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Sintió cómo le sacaban el tubo de la garganta poco a poco y pensó: llegó la hora. No tuvo miedo ni se agobió. En el fondo, con noventa años, había vivido una vida feliz. Total, si no moría de coronavirus, sería otra cosa. Qué más daba si era hoy, o dentro de un año o dos?
Entreabrió los ojos y vio a la enfermera mirarla con ternura. Ejecutaba los pasos con precisión, pero con un leve temblor de pulso. Está agotada la pobre, pensó. Tras las gafas de protección y la mascarilla de tela, se intuía una cara amable, pero reventada física y mentalmente.
Trató de esbozar una sonrisa. Pensó: esto es más duro para ella que para mí, intentemos despedirnos con una buena sensación. Con su último aliento pensaba en la cantidad de abuelos que esa pobre enfermera tendría que atender hoy. Y cuántos iban a acabar como ella.
Ella nunca había querido ser un estorbo. Era de una generación diferente. Una generación educada para dar, no para pedir. Para servir, no para exigir. Gente educada en la humildad, gente sencilla que iba siendo dejada atrás por este mundo loco de apariencias.
Por eso se había hecho cargo de hijos y de nietos sin rechistar. Por eso había usado su pensión para apoyar a su hija la mayor cuando la crisis del 2008. Por eso, cuando le dijeron que iría a una residencia, dijo que le parecía una buena idea.
Y ahí estaba, estirada en la cama, sintiendo las últimas bocanadas de aire despedirse de su boca. Se sintió como un árbol que se seca poco a poco, sólo que mucho más rápido. Primero los pies. Luego las manos. Y cuando el frío siguió subiendo, se preparó.
Cerró los ojos. Y oyó una voz, una voz distinta, una voz de hombre. La voz dijo “está lista?”. Abrió los ojos, y vio a un médico hablar con la enfermera. Revisaban su ficha. El médico la miró, y ella sintió algo de calor en las mejillas. Tomó una bocanada de aire. Estaba fresco.
El médico le dijo “ahora la ayudo a incorporarse”. Le dio la mano, y ella se reclinó sobre la cama. La luz de la mañana entraba cegadora por la ventana. Rápida, la enfermera corrió las cortinas. “Les pasa a todos, es normal que le moleste algo” – dijo. “Pronto se acostumbrará”.
Se sintió desorientada. No había visto a ese médico antes. Pero la llamaba por su nombre. Tenía su ficha. Claramente, sabía de qué hablaba. “Ya se puede ir, señora, aquí ya hemos acabado”. Y, efectivamente, sintió como su cuerpo respondía. Lento, pero se movía.
Pensó en cuántos días llevaba en la UCI. Recordaba cuatro. Luego le dirían que habían sido nueve días, luchando entre la vida y la muerte, valiente. Tanteó con los pies, el suelo estaba frío, pero encontró unas zapatillas de esas de hospital y se las puso.
“Cuando esté lista, me la llevo”. Aún incrédula, ella dijo “Pero ya me puedo ir?” “Sí, ya está”. Dijo la enfermera, ofreciéndole el brazo para que se apoyase. Sintió una lágrima en su mejilla. Tras días de angustia y sufrimiento, al final había acabado todo. Por fin.
Y le vinieron mil recuerdos sin ningún orden, como quien revisa rápidamente una colección de fotos. Se vio a si misma en el colegio de niña, y la cara de contento de su padre con las notas. Recordó el día de reyes cuando le trajeron un piano de juguete, la ilusión que le hizo.
El piano era de plástico, con unas cuerdas de alambre. Sonaba fatal, pero recordaba haber hecho mil conciertos en el comedor de su casa. Y haberlo arreglado una y otra vez cuando se salía una cuerda de sitio. Luego se mudaron de casa y nunca más vio ese piano rosa.
La imagen se desenfocó, y ya era el día de su boda. Se miraba en el espejo, repasando el vestido que ella misma había cosido. Era sencillo, y al mismo tiempo era el mejor vestido del mundo. Era de tul blanco con una flor bordada. “Vigile al ponerse de pie” le dijo la enfermera.
Emocionada se transportó al momento del nacimiento de los niños. Cada uno único e irrepetible. “Dónde están mis cosas?” preguntó al médico. “No se preocupe, le haremos llegar todo, ahora céntrese en acostumbrarse a caminar otra vez”, le respondió.
Del recuerdo de cómo nacieron los niños, le asaltó la tristeza de cuando le dejó su marido. Murió joven, fumaba mucho, y muriendo arrancó un trozo de su corazón que no se curó jamás. Ahora avanzaba, del brazo del médico, por el pasillo. Ojalá estuviese aquí, para verla salir.
“Es usted popular - hay gente que la espera” – le oyó decir. El pasillo era larguísimo. Y a cada paso resonaba un nuevo recuerdo. La niña haciendo deberes. Las vacaciones en Mallorca. La memoria saltaba, juguetona, por su cerebro. Se congelaba un instante, y pasaba a otro.
Se recordaba ahorrando y trabajando horas extras para pagar la boda de su hijo. Cómo había mentido para hacerle creer que les sobraba el dinero. “Valió la pena” – pensó. Todos y cada uno de esos momentos había valido la pena. Su vida había valido la pena.
Y de repente los nietos. Tan llenos de vida, de sueños y de ambiciones. Semillas de vida nueva que crecían rápidas y arrogantes para comerse el mundo. Pronto serían árboles, como ella, pero árboles nuevos, mecidos por un viento que ya era el suyo propio.
Y vio una figura en el fondo del pasillo. Una figura que había visto mil veces, con la que había compartido alegrías, tristezas y confesiones. La figura se levantó. No había cambiado nada en todos estos años. “Te esperaba” – le dijo. Y, en ese momento, todo cobró sentido.
De vuelta a la habitación, su cuerpo hueco suspiró, se quedó muy quieto, y ya no se movió más.

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