En el contexto de la guerra de expansión que el imperio del Sol naciente llevaba a cabo en China, a lo largo de seis semanas descargó toda su rabia contra la población de Nankín. La masacre sobrepasa los límites imaginables de cualquier ser humano.
[Abro hilo]
Durante la Era Meiji, Japón pasó de ser un país feudal a una sociedad industrializada. Imitando a las potencias occidentales, adoptó una política expansionista. Se anexó Taiwan, convirtió a Corea en un estado títere y venció a Rusia, consolidando su influencia sobre Manchuria.
Al concluir la I Guerra Mundial, era el país más poderoso de Asia. En 1926, ascendió al trono Hirohito, nieto del emperador Meiji.
El 7 de julio de 1937, un enfrentamiento entre tropas chinas y japonesas en el puente Marco Polo sirvió como pretexto a una invasión a gran escala.
Tras capturar Shanghái, el Ejército Imperial marchó hacia Nankín. El gobierno chino evacuó la ciudad. Miles de soldados y civiles quedaron atrás. Chiang Kai-shek ordenó resistir, pero las defensas colapsaron. El 13 de diciembre, los japoneses entraron en la capital.
Los altos mandos de Japón decidieron que los militares chinos capturados no recibirían la consideración de “prisioneros de guerra”. Esto los alejaba de la protección ofrecida por la Convención de Ginebra, dejándolos a merced de las tropas invasoras.
“Maten a todos los prisioneros”, fue la orden que dio inicio al genocidio. La violencia no se detuvo ante niños, embarazadas y ancianos.
Se emplearon métodos de tortura diseñados a infligir dolor y humillación.
Entre los oficiales se organizaron "concursos de degüello".
El soldado Nagatomi Hakudo contó: “El oficial japonés desenvainó su espada y con un fuerte y repentino golpe la descargó sobre el cuello de un muchacho chino que se encogía de miedo. Fue un corte limpio. La cabeza cayó (...) mientras 2 fuentes de sangre brotaban del cuello.”
Robaban. Disparaban al azar, sin ningún remordimiento. Muchas víctimas fueron empaladas con bambúes afilados o postes de madera, dejándolas morir lentamente. De un sablazo, partían cuerpos a la mitad. Arrojaban niños a hogueras frente a sus padres.
En el río Yang Tse fueron fusilados y lanzados al agua miles de civiles. A otros, para ahorrar munición, los amarraban a un árbol y atravesaban con una katana mientras permanecían conscientes. Hubo casos de prisioneros que fueron forzados a comer su propia carne cortada.
Obligaban a un grupo a cavar un hueco en la tierra mientras un segundo grupo los enterraba. Clavaban reos en tablas de madera y los aplastaban. Les arrancaban la piel. Los usaban como diana para practicar con la bayoneta. Les arrancaban los ojos; picaban narices y orejas.
Las cabezas cortadas eran colocadas en jaulas o ensartadas en alambres. Los restos de mujeres asesinadas eran exhibidos en poses obscenas.
Alrededor de 12 000 cuerpos fueron arrojados en “el reguero de los 10 000 cadáveres”, una fosa de 300 metros de largo por 5 de ancho.
La violencia sexual fue la tortura más común. En Nankín ocurrió una de las mayores violaciones en masa de la historia de la humanidad. Los números oscilan entre 20 000 y 80 000. Tanto niñas como ancianas fueron vilmente violadas a cualquier hora y en cualquier sitio.
Las vejaciones venían acompañadas, casi siempre, de la muerte de familias enteras. Una de las formas de “entretenimiento” era el empalamiento de vaginas. Las calles estaban llenas de cadáveres con las piernas abiertas y los orificios perforados. Cientos de mujeres se suicidaron.
Las casas quedaron en ruinas. Las bibliotecas, quemadas. Los símbolos, profanados. Se estima que los cuerpos apilados podían alcanzar la altura de un edificio de 74 plantas.
El gobierno japonés negó los permisos para informar hasta que todo rastro de barbarie fue borrado.
¿Por qué tanta crueldad?
De acuerdo con historiadores, los japoneses buscaban destruir la moral china mediante terror sistemático, entrenar a sus soldados para eliminar la empatía y demostrar superioridad racial (ideología militar Yamato-damashii).
A pesar de no haber ordenado directamente la masacre, el general Iwane Matsui cargó con la responsabilidad al no supervisar las acciones. Sus subordinados, el príncipe Yasuhiko Asaka y el general Heisuke Yanagawa permitieron y, en muchos casos, alentaron los crímenes.
Testimonios de periodistas y extranjeros testificaron el horror vivido. John Rabe, un comerciante del Partido Nazi, se puso al frente del Comité Internacional que refugió 20 000 civiles chinos. Fue apodado el “Buda alemán”. Cuando regresó a Alemania en 1938, notificó a Hitler.
La Masacre de Nankín fue juzgada en el Tribunal Internacional para el Lejano Oriente. Los generales Iwane Matsui y Hisao Tani fueron condenados a muerte. Otros altos oficiales murieron antes de 1945. La familia imperial no fue juzgada por los actos cometidos en la guerra de Asia.
Varias organizaciones a favor de los derechos humanos insisten que Japón tiene una responsabilidad legal y moral de compensar a las víctimas, especialmente a las esclavas sexuales enroladas por el Ejército en los países ocupados, conocidas como “mujeres de confort”.
