#CosasQuePasanEnLaGuardia #110. Once de la noche. Camino rápido por el pasillo de los consultorios de guardia –sin notar el quejido de mis suecos contra el piso– con una máscara de oxígeno con reservorio para conectarle a una chica con sospecha de Covid (+)
(-) que satura noventa y uno y que respira rápido. Sé que si no mejora pronto, va a terminar intubada. Escucho pasos que se acercan, pasos pesados que suenan a hombre fornido. Se alternan veloces, aunque no corren. Son del de seguridad de la entrada que me alcanza a (+)
(-) la mitad de mi recorrido y me frena con un “Doctora” que no aguarda respuesta.
–Afuera en un auto hay un hombre que dicen que está muy mal –me larga agitado.
–¿Quiénes dicen?
–La familia.
–¿Y qué le pasa?
–Eso, que está muy mal.
Le indico que lo entren al consultorio(+)
(-) uno que acaban de limpiar después de que el paciente que lo ocupaba pasara al shock-room. Pienso que el del auto tiene suerte, que más temprano atendimos a un infartado en el pasillo por dos horas hasta que pasó a Unidad Coronaria.
(+)
(-)
–Es que es pesado y no camina mucho –el de seguridad me trae de vuelta a la realidad.
Lo miro por un segundo. Paso de él a mis escasos músculos y de nuevo a sus ojos.
–Yo cargarlo no voy a poder. Además, tengo que ocuparme ahora mismo de otra paciente que está fea. Por (+)
(-) favor pedí un camillero, pero que por las dudas vaya con todo el EPP.
El hombre asiente. Ya aprendió para esta altura lo que significa y lo necesario que es.
Se aleja y me apuro al consultorio de la chica. En la puerta me pongo las antiparras y la máscara que dejé (+)
(-) secándose afuera. El camisolín me lo calcé hace unos minutos al igual que el N95; ya me siento ahogada. Un par de gotas de transpiración bajan desde el nacimiento de mi pelo que llevo oculto en una cofia descartable que me constriñe las neuronas. Miro (+)
(-) alrededor: no hay nadie. Llevo la nariz –igualmente con disimulo– primero hacia mi axila derecha y luego hacia la izquierda. No siento nada y espero que sea porque tan roñosa no estoy y no por haberme contagiado el maldito corona.
Entro. Enchufo la máscara, (+)
(-) se la pongo y trato de distraerla. Le hablo del lindo clima que venimos teniendo y de cómo los gatos de los alrededores toman sol, de que hay uno gris oscuro de pelo largo y ojos amarillos que de a ratos me dan ganas de llevarme a casa, pero me contengo porque a mi (+)
(-) ahijado le dan alergia, que igual tal vez crezca y se le pase, y ahí hay que ver si el gato sigue por acá, porque es precioso, y encima un dulce de leche, así que seguro que alguien se lo lleva. Me cuenta que ella tiene dos, una parejita, dice. La nena se llama Cloé –así, (+)
(-) con acento en la E– y el nene Titán. Me hace acordar a la rata del Petiso que ya está otra vez con su dueño y me muero por ir a visitarlo. La chica sigue con sus gatos, que Cloé tiene un año y tres meses y Titán dos más. La miro hablar; las frases ya no se interrumpen (+)
(-) por bocanadas de aire. Le pongo el saturómetro: noventa y tres. Además, ahora respira algo más lento y no se le nota tanto esfuerzo.
–Vamos bien –le informo mientras voy para la puerta.
Me descambio paso a paso mientras me baño en alcohol. Limpio la máscara y las (+)
(-)antiparras y las dejo escurriéndose nuevamente.
Busco otro equipo de protección para revisar al hombre del que me habló del de seguirdad que calculo que ya debe estar adentro. Me visto y avanzo para el consultorio uno: está vacío. (+)
(-) Camino hacia la entrada de ambulancias sin inmutarme ante el portazo que se escucha a lo lejos. El de seguridad me informa que hay un solo camillero –los demás están contagiados–, que tenía que hacer un pase a terapia y otro a piso y que después viene.
