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Antes de 1808 España no era un cadáver decadente, al contrario: el comercio atlántico era muy activo, los circuitos fiscales y administrativos funcionaban, operaban los arsenales e ingenieros, y el saber científico y técnico era espléndido por todos los territorios del imperio. 
Desde el siglo XVI, pero con especial intensidad en el XVII, la Monarquía Hispánica defendió la Inmaculada Concepción de María como doctrina frente a las vacilaciones romanas. Era mucho más que teología, era un estandarte político, un signo imperial y un argumento diplomático. 
Ahora bien, nadie denuncia que una empresa busque su beneficio. Eso es su lógica propia. El problema surge cuando ese beneficio se obtiene dañando directa o indirectamente sectores estratégicos españoles, falseando el mercado o aprovechando la pasividad del Estado.
Porque España no es una invención reciente ni el producto de una Constitución. Sino que es una sociedad política con muchos siglos a sus espaldas, cuya realidad sólo se entiende siguiendo el hilo de su formación a lo largo de dichos siglos, en el seno de la Historia Universal. 


Y es que la «limpieza de sangre» se suele explicar como cuestión de fanatismo irracional. Pero su historia muestra otra cosa: una Monarquía que intenta defender el control de sus instituciones en un tiempo de guerras de religión, redes clandestinas y pugnas internas por el poder.
Durante siglos, la Monarquía Hispánica no se limitó a aguantar embestidas, porque también intervino, desbordó, infiltró, saboteó y explotó las fisuras de sus rivales. No era un Imperio a la defensiva, sino un Estado que entendía que la hegemonía se mantiene actuando. 
Los textos jurídicos islámicos clásicos, como el Bidaya de Averroes, no dejan lugar a dudas: la yihad es una obligación comunitaria para combatir a los infieles o a quienes rechacen el islam o su autoridad. No es un consejo moral, es un deber legal articulado por la sharía. 
Hoy muchos se llaman «de izquierdas», pero las izquierdas no son un bloque uniforme. El progresismo ha ido disolviendo su fundamento político clásico –las luchas por la estructura material de la sociedad– para sustituirlo por causas identitarias fragmentarias sin proyecto común. 
Desde el siglo XVI estos conversos ocuparon oficios urbanos, cargos de gobierno y posiciones clave en ciudades y cortes. Con lo que el conflicto era inevitable: rápidos ascensos, sospechas de lealtades dobles y pugnas con grupos establecidos. La lucha de clases era estructural. 

A mediados del siglo XIX Francia buscaba recomponer su prestigio y abrirse hueco en un continente que ya no era europeo. ¿La solución? Inventar un «mundo latino» que justificara su intervención en México y le permitiera presentarse como «hermana mayor» de los pueblos hispánicos. 
Mientras el PSOE histórico languidecía en el exilio bajo Llopis, el PCE era la fuerza clandestina organizada. Para EE.UU. y Alemania esto era inaceptable porque España tenía bases estratégicas, un Estrecho crucial y el precedente portugués demasiado fresco. Había que mover ficha. 

Esa guerra es producto de décadas de fricción entre Viena y Estambul. Asedios, incursiones y tensiones en Hungría que estallaron en 1593. Allí, el sultán buscó abrirse paso hacia el corazón europeo; y el emperador, ya debilitado, resistió gracias a que España sostuvo su esfuerzo. 
Tras la romanización, los romances peninsulares surgieron de manera diversa. Entre ellos, el castellano, nacido en la franja oriental del Reino de León y luego en Castilla. Pero su historia no se entiende sin el proceso que lo llevó más allá de sus límites iniciales. 
Los Tassis (o Tasso en su forma italiana) eran una familia lombarda de mensajeros al servicio de ciudades como Venecia o Milán desde el siglo XIII. Y para 1290 Omodeo Tasso, viendo el negocio, organizó al modo mongol una red de postas a caballo, precursora del correo moderno. 
Tras Utrecht, las naciones europeas creyeron haber reducido a España a potencia de segundo orden. Felipe V y su esposa, Isabel de Farnesio, pensaron lo contrario: reordenaron la Hacienda, el ejército y la Armada. Y con Alberoni al frente España volvió a mirar al Mediterráneo. 


Pero el mito nació pronto. desde Voltaire y los ilustrados, la Inquisición fue presentada como símbolo el atraso, del miedo y la superstición. Una España oscurantista frente a una Europa sublime. Así se fundó el cliché que aún hoy muchos repiten sin saber de dónde viene. 
La batalla de Chaldiran (1514) entre el Imperio otomano y el safávida no fue sólo un enfrentamiento militar, ya que fue el momento en que la división entre chiitas y sunitas dejó de ser teológica para convertirse en una frontera política y geoestratégica que llega hasta hoy. 
Y es que países como Inglaterra, Francia, Holanda o Estados Unidos codiciaron a menudo los secretos científicos y técnicos de España, protectora de su saber e imperio. Por lo que el espionaje que realizaron fue la mejor forma de homenaje a esa ciencia y tecnología españolas.
A comienzos del siglo XV el mundo se reordenaba, y los reinos asiáticos y europeos se tanteaban. En 1402 Tamerlán derrotó al sultán Bayaceto en Ankara y frenó la expansión otomana. Europa respiró: el peligroso turco se había detenido gracias a un conquistador venido del Este. 
