las novelas de espías.
Sin embargo, la vida de esta particular Q acaba de una forma menos aventurera que las de James Bond.
Después de la guerra, Charles Foster-Smith dejó el ministerio y se fue a una granja a criar vacas. Aunque...
Uno no puede escapar de sí mismo.
Charles Foster-Smith se hizo famoso entre los ganaderos por inventar nuevas técnicas para ordeñar vacas con máquinas.
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Seguimos de paseo por las tipografías de las estaciones de Berlín para conocer su historia.
Hoy viajamos hasta la estación de Anhalter Bahnhof, con una tipografía que todos podemos reconocer fácilmente: es Nazi.
Pero nos tenemos que hacer dos preguntas: ¿Por qué reconocemos esta tipografía como nacionalsocialista? ¿Y por qué se mantiene en esta estación hoy en día?
Para contestar a estas preguntas, nos teníamos que ir a la guerra, pero no a la que pensáis. A una guerra que duró más de 300 años: la guerra de tipologías.
Una guerra que comenzó con un libro.
Bueno con un libro no... con el libro que lo cambió todo: La biblia de Gutenberg.
No fue el primer libro impreso por Gutenberg, pero sí el más importante. Fue el primer texto que se imprimió de forma masiva, es decir, un libro que por primera vez iba a leer mucha gente.
Como Gutenberg quería que sus libros se parecieran lo máximo posible a los libros escritos a mano, decidió utilizar una fuente que fuera similar a los textos litúrgicos (además de que era pequeña y estrecha y le permitía imprimir pocas páginas), por eso eligió la tipo: Textura.
Esta fuente tipográfica se hizo popular, en el sentido de que el pueblo la entendía, por eso cuando en 1517, Martín Lutero clavó sus 95 tesis en la iglesia de Wittenberg, lo hizo con la fuente Fraktur, una fuente que evoluciona de la Textura de Gutenberg:
Así, las nuevas biblias impresas en alemán (y otros idiomas) utilizaban la Fraktur siguiendo los pasos de Lutero.
Pero... Pero..
Las biblias que se imprimían en latín utilizaban la fuente Antiqua, la tipografía que pronto adoptaría el resto de Europa, tanto para el latín como para sus lenguas autóctonas.
Así, durante más de 300 años, las dos fuentes rivalizaron en los países de habla alemana.
Dependiendo de la región y la religión, se adoptaba una y otra.
Hasta que en el siglo XIX llegó la época de las reivindicaciones nacionales y la creación de Alemania.
Por supuesto, dentro del movimiento nacional alemán, se tomó la fuente Fraktur como la tipografía propia de Alemania. Otto von Bismark, el gran precursor de la idea de nación, se vanagloriaba de leer solo textos en Fraktur.
Por eso, cuando Hitler llegó al poder, la tomó como la fuente del partido Nazi.
Todos los textos, carteles y octavillas del nacionalsocialismo, utilizaron la fuente Fraktur.
Era su tipografía... ¿o no?
Porque en 1941, Hitler declaró que esa tipografía era judía (cosa que por supuesto no era) y pedía abandonar esta tipografía.
La razón estaba muy clara, según Hitler "En 100 años, toda Europa leerá en alemán" y no podían hacerlo en la Fraktur que resultaba un obstáculo a la hora de leer.
Por eso prefería la Antiqua, fuente que toda Europa conocía y que permitía hacer llegar su propaganda.
(nota a pie de página, cuando veáis a alguien con un tatuaje nazi con la típica tipografía gótica, le podéis decir que Hitler prohibió esa fuente por judía, por las risas)
Y no es casualidad que Anhalter Bahnhof mantenga esa tipografía. Esta estación fue la gran estación de los años 30 y 40 en Berlín. Se dice que cada dos minutos salía un tren de sus andenes.
Y también fue el lugar más triste de la época.
Desde allí salieron los trenes cargados de judíos berlineses hacia los campos de concentración.
Por eso, cuando la estación fue destruida en la II GM, se rehizo una parada de tren nueva, pero en la superficie se dejó el antiguo pórtico gigante que servía de entrada a la estación, porque para los alemanes, el pasado nunca deber ser olvidado, tanto para lo bueno como para lo malo.
De ahí, que sea habitual encontrar la fuente Fraktur en muchas estaciones de Berlín creadas en aquella época.
Aquí os dejo unas imágenes de las diferentes tipografías, porque en este formato X solo me permite subir una foto, pero os recomiendo que leáis estas historias en IG (@yosoycorra) donde si puedes ver todas las fotos.
Por estas estaciones y algunas más, viajan mis personajes de El escritor y la espía, mi última novela que habla de trenes, espías y, sobre todo, literatura:
En Berlín, hay un puente en el que dos luces juegan al piedra-papel-tijera durante toda la noche.
Y no lo hacen por jugar, sino por recordar una vieja historia berlinesa.
Jugad conmigo en este hilo de #berlinespobreperosexi
El 9 de noviembre de 1989 cambió la historia de Berlín. Es el momento que el muro cayó y, por fin, los vecinos pudieron reencontrarse casi 40 años después.
El muro se derribó en casi toda la ciudad, pero aún queda un lugar que fue el símbolo de la separación durante años.