(+)
(-)
Salgo y me acerco al auto. Junto a la puerta de atrás hay dos hombres –uno de no más de treinta y otro algo menor– y una mujer de alrededor de cincuenta años. Todos tienen ojos tirando a amarillos; parecen parientes del gato que quiero adoptar. Adentro, tirado en el (+)
(-) asiento, está el hombre que de verdad parece estar seriamente mal. Tendrá ochenta y tantos. Su brazo, el derecho, está encogido hacia el pecho, con la mano pegada a él. La boca también la tiene rara, chanfleada, y la cara, torcida, rígida. Respira rápido, aunque (+)
(-) no tanto como la chica de la máscara, y emite un sonido que parece la conjunción de lo que creo que debe ser el llanto de una vaca herida con el relincho de un caballo viejo tras un rebencazo imprevisto. Alterna eso con accesos de una tos ahogada
(+)
(-)
–Ayúdelo por favor –ruega la mujer de los ojos amarillos cuyo pelo castaño por los hombros enmarca un tapabocas con las siglas de una marca de carteras caras.
Huele al perfume que usaba mamá cuando yo era chica. Recuerdo cuando le pedía que me hiciera upa, (+)
(-) que ella me contestaba que ya estaba grande y pesada y que no podía, que yo lloraba –desde mis cuatro o cinco años– y ella agarraba una silla, se sentaba, y me hacía subirme encima mirando para atrás, con una pierna a cada lado rodeándole la cintura. Upa sentadas, decía. (+)
(-) Yo apoyaba la cabeza en su hombro con la nariz apuntándole al cuello y dejaba que su olor me hipnotizara hasta que las lágrimas desaparecían.
–Por favor, ayude a mi papá –agrega el menor de los varones al que hacía nieto del señor.
Les pregunto hace cuánto está (+)
(-) así mientras mi índice grafica el contorno del hombre desde lejos. Me cuentan que desde hace unos días, pero que los gritos empeoraron hoy y por eso vinieron.
–Nos daba miedo traerlo y que se agarre el coronavirus este, pero ahora que respira así, seguro ya lo (+)
(-) tiene ¿no? –se suma el hijo mayor.
Me pregunto por lo otro, lo que ni nombraron, su brazo, su cara torcida, su boca y los gruñidos. Si será previo o no y cuán previo. El hombre emite otro de sus rugidos y me saca de mi interrogatorio interno. (+)
(-) Miro hacia la puerta: no hay señales del camillero. Le pregunto a los hijos si pueden ayudarme a cargarlo mientras le pongo el saturómetro que no lee sus dedos huesudos y bastante fríos. El mayor habla de una hernia de disco y el otro de un desgarro ni sé de dónde.
(+)
(-)
–Yo la ayudo, doctora –se ofrece la mujer del barbijo de marca de carteras caras. Se oye fuerte y decidida.
La miro. Dudo que podamos hacerlo solas.
–Ya estoy acostumbrada –insiste.
Adoro su predisposición. (+)
(-) Le informo que voy a conseguir una silla y enseguida vengo. En el trayecto me cruzo con el emergentólogo y le pido que me de una mano.
–Mientras no sea un regalito para mí… –contesta y se me suma.
Recorremos los distintos pasillos y recovecos en busca de una, sin éxito.(+)
(-)
–Camilla –dice casi para él mismo y desaparece.
Vuelve al minuto con una de las de ruedas que pusimos en un pasillo para atender al infartado y nos apuramos hacia el auto. Entre los tres, con escasa ayuda de los hijos, subimos al hombre y lo llevamos al (+)
(-) consultorio uno en cuya camilla mi compañera –una morocha suplente– estaba por atender a la próxima en la lista. Apenas nos ve, la paciente ofrece salir y lo hace sin aguardar respuesta. (+)
(-) Pasamos al señor de los mugidos a la camilla de la pared izquierda del consultorio y ahí noto que, con la mano izquierda –cuyos dedos se hallan extendidos y agrupados en una posición poco natural– se recorre el abdomen. (+)
(-)
El emergentólogo se aleja con la camilla salvadora no sin antes largarme por lo bajo un “no me lo vayas a pasar”.