En la actualidad, Nankín sigue siendo un genocidio "olvidado". El Tribunal de Guerra de Tokio estimó el número de muertes en 250 000, aunque se cree que fueron entre 300 000 y 500 000. Japón pidió perdón por “una política nacional equivocada”, pero ha descartado compensaciones.
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La noche del 21 de agosto de 1986, en el noroeste de Camerún ocurrió la peor catástrofe en la historia del país: 1746 personas y 3500 animales murieron por asfixia.
¿La causa? Un fenómeno geológico poco común llamado erupción límnica.
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El Lago Nyos es un lago de cráter volcánico ubicado en una zona con actividad magmática subterránea. Debajo, el magma libera gases volcánicos, principalmente dióxido de carbono (CO₂), que se disuelven en el agua del fondo.
Como el lago es profundo (más de 200 m) y estratificado, el CO₂ se acumula en las capas profundas sin liberarse a la atmósfera.
Aquel día, algo perturbó el equilibrio del ecosistema y desencadenó la liberación masiva de dióxido de carbono. Esto causó un efecto dominó.
Estaba tirada en el suelo recibiendo golpes y cortes de todas las maneras imaginables. Todos los nocauts logrados a lo largo de los años quedaron reducidos a nada. Ninguno de sus logros iba a salvarla. Hasta que decidió sacar su orgullo de luchadora.
[Abro hilo]
Christy Salters nació el 12 de junio de 1968 en Mullens, Virginia Occidental. Fue criada en un ambiente de trabajo duro. Desde niña, mostró un espíritu competitivo, destacando en baloncesto y atletismo. Sin embargo, su verdadera pasión llegó a los 19 años al descubrir el boxeo.
Se subió al ring en una época en la que el boxeo femenino era visto como un espectáculo marginal. Su estilo agresivo y potente gancho izquierdo llamaron la atención de los entrenadores locales. En 1989, a los 21 años, debutó como profesional.
The Bangles trasciende la nostalgia ochentera. Cuando Vicki, Debbi, Susanna y Michael irrumpieron en una industria dominada por hombres, cambiaron las reglas y demostraron que las mujeres podían tocar instrumentos, escribir canciones y liderar una banda.
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En diciembre de 1980, Susanna Hoffs respondió a un anuncio en el periódico The Recycler colocado por Lynn Elkind, compañera de casa de las hermanas Vicki y Debbi Peterson. Durante la llamada telefónica, descubrieron su amor compartido por Los Beatles y la música de los 60.
El primer ensayo ocurrió en el garaje de los padres de Hoffs esa misma noche.
Inicialmente llamadas The Colours, el cuarteto original (Hoffs, las Peterson y Annette Zilinskas) se sumergió en la escena Paisley Underground, movimiento que rescataba el sonido psicodélico de los 60.
“Acabo de llegar al lugar y el ama de llaves salió diciendo que se suicidó, que se ahorcó”.
De fondo se escuchan llantos desconsolados y gritos. La llamada proviene desde la residencia de Chester Bennington, vocalista de Linkin Park, en Palos Verdes.
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Chester Charles Bennington nació el 20 de marzo de 1976 en Phoenix, Arizona. A los 7 años, un “amigo mayor” comenzó a abusar sexualmente de él, algo que ocultó por miedo al estigma social. Para añadir más complejidad al asunto, su padre era detective de abuso infantil.
Sus padres se divorciaron cuando tenía 11 años. Las frecuentes mudanzas le impidieron crear vínculos estables. En la escuela lo humillaban por su delgadez y “aspecto diferente”. A este cóctel explosivo se unió el consumo diario de marihuana, cocaína, metanfetamina, LSD y alcohol.
Durante décadas, su teoría sonó como herejía. No eran los “miasmas” del aire, sino el Aedes aegypti el que provocaba la muerte. Finlay, un Quijote con lentes, persistió en el ostracismo, criando mosquitos en frascos mientras la fiebre amarilla seguía cobrando vidas.
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No es una enfermedad cualquiera. Es una degradación lenta del cuerpo. El enfermo se consume entre fiebres altísimas, vómitos incesantes de ese líquido negro y espeso y hemorragias por la nariz y la boca. Un color amarillo invade el blanco de los ojos. Deshidratación. Delirio.
Las campanas repican sin cesar. Los hospitales no dan más. Las muertes son atribuidas a “aires pestilentes” provenientes de materia orgánica en descomposición. Ante este panorama, se abrió paso el escepticismo. Pero, desde La Habana, surgió una teoría radicalmente nueva.
En la década de 1950, Cuba era una potencia emergente en los concursos de belleza internacionales. Pero este ascenso se vio interrumpido abruptamente con la llegada de la Revolución Cubana.
En 2024, tras 57 años de ausencia, el exilio revivió la tradición.
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En 1960, Fidel Castro calificó los certámenes de belleza como “frivolidades burguesas” y “herramientas del imperialismo”. Estos eventos, junto con cualquier otro rezago capitalista, fueron borrados de la geografía nacional. Cuba necesitaba obreras, no reinas de plástico.
“No existe una mujer más hermosa que una mujer miliciana, vestida de verde, con su boina, sus botas de combatiente y su mirada de guerrillera enérgica”, exclamó Fidel cuando decidió concentrar los esfuerzos nacionales en “asuntos de mayor envergadura”.