Desde las murallas de su fortaleza de papel, el generalito mira la ciudad vacía y sonríe. Los corazones están en llamas, pero las calles están en calma.
Justo como a él le gusta.
Por eso, el generalito intenta tapar el silencio de sus cañones con sus propios gritos:
-"¡Miserables!"
-"¡Les tocó la hora de ganar menos!"
-"¡Me han dado el poder para que lo entiendan por las malas!"
O hasta que algún valiente, harto de la sumisión, lanza una piedra como acto simbólico, y descubre, sin querer, que no rebota.
La pregunta es si seguiremos siéndolo cuando la ley que emane de su omnipotente lapicera atente contra nuestros derechos fundamentales.
Y hagámoslo más temprano que tarde. El generalito tiene cañones de cartón, pero sueña con unos de hierro.