Mi compañera me da una mano para tomarle al hombre los signos vitales mientras les pedimos a los familiares que se quede uno solo. (+)
(-) La elegida es la mujer con perfume a mi mamá, que resulta que es la esposa; hubiera jurado que era la hija. Nos cuenta que el hombre tiene cincuenta y ocho, pero que la vida le pegó fuerte en tema salud: tuvo dos ACV y desde el último que ya no habla ni camina. (+)
(-) Además, es ex tabaquista, EPOC, hipertenso, tuvo cáncer piel hace menos de un año (cree que melanoma, operado, por el que no tuvo que hacer quimio) y tiene un tema cardíaco que no sabe precisar. Hace tres días empezó a quejarse, no entendían bien de qué. (+)
(-) Lo de agarrarse el abdomen es de hoy, así como la respiración rápida. No tuvo fiebre ni vómitos, solo algo de diarrea y antes le estaba costando ir al baño. La tos es de siempre, aunque tal vez ahora esté algo peor.
Indago acerca de la medicación que toma: la lista es (+)
(-) interminable. Los vitales dan espantosos: su temperatura es extremadamente baja –eso es peor que la fiebre– y la presión está en sintonía. No está taquicárdico, pero solo porque la medicación del corazón no se lo permite. Saturarlo sigue imposible por lo frío y respira (+)
(-) más rápido que antes. Entre las tres lo enderezamos boca arriba mientras el hombre nos larga unos cuantos de sus gruñidos. Le agarro la mano menos afectada por los ACV y se la aprieto.
(+)
(-)
–Perdone, le prometo que lo revisamos rápido y lo dejamos tranquilo –pronuncio–. Necesitamos saber qué le pasa para poder ayudarlo.
Él cierra los ojos y los abre varias veces.
Entibio la membrana del estetoscopio con las manos y se la apoyo sobre el tórax, (+)
(-) primero adelante y luego hacia los costados y algo atrás. Se oye poco y nada y en medio de esa nada se intercalan un moco rasposo que no logra salir y una tos seca que me apuñala. Paso al abdomen. No hay más que silencio. Está algo distendido (hinchado digamos). (+)
(-) Lo toco suave y ahí el quejido es leve. Apenas aprieto un poco más, emite de nuevo uno de sus gruñidos animalescos. Intento buscar dónde se ubica el dolor: es en toda la panza y, al soltar, el sonido que sale de su boca me dispara a las neuronas. (+)
(-) Agarra mi mano con los dedos como pinza y sus ojos me imploran que basta.
–Ya está, mi amigo. Se portó muy bien. Perdón –le acaricio la frente–. Vamos a ponerle algo para que mejore.
Cierra los ojos. Los mantiene así tres segundos y los abre.
(+)
(-)
–Dice que gracias –traduce la mujer.
Le sonrío detrás de mi EPP. Caigo lo estúpido del gesto y bajo la cabeza para volverla a subir.
Mi compañera se descambia, sale, busca una máscara de oxígeno como la que le puse a (+)
(-) la chica de los gatos y me la alcanza. Se la coloco al hombre, me descambio y salgo. Le pedimos un laboratorio, un suero y le escribo al residente de cirugía: “Paciente peritoneal, mil antecedentes, bajá pronto por favor que quiero ponerle analgesia” (analgesia es algo (+)
(-) para el dolor). Me clava el visto.
Mi compañera va a buscar a un enfermero mientras yo me apuro al tomógrafo. Respiro hondo y cuento hasta cinco antes de golpear. Miro al techo y pido que el que esté le ponga onda. Abren. Es un hombre alto, con camisolín, (+)
(-) barbijos, máscara y antiparras debajo. No lo reconozco.
–Hola. ¿Qué pasó? –pregunta y su voz me resulta un enigma.
–Necesito una tomo urgente. Tórax abdomen y pelvis. Está feo el paciente.
–Me están trayendo un positivo, y después tienen que (+)
(-) limpiar. ¿Es positivo el tuyo?
–Tiene tos y respira rápido, pero parece más un cuadro abdominal.
–Entonces va a tener que esperar –concluye.
–Es que no tiene mucha tela, en cualquier momento se me va a ir al tacho y necesito la (+)
(-) TAC para que lo suban YA a quirófano –le digo mientras me pregunto si realmente eso es lo que más le conviene al paciente o si simplemente tengo que sacarle el dolor y dejarlo en paz.
