A principios del siglo XX, un aventurero gallego se convirtió en rey de la tribu amazónica de los jíbaros. Durante su reinado, sus dominios abarcaban una extensión equivalente a la mitad de España. Así nació Alfonso I de la Amazonia, el rey de los jíbaros. Tira del hilo 🧵👇🏽👇🏽👇🏽
Alfonso era vecino de Avión, Ourense, y emigró a Brasil a los 18 años de edad, en busca de la fortuna que no encontraba en su tierra. Tras algún tiempo moviéndose por Sudamérica, acabó estableciéndose en Iquitos, Perú.
Fue en esta ciudad donde se dedicó a la recolección del caucho, en auge en aquella época, hasta que, debido a la crisis de este material por la competencia de Malasia, partió junto a un compañero, rumbo a las profundidades de la selva amazónica, en busca de oportunidades.
Las crónicas cuentan que los exploradores, tras adentrarse río arriba, mantuvieron un enfrentamiento con la tribu de los jíbaros, conocidos por ser unos guerreros sanguinarios, reductores de cabezas y por matar a todos los hombres blancos que se adentraban en sus dominios.
Pero como (casi) siempre, el amor mueve el mundo… Su físico enamoró a la hija del “monarca” de la tribu y, en consecuencia, se convirtió en el primer “hombre blanco” al que los jíbaros perdonaron la vida. Su acompañante no corrió su misma suerte…
Alfonso se ganó el respeto de los indígenas y enseñó a los indígenas conocimientos prácticos para mejorar sus condiciones de vida: molinos de agua, curtido de pieles, desecación de la carne, extracción de sal…
Por eso, a la muerte de su suegro, Graña fue coronado rey de los Jíbaros y de la Amazonia Occidental, con el nombre de Alfonso I, cargo que ostentó durante 12 años y que lo convierte en el último monarca que ha dado Galicia en 1.000 años.
Quien lo conocía, simplemente pensó que se había perdido en la selva, ya que durante mucho tiempo nadie supo nada sobre él, hasta que, años después de su desaparición, reapareció en la civilización de manera espectacular.
Unos nativos contaban que en el Amazonas mandaba un hombre blanco, Alfonso I, un rumor al que nadie daba crédito, hasta que un día apareció en Iquitos por el río capitaneando 2 balsas repletas de nativos y tesoros de la selva. Fue entonces cuando el mito se convirtió en leyenda.
Desde ese día, cada 6 meses, Graña iba a Iquitos para comerciar. Sus súbditos lo adoraban y seguían a todas partes. En la ciudad les curaba las úlceras, les cortaba el pelo, les compraba helados y los llevaba al cine.
Incluso, ocasionalmente, se vestían de frac y sombrero de copa y paseaban por la ciudad en un Ford descapotable.
Graña también guiaba expediciones. En 1933 el piloto español, Francisco Iglesias Brage, mientras planeaba su expedición al Amazonas, conoció a Alfonso en Iquitos.
Graña prometió al capitán español toda la ayuda necesaria para que la expedición recorriera todo el Amazonas sin dificultades con las tribus hostiles y puso a su disposición a los 5.000 nativos sobre los que reinaba, para grabar una película.
Pero a pesar de la ilusión del Gobierno de la República española por la Expedición Iglesias al Amazonas, la Guerra Civil hizo que se suspendieran los preparativos.
Pero la hazaña que le consagró como dueño y señor de tan vasto territorio fue cuando recuperó un hidroavión estrellado de las fuerzas aéreas peruanas y a uno de sus tripulantes.
Alfonso se encargó de entregar el avión y el tripulante a las autoridades peruanas, dejando la incógnita de cómo fue capaz de realizar semejante proeza con un par de primitivas barcazas. Por este gesto, el gobierno de Perú reconoció oficialmente su soberanía de la Amazonia.
La autoridad de Alfonso Graña sobre la selva llegó a consolidarse de tal manera que cuando la petrolera norteamericana Standar Oil, propiedad de Rockefeller, realizó una expedición para sondear petróleo en el Alto Amazonas, tuvo que negociar un tratado con él para poder hacerlo.
Sólo el rey de los Jíbaros podía evitar ataques a los norteamericanos, proveerles de víveres y, decirles dónde sondear…
Alfonso Graña nunca volvió a Galicia y murió en plena selva a los 56 años de edad, en 1934. Sus súbditos sepultaron su cuerpo en un lugar desconocido de la Amazonia, pero su dinastía y su legado han perdurado.
Su nieto, Kefren Graña, es el líder de la Federación Wampis del Río Santiago, que vigilan y controlan la riqueza y los recursos naturales del Reino que una vez gobernó su abuelo.
En Avión todavía puede visitarse su casa natal en ruinas. En una de sus paredes hay una placa con una leyenda: “Casa natal de Alfonso Graña, rey de los jíbaros. 1878 – 1934”.
