Cuando el papa Pío XII murió en 1958, el mundo lloró al pontífice que había guiado a la Iglesia durante la Segunda Guerra Mundial.
Nadie imaginaba que su cuerpo acabaría explotando por el calor, provocando uno de los funerales más grotescos de la historia
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Pío XII, nacido Eugenio Pacelli, murió a los 82 años debido a una insuficiencia cardíaca aguda provocada por un infarto de miocardio. Su médico afirmó que el papa estaba agotado por completo, habiendo trabajado más allá de sus límites.
La escena parecía sagrada: su cadáver reposaba en el palacio de Castel Gandolfo rodeado de cardenales, incienso y oraciones, pero tras el telón litúrgico, algo empezó a ir mal, muy mal. El cuerpo se hinchaba, sudaba, se tornaba oscuro y empezaba a desprender un hedor insoportable
El responsable de aquel esperpento era su médico personal, Riccardo Galeazzi-Lisi, un hombre que se creía un genio de la medicina papal y que quiso experimentar un método de embalsamamiento “natural” con hierbas, vinagre, resina y una cámara de cristal cerrada herméticamente.
Lo que Galeazzi no previó fue que su técnica bloquearía la salida de gases y aceleraría la putrefacción. El cuerpo del Papa se cocía por dentro, y lo que debía ser una imagen santa para el mundo se convirtió en una bomba a punto de estallar.
Durante el traslado del cadáver hacia Roma, bajo el sol de octubre y en un ataúd sin refrigeración, los gases acumulados reventaron la piel, y el cuerpo del papa literalmente explotó, provocando un espectáculo dantesco ante la Guardia Suiza y la Curia.
Las mejillas se desgarraron, los fluidos brotaron entre los pliegues de la sotana y el hedor era tan intenso que los asistentes huyeron tapándose la boca. El ataúd, cubierto de flores, tuvo que ser sellado de urgencia con clavos y perfumes.
Como si no bastara, Galeazzi-Lisi había hecho algo aún más siniestro: había fotografiado el cuerpo en su estado avanzado de descomposición y ofrecido las imágenes a la prensa, buscando dinero y notoriedad, lo que desató un escándalo sin precedentes en el Vaticano.
El médico fue inmediatamente expulsado de la Casa Pontificia, denunciado por “indignidad médica y traición”, y apartado para siempre de cualquier cargo eclesiástico, pero el daño ya estaba hecho: el Papa que debía ser llorado con solemnidad había sido ultrajado.
En la Basílica de San Pedro, las ceremonias continuaron como si nada y miles de fieles desfilaron ante un ataúd sellado, sin saber que bajo aquella tapa yacía un cuerpo descompuesto e irreconocible.
Pío XII murió como vivió: envuelto en el misterio, rodeado de sombras y cubierto por una liturgia que no siempre ocultaba la realidad. Su cuerpo se descompuso como su pontificado, encerrado en sí mismo y con más silencios que palabras...
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En 1944, en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial, la inteligencia aliada escuchó rumores inquietantes: los nazis trabajaban en un arma secreta con forma de campana capaz de alterar la gravedad.
La llamaban Die Glocke...
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El nombre significa “La Campana” en alemán. Según los informes, era un artefacto metálico de unos 3 metros de altura, con paredes gruesas y un extraño brillo. Se decía que emitía un zumbido agudo cuando se encendía.
Las supuestas investigaciones las dirigía el SS general Hans Kammler, encargado también de otros proyectos secretos como los cohetes V-2. Kammler desapareció misteriosamente al final de la guerra, alimentando las leyendas sobre Die Glocke.
En 1859, un joven de 22 años llegó a los campos petrolíferos de Pensilvania y vio a los obreros que se cubrían con una sustancia espesa y oscura para curar sus cortes y quemaduras.
Aquella pasta pegajosa acabaría siendo conocida como vaselina...
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Su nombre era Robert Chesebrough y era un químico neoyorquino que había trabajado en destilerías de aceite de ballena. La llegada del petróleo estaba cambiando la industria, y él buscaba nuevas oportunidades en este negocio emergente.
En los campos petroleros vio cómo de las bombas surgía un residuo espeso llamado rod wax. Los obreros lo consideraban una molestia, pero decían que ayudaba a curar las heridas, así que Chesebrough decidió investigar qué tenía de especial esa sustancia.
En 1885, un tren podía salir de Copenhague y, horas después, aparecer en Hamburgo. No había puentes entre Dinamarca y Alemania, pero el convoy había cruzado el mar sin desmontarse.
¿Cómo? Gracias a barcos diseñados para transportar trenes completos
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En el siglo XIX, el ferrocarril revolucionaba el transporte en tierra, pero el mar seguía siendo un muro imposible. Entre Copenhague y Hamburgo había 300 km y un tramo de agua que parecía condenar cualquier trayecto directo en tren.
La solución llegó con una idea que parecía sacada de una novela de ciencia ficción: ferris especialmente diseñados para transportar trenes completos, locomotoras incluidas, embarcándose y desembarcando como si fueran vagones sobre una vía invisible en medio del mar.
En 1901, un niño de 13 años entró en el Club de Ajedrez de La Habana para enfrentarse al campeón de Cuba. Lo derrotó sin perder ni una pieza importante.
Ese niño acabaría siendo uno de los mejores ajedrecistas de todos los tiempos: José Raúl Capablanca.
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Capablanca nació en 1888 en La Habana. Aprendió a jugar viendo a su padre mover las piezas y, sin recibir instrucción formal, a los 4 años ya dominaba el tablero con un talento natural que asombraba a todos.
Su estilo de juego era elegante, preciso y aparentemente sencillo, lo que le valió el apodo de “El Mozart del ajedrez”. No se limitaba a ganar, lo hacía con una claridad que dejaba a los rivales sin opciones desde el inicio.
El 30 de septiembre de 1769, en Villoviado (Burgos), nacía Jerónimo Merino.
Nadie podía imaginar que aquel niño de familia humilde llegaría a aterrorizar al mismísimo Napoleón Bonaparte, derrotándole en 58 batallas y convirtiéndose en una leyenda.
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En 1808, Merino era el párroco de su pueblo cuando llegaron soldados franceses. Requisaron grano, ganado y abusaron de sus vecinos. Algunas fuentes dicen que incluso ultrajaron a su hermana. Lo encarcelaron en Lerma, pero logró escapar con un objetivo: vengarse
Al principio solo contaba con un criado y un sobrino, atacando a soldados aislados y emboscando a pequeños grupos de franceses. La noche de Reyes de 1809 asaltó a un correo francés con su escolta. A finales de mes ya mandaba a 20 hombres armados que sembraban el terror en Burgos
Todos conocemos la extraordinaria historia del legendario Oskar Schindler, pero hoy te voy a hablar de un español que salvó a más de 5.000 judíos y que sigue siendo un desconocido:
Ángel Sanz Briz, el español que convirtió a Schindler en un aficionado...
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Ángel Sanz Briz nació en Zaragoza en 1910. Tras estudiar Derecho, ingresó en la Escuela Diplomática. Su primer destino fue El Cairo, y en 1942 llegó a Budapest como secretario de la legación española, sin imaginar que allí haría historia.
En marzo de 1944, Hitler ocupó militarmente Hungría y las deportaciones de judíos comenzaron de inmediato. En pocos meses, cientos de miles fueron enviados a Auschwitz y Sanz Briz fue testigo directo de ese horror.