El ser detrás de la máscara se me queda mirando. Hace un ruido con la boca, un chasquido.
+
(-)
–Ya mismo entonces. Traelo en un pique.
Sigo sin saber quién es. Un suplente, eso es seguro. Me dan ganas de abrazarlo.
Corro. Busco la camilla con la que lo entramos y al emergentólogo que está cenando en el estar.
(+)
(-)
–Si no querés que sea tuyo ayudame a llevarlo a tomo y a que lo compre cirugía –le propongo.
Sonríe por encima del barbijo que tiene por el mentón mientras come el final de su hamburguesa.
–Ni comer en paz me dejan –protesta con la misma sonrisa mientras se levanta.
(+)
(-)
–Voy llevando la camilla –lo apuro.
–Lo caro que te va a salir esto… –se ríe mientras me alejo.
Yo sonrío porque sé que no tanto y me alegro de estar de guardia con él.
Se cambia rápido, viene y logramos llevar al hombre a tiempo. (+)
(-) El resultado es horrendo. Tiene el intestino dilatado con aire en la pared. Todo el intestino está así y tiene líquido suelto en la panza, bastante. Sus pulmones, además, están espantosos, y no parece ser solo por su EPOC. (+)
(-)
–Está muerto –se le escapa al emergentólogo mientras miramos las imágenes.
Quisiera poder contradecirlo, pero sé que tiene razón.
–¿Le avisaste a cirugía? –pregunta.
–No vinieron todavía –bajo y subo la cabeza.
Desde el celular graba un video con las imágenes. (+)
(-) Lo manda con un “bajen y hablen el asunto antes de que se muera y queden como el culo”.
A los cinco minutos el residente –con ojeras demasiado profundas que se asoman por encima de su N95– está al lado del paciente. Tiene una máscara puesta, pero no camisolín. (+)
(-)
Le chisto y le remarco que puede que tenga Covid.
–Seguro es una isquemia mesentérica. No todo es Covid –me larga.
(Habla de que al intestino no le llegó sangre por un vaso tapado y se le fue muriendo el tejido)
–El tórax no está lindo en la tomo –insisto.
(+)
(-)
Se lo pone de mala gana y entra. Yo me quedo ahí escuchando.
–Mire, señora, su marido está muy grave –arranca–. Parece que tiene el intestino muerto adentro y eso es malo, muy. Además me dicen que los pulmones están mal también. Lo voy a hablar con (+)
(-) mis superiores, pero el panorama no es bueno y no creo que haya mucho por hacer.
Pronuncia esas palabras que espero no tener que escuchar nunca –o al menos no pronto– respecto a mi familia o amigos. Las dice, además, adelante del (+)
(-) paciente que, otra vez, cierra los ojos por tres segundos. La mujer, ahora, no traduce un gracias. Habla fuerte con los ojos amarillos que escupen fuego.
–¿Pero qué me estás diciendo? ¿No piensan hacerle nada? ¿Cómo podés decirlo tan tranquilo?(+)
(-)
–Yo sé que es difícil de entender, pero créame que sería lo mejor para su marido –sostiene el residente.
–No. No te creo. No puedo creer eso. Ustedes tienen que hacer su trabajo. Lo tienen que salvar –le larga la mujer más fuerte todavía desde su furia que creo que es (+)
(-) más con el mundo que con el residente.
–Es que si lo operamos probablemente se muera en quirófano o quede ostomizado y con muy mala calidad de vida. También hay que pensar en eso –insiste él.
–¿Cómo? ¿De qué me hablás? ¿Por qué no te bajásdel pedestal y me hablás (+)
(-)claro, nene?
–Digo que si operamos a su marido y sobrevive va a quedar seguro con el intestino enchufado a la piel, con la bolsita, que la calidad de vida de él ya es mala y eso la haría peor.
–¿Qué sabés vos de la vida de mi marido? ¿Qué sabés vos de nuestra (+)
(-) vida? –le grita la mujer mientras explota en un llanto furibundo.