En la actualidad, el Aeropuerto de Arequipa (Perú), lleva el nombre del piloto rescatado del hidroavión por Graña: “Aeropuerto Internacional Alfredo Rodríguez Ballón”.
Puedes leer la historia completa, que publiqué en 2019 en los diarios @quincemil15000 y @treintayseis_36 de @elespanolcom, aquí: elespanol.com/quincemil/cult…
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En 1907, un explorador occidental llegó a una isla remota del Pacífico donde encontró una ciudad de piedra construida sobre el mar. Tenía canales, muros ciclópeos y templos, pero nadie sabía quién la había levantado.
Su nombre era Nan Madol...
Tira del hilo 🧵👇🏽👇🏽👇🏽
Nan Madol está en la isla de Pohnpei, en Micronesia. Es un conjunto de 92 islotes artificiales unidos por canales, conocido como “la Venecia del Pacífico”. Fue construido enteramente sobre arrecifes de coral.
Sus muros, hechos con columnas de basalto, alcanzan los 8 metros de altura y pesan cientos de toneladas. Lo más enigmático es que no hay registros escritos de cómo ni por qué se levantó esta ciudad sobre el océano.
En 1944, en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial, la inteligencia aliada escuchó rumores inquietantes: los nazis trabajaban en un arma secreta con forma de campana capaz de alterar la gravedad.
La llamaban Die Glocke...
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El nombre significa “La Campana” en alemán. Según los informes, era un artefacto metálico de unos 3 metros de altura, con paredes gruesas y un extraño brillo. Se decía que emitía un zumbido agudo cuando se encendía.
Las supuestas investigaciones las dirigía el SS general Hans Kammler, encargado también de otros proyectos secretos como los cohetes V-2. Kammler desapareció misteriosamente al final de la guerra, alimentando las leyendas sobre Die Glocke.
En 1859, un joven de 22 años llegó a los campos petrolíferos de Pensilvania y vio a los obreros que se cubrían con una sustancia espesa y oscura para curar sus cortes y quemaduras.
Aquella pasta pegajosa acabaría siendo conocida como vaselina...
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Su nombre era Robert Chesebrough y era un químico neoyorquino que había trabajado en destilerías de aceite de ballena. La llegada del petróleo estaba cambiando la industria, y él buscaba nuevas oportunidades en este negocio emergente.
En los campos petroleros vio cómo de las bombas surgía un residuo espeso llamado rod wax. Los obreros lo consideraban una molestia, pero decían que ayudaba a curar las heridas, así que Chesebrough decidió investigar qué tenía de especial esa sustancia.
En 1967, tras la guerra de los Seis Días, Israel prohibió la bandera palestina en Gaza y Cisjordania. Exhibirla podía llevarte a la cárcel, pero los artistas palestinos encontraron un símbolo alternativo.
La sandía...
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Ese año, Israel ocupó Jerusalén Este, Cisjordania y Gaza. Para controlar cualquier expresión nacional, se prohibió mostrar los colores rojo, verde, negro y blanco juntos, incluso si no formaban una bandera oficial.
En este contexto, la bandera se convirtió en un acto de resistencia visual, pero, si no podías usarla, ¿cómo mostrar tus colores sin acabar detenido? Justo ahí nació la creatividad que haría de la sandía un símbolo político.
En 1885, un tren podía salir de Copenhague y, horas después, aparecer en Hamburgo. No había puentes entre Dinamarca y Alemania, pero el convoy había cruzado el mar sin desmontarse.
¿Cómo? Gracias a barcos diseñados para transportar trenes completos
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En el siglo XIX, el ferrocarril revolucionaba el transporte en tierra, pero el mar seguía siendo un muro imposible. Entre Copenhague y Hamburgo había 300 km y un tramo de agua que parecía condenar cualquier trayecto directo en tren.
La solución llegó con una idea que parecía sacada de una novela de ciencia ficción: ferris especialmente diseñados para transportar trenes completos, locomotoras incluidas, embarcándose y desembarcando como si fueran vagones sobre una vía invisible en medio del mar.
En 1901, un niño de 13 años entró en el Club de Ajedrez de La Habana para enfrentarse al campeón de Cuba. Lo derrotó sin perder ni una pieza importante.
Ese niño acabaría siendo uno de los mejores ajedrecistas de todos los tiempos: José Raúl Capablanca.
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Capablanca nació en 1888 en La Habana. Aprendió a jugar viendo a su padre mover las piezas y, sin recibir instrucción formal, a los 4 años ya dominaba el tablero con un talento natural que asombraba a todos.
Su estilo de juego era elegante, preciso y aparentemente sencillo, lo que le valió el apodo de “El Mozart del ajedrez”. No se limitaba a ganar, lo hacía con una claridad que dejaba a los rivales sin opciones desde el inicio.