Tiene 68 años y llevaba una semana sintiéndose mal, con fiebre, dolor en los huesos y una sensación “de que no se hallaba”. Finalmente, cuando sintió que ya no podía respirar, decidió ir a urgencias. Para el momento de la consulta ya sus pulmones y su capacidad respiratoria no daban más. Eso y los 700 de glucemia, además de unos riñones que también se agotaron, hicieron que fuera necesario intubarla en forma urgente.

Este man es Carlos Arias. Es mi amigo y compañero de trabajo. Es anestesiólogo e intensivista, y lo que le pasó hace unos días le vale un aplauso y un reconocimiento que trataré de hacer por aquí. Como todos, el hombre tiene sus jornadas cotidianas de trabajo, algunas más llevaderas que otras, algunas francamente extenuantes, otras simplemente rutinarias.

Tenemos miedo. ¡Claro que tenemos miedo! No lo decimos, pero se nos nota en la mirada. En la pesadez de los ojos. En la sonrisa condescendiente con que nos saludamos en las entregas de turno. En el gesto compasivo con que nos vemos unos a otros. Un chiste más acerca del bendito virus para tratar de relajar la cosa. Un par de preguntas para actualizarnos sobre la situación en el país y en el mundo. En el fondo, las mismas preguntas todos los días: ¿qué vamos a hacer? ¿Qué nos espera? ¿Cómo va a ser esto? ¿Cuándo?

En el año 2003, en Necoclí Antioquia, me llamaron una tarde de domingo a hacer una necropsia. Cuando llegué a la morge del hospital buscando el cuerpo, me mostraron sobre una mesa una bolsa negra de plástico del tamaño de un balón de fútbol. Cuando la abrí, bastante desconcertado, me encontré con la sorpresa de que había solamente una cabeza. Pregunté por el resto del cuerpo. ”Quién sabe si aparezca doc, a veces aparecen y a veces no”, fue la respuesta del vigilante mientras se encogía de hombros.