El residente se queda mirándola. Yo le hago señas para que salga, que la deje respirar. Él baja la cabeza y acata. Sale con los ojos rojos de un día que probablemente a él también (+)
(-) lo molió a palos.
La mujer agarra la mano menos mocha de su marido mientras las lágrimas le bañan las mejillas. Me reclino un rato contra la pared del costado de la puerta del consultorio, tiro la cabeza para atrás y cierro los ojos. (+)
(-) Pienso en mi familia, en mi ahijado, en mis amigas, en que necesito sus abrazos, en que no doy más y en que realmente necesito poder hacer algo por este paciente, pero siento que no queda nada por hacer. Respiro hondo y cuento hasta cinco, hasta ocho, hasta diez. (+)
(-) Dejo de contar y sigo respirando mientras muerdo fuerte. Los músculos de mis hombros se vuelven de piedra, como los de las pantorrillas y hasta los del traste. Abro los oídos y escucho. La mujer ya dejó de llorar. Junto fuerzas y avanzo hacia el office de enfermería. (+)
(-) Le reclamo la vía a los enfermeros y me explican que el señor no tiene ni una vena, que está sumamente deshidratado y que ni el laboratorio pudieron sacarle. Cargo un antiinflamatorio en una jeringa –aunque sé que muy probablemente no alcance– y me voy (+)
(-) para el consultorio uno con mis suecos de goma que rechinan de nuevo contra el piso.
–Ustedes no entienden –dice la esposa apenas nota mi presencia–. Nosotros, más allá de todo, somos felices. Yo lo cuido, fíjese que no tiene escaras ni nada. Él es mi todo, no (+)
(-) pueden decirme que no van a hacer nada.
Pienso en que el hombre si entra a quirófano probablemente se muera ahí como dijo el residente, que si sale va a quedar enchufado al respirador del que dudo que logren sacarlo y que si lo logran va a terminar peor de lo que (+)
(-) ya está; no sé si él quiera vivir así. Además de eso, ni sé si hay respiradores disponibles –quedaban pocos–, y él, con todos sus antecedentes, tampoco sería candidato si quedara uno solo y la chica de los gatos lo necesitara. Se me hace un nudo en la garganta (+)
(-) y otro en el pecho. Respiro hondo, aprieto las muelas un segundo y abro la boca.
–Claro que no. No le vamos a decir eso. Sí, vamos a hacer algo. Por lo pronto vamos a calmarle el dolor –le muestro la jeringa.
(+)
(-)Giro al hombre apenas para el costado y le inyecto el contenido en el glúteo.
–Eso no me sirve. Tienen que salvarlo.
–El tema es que es muy probable que eso no sea posible… –le acaricio el hombro.
Se corre.
–Y si lo fuera, a qué costo. ¿Cómo quedaría su marido? –agrego.
(+)
(-)
Se queda callada y me mira con los ojos llenos de agua.
–Hay que pensar en lo mejor para él, en qué quiere. En si quiere la cirugía de la que si sale va a ser con la bolsita y por la que puede quedar enchufado a un respirador por quién sabe cuánto tiempo, (+)
(-) o si no, si no quiere eso.
Miro al hombre. La esposa también. Él cierra los ojos y los mantiene así, en una pausa eterna, una pausa muy clara.
–No sé. Esta vez no sé que quiere –se miente la mujer–. No sé. Solo sé que no puedo vivir (+)
(-) sin él. No. No puedo. Y no voy a decirles que lo maten. Tienen que salvarlo, que hacer todo lo que haga falta.
Llora. Llora y lo abraza. Él me mira de nuevo y cierra los ojos.
El residente vuelve al rato, esta vez con el superior. La charla del panorama abominable (+)
(-) se repite, pero la mujer insiste y finalmente el superior le indica al residente que le saque sangre arterial al hombre –procedimiento bastante doloroso– para obtener un laboratorio, que cuando tenga el coágulo le ponga una vía central (una vía que va en el cuello, que no(+)
(-) es tan sencilla de colocar y que tiene sus riesgos) y prepare el quirófano. El paciente larga el –hasta ahora– más fuerte de sus rugidos. El pecho se me retuerce.
Voy a farmacia, pido una morfina y le pido ayuda al emergentólogo con lo de conseguirle una vía. (+)
(-) Él la tiene mucho más clara. Se ve que lee la angustia en mi cara, porque en cinco minutos está cambiado y se acerca con todo lo necesario. Entro con él al consultorio. Se queda mirando al paciente, gira hacia mí y niega.
(+)
(-)
–Señora –se dirige a la mujer–, su marido está muy mal. Yo le juro que lo mejor que podemos hacer por él es sacarle el dolor. No creo que él quiera la que se le viene…
La mujer lo irradia con sus ojos amarillos.
–No. Usted también no. No me venga con (+)
(-) esas. Ya les dije que quiero que lo salven.
–Es que eso no siempre se puede –insiste él.
–Pero ni trataron. Y tienen que tratar.
El emergentólogo gira hacia mí.
–Yo no estoy de acuerdo con esto. Perdón –me dice–. Te pongo una subcutánea para la (+)
(-) morfina, nada más.
Bajo la cabeza. Sé que tiene razón. Le pone al paciente una vía apenas bajo la piel (una que no va a las venas, pero que sí sirve para calmarle el dolor) mientras la mujer le grita –desde la puerta del consultorio a donde le pedimos que (+)
(-) saliera– que es abandono de persona y que lo va a demandar. Una vez puesta salimos y nos cruzamos al residente te cirugía que viene listo para sacarle sangre arterial. El emergentólogo niega. Yo me voy con él.
(+)
(-)
A los pocos minutos se escucha un grito de ayuda. La voz es la del residente. El emergentólogo hace que no con la cabeza –el gesto más repetido en lo que va de la noche–, pero se apura hacia ahí con el carro de paro. Yo lo sigo con mis suecos que relinchan.
(+)
(-)
–¿Qué le hiciste? Asesino –le grita la mujer al residente que está intentando reanimar al hombre.
El emergentólogo me arrastra adentro del consultorio y cierra la puerta, dejando a la mujer afuera.
(+)
(-)
–Se clavo un paró cuando le estaba pinchando la arteria… yo no le hice nada –se defiende el residente.
–Ya sabemos, tranquilo –intento calmarlo mientras lo relevo en las compresiones.
(+)
(-)
–Este hombre no puede más –hace que no con la cabeza el emergentólogo mientras toma el mando de la reanimación.
La mujer del otro lado de la puerta nos grita que lo salvemos o nos va a demandar. Nosotros seguimos reanimándolo, sin demasiada convicción, (+)
(-) como autómatas. Seguimos, compresión tras compresión, y hasta lo paleteamos. Nada. En un momento caigo en que la mujer ya no grita. Alguien la sacó. Debe haber pasado más de media hora.
–Basta. No más –sentencia el emergentólogo.
(+)
(-)
Se lo nota enojado. Pronuncia la hora de muerte y sale para hablar con la mujer. Yo hago pasar a los hijos que, entre lágrimas, nos agradecen. A lo lejos se escuchan los gritos de la madre: lo mataron, lo hicieron a propósito, asesinos.
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#CosasQuePasanEnLaGuardia #140. Bajo el pie derecho del colectivo a la vereda. Despego el izquierdo, lo avanzo en el aire y la máquina monstruosa arranca antes de que toque el suelo. Mi mano –prendida de la manija cromada– se suelta unos segundos tarde. (+)
(-) Caigo. En realidad, primero giro. Giro, caigo y aterrizo algo hacia atrás y para el costado. Mi mano izquierda salva al trasero blanco del ambo de terminar estampado contra el pavimento y sostiene a mi cuerpo –todavía dormido– casi medio minuto en el aire en un fino intento(+
(-) de equilibrio del que, tras una serie de movimientos intempestivos, logra retornar a su posición erguida. Miro la hora: siete y cincuenta y ocho de un sábado que ya quiero que sea domingo. Soplo la frutilla que se me hizo en la mano y apuro el paso.
(+)
#CosasQuePasanEnLaGuardia #139. El hombre del tajo en la cabeza que hasta hace unos segundos tarareaba a Luis Miguel, junta moco –probablemente espeso y verde o, como mínimo, amarillo virando hacia el marrón– primero en la garganta y luego en la boca.
(+)
(-)
–Ni se le ocurra –lo prevengo mientras le subo, ayudándome con una gasa limpia para no ensuciarme los guantes estériles, el tapabocas de Racing que le decora el mentón.
Son las seis de la mañana. Hace más de media hora que estoy tratando de suturarlo y, entre las (+)
(-) protestas porque la anestesia le quema y el hilo le tira y sus sacudidas de torso y brazos compenetrados acompañando un súbito grito de “Suave, como me mata tu mirada. Suave”, recién voy por el tercer punto de los diez –mínimo– que necesita. “Última guardia”, pienso y (+)
#CosasQuePasanEnLaGuardia #138. PRE-COVID. Once y doce de la noche. El chico de las empanadas me acaba de entregar los paquetes y su mano espera, palma arriba, la propina que debería suceder al pago cuantioso que acabo de depositarle. Recorro, bolsillo por bolsillo, y (+)
(-) recolecto un rejunte de monedas y billetes chicos que no provocan en su cara de ojos ansiosos la más mínima emoción positiva. Hago una nota mental para putear a mi compañero alto –que calculó cuánto era por cabeza– por no haber tenido en cuenta la propina.
(+)
(-)
Le entrego al chico la suma –bastante miserable– que logré reunir y estoy a punto de pedirle que me espere unos minutos a que le busque algo más, cuando un auto tan oscuro como la noche de nubes amenazantes que nos sobrevuela –decorado con restos de barro, (+)
#CosasQuePasanEnLaGuardia #137. Once y cuarenta y siete de la noche. Recién pudimos sentarnos a cenar. Dejamos sobrepobladas hasta las camillas del pasillo.
Calentamos la pizza –mitad napolitana, mitad cuatro quesos– al microondas –encimada a lo (+)
(-) torre– y ninguno se queja por lo blandengue que sale. La pediatra intenta robarse una porción y la pelirroja le golpea la mano con un “tremenda milanga te mandaste sin convidar”. La otra le escupe un “me hubieras pedido” y, tras un intercambio de miradas fruncidas, (+)
(-) liga medio triángulo.
Devoramos en silencio. El flacucho de aros negros circulares con ventanas en los lóbulos de las orejas que parece que terminó ayer la facultad –lo conseguimos de reemplazo a un buen rato de empezada la guardia; faltaron dos– mastica rápido (+)
#CosasQuePasanEnLaGuardia #136. PRE-COVID. La puerta del consultorio resuena a puños de boxeador. Adentro el residente de cirugía con olor a chivo acumulado de dos días intenta revisarle la panza al paciente que recién le comenté: un chico con un retraso (+)
(-) madurativo –tiene casi veinte, en realidad; veinte menos cinco días– con sospecha de apendicitis que acaba de plegarse sobre sí mismo, enterrando la cabeza contra la panza raquítica de su madre a la cual abrazó cual garrapata. La sangre sube por la tubuladura de la vía (+)
(-) que la enfermera logró colocarle –tras unas cuantas sacudidas y con la ayuda de tres más– en el pliegue del codo. Cierro los ojos y ruego para que no se tape.
El residente acerca su mano de dedos eternos y huesudos por demás al abdomen contorneado (+)
#CosasQuePasanPorSerMédica #34. Postguardia. Muy. Demasiado. Ni sé qué hora es. No creo haber dormido más de dos horas. Dos que pretendía que fueran ocho. Ocho al día. O por lo menos, siete. Siete que últimamente nunca llegan a ser más de cinco. Cinco que hoy no van a ser ni (+)
(-) dos porque ahí está otra vez, casi rabioso. Me tapo con el acolchado y la almohada con tal de que se calle. Suena profundo, agudo. Taladra entre mis neuronas y llega hasta el medio de mis ojos, por atrás de la nariz. Aprieto la almohada contra las orejas –hecha una U en (+)
(-) torno al pelo todavía húmedo– y me quedo quieta. Me lo imagino, a quien sea que esté tras mi puerta, pegado a la madera, intentando captar el más mínimo sonido que le ratifique mi presencia. En realidad, solo me imagino una oreja. Una oreja gigante (+)