#CosasQuePasanEnLaGuardia #111. PRE-COVID. Guardia de sábado, once de la noche. Avanza con las manos hechas un nudo sobre la parte alta de la panza un poco hacia la derecha. Tiene el torso inclinado para adelante y sus raíces blancas me hacen (+)
(-) preguntarme hace cuánto que no me tiño. Subo una mano a las mías y las recorro de adelante hacia atrás como si los pulpejos de mis dedos tuvieran algún superpoder –u ojos diminutos– que les permitiera evaluarlas. Pienso en lo estúpido del gesto y se me pinta (+)
(-) una sonrisa que entiende que es mi segunda guardia al hilo.
–No. No se me burle usted también. No me vaya a tratar de pirada, no se lo permito… –me larga la mujer de las raíces que ya está a unos breves pasos de la puerta del consultorio.
Se acerca aún más con (+)
(-) un taconeo constante que no denota esfuerzo alguno. La miro con las cejas hacia arriba sin comprender lo de la burla, lo del pire, ni lo alto de sus tacos ante tremendo dolor abdominal.
–Si vengo es porque me duele de verdad… –agrega.
(+)
(-)
–Claro que sí –afirmo mientras extiendo el brazo hacia adentro del consultorio invitándola a pasar.
–Me está boludeando, como todos… no se lo voy a permitir.
–No, le prometo que no, para nada –insisto.
No puedo evitar pensar en que todavía quedan ocho pacientes (+)
(-) por ver, que hay una sola camilla libre, y que estamos perdiendo el tiempo.
–Para nada… Para nada, nada. Es como todos. Se quiere divertir a costilla mía –ya no taconea, solo sigue doblada hacia adelante con gran parte de los músculos de su cara contraídos.
(+)
(-)
–Mire señora –arranco–, mi trabajo no es reírme de los pacientes, es curarlos si puedo, y si no, al menos sacarles el dolor. Si me deja revisarla, vemos qué puedo hacer –sentencio con toda la franqueza de la que soy capaz mientras repito el movimiento del brazo que la (+)
(-) invita a entrar.
–No. Deje. No voy a ser comidilla de sus críticas. Deme una inyección y me fui.
Me pregunto de dónde será. Su tonada me resulta bastante vaga y podría ser de múltiples provincias, así como de ninguna.
(+)
(-)
–Perdone, pero no le puedo inyectar algo sin saber qué es lo que tiene, y para eso tengo que revisarla, de verdad –mi brazo insiste, ya casi tan cansado como mis neuronas.
Pienso que no puedo seguir insistiendo, que estoy agotada y que el orientador acaba de sumar más (+)
(-) pacientes a la lista, que la sala de espera está llena y que un hombre del fondo, –pelado y grandote– viene de a pasos pesados con su overol azul del trabajo y los borcegos negros cansados, probablemente a quejarse por las horas de espera, y que no quiero (+)
(-) terminar peleando con ambos.
–Yo entro si no se me ríe más –responde la mujer.
Recién ahí caigo en la sonrisa que no debe haber persistido en mi cara más que unos escasos segundos, pero que resultaron suficientes para ofenderla y pronuncio lo primero que me sale:
(+)
(-)
–Le juro que no me reía de usted. Me reía de mí misma. Solo estoy cansada y me río por cualquier pavada, pero no de usted, en serio.
Parece que, finalmente, mis palabras la convencen, porque reanuda el taconeo y entra al consultorio. Cierro la puerta (+)
(-) antes de que el pelado esté lo suficientemente cerca y la mujer avanza con su taca taca. Tras tres o cuatro pasos, noto que aprieta la nariz. Debe ser por el olor de la melena (cacá negra por sangre que viene del estómago o por ahí cerca) –inmundo, penetrante y asesino– de(+)
(-) la viejita con pañal de la camilla de enfrente al que mis fosas nasales ya se acostumbraron.
–Perdón –pronuncio con los hombros en alto.
–Mientras me saque este dolor, yo le perdono todo –contesta la mujer y refuerza las manos en torno a su panza–. Todo menos la (+)
(-) burla –reafirma.
Bajo la cabeza e intento ni siquiera sonreír en señal de entendimiento, por miedo a que se lo tome mal.
Saco el recetario, hojas grandes impresas del otro lado cortadas en ocho con el sello del hospital, y anoto. Tiene cincuenta y uno, es argentina, y (+)
(-) cuando le pregunto de dónde, me cuenta que de todos lados porque a su padre lo movían mucho por trabajo. Me pregunto si sería militar o qué y me trago la duda. Obra social no tiene hace unos meses: la echaron del trabajo, anduvo un tiempo más, pero ya no, (+)
(-) y todavía no consiguió que la tomen en ningún lado. Cuando habla de esto, sus dedos se aflojan un poco, para volver a tensarse de forma intermitente, momentos en los que me ruega que le inyecte algo para el dolor. La hago acostarse mientras sigo interrogándola: (+)
(-) refiere que su único problema de salud es la vesícula, que le molesta hace casi una semana, pero que nadie se la saca porque “le versean con que no es para tanto”. En medio de su explicación tose tres veces seguidas. Tres veces doble, en realidad. Es una tos espesa, (+)
(-) áspera, como la tos de mi tío que se bajaba tres atados de puchos por día.
–¿Fuma? –le pregunto.
–¿Me va a burlar si le digo que sí?
–No.
–Mejor. Ni burlarse ni retarme le dejo.
Me provoca ternura y las comisuras de mi boca se estiran hacia arriba en un gesto sutil.
(+)
(-)
–Le dije que no, eh –me previene con el índice estirado.
–No es burla, le prometo.
Ella reitera lo del dedo y me señala la panza para que se la revise. Indago un poco más antes de hacerlo: le duele hace cinco días y ya fue tres veces a distintas guardias. El dolor (+)
(-) llegó a despertarla y estuvo tomando la busc@pina que le mandaron, pero no le hace nada.
–¿Come con grasas? –pregunto.
–Casi no como. Cocino para los seis y yo más de dos bocados no doy.
–¿Pero esos dos bocados son de comida con grasa? ¿Algo pesado?
(+)
(-)
–Un día hice pizza, pero no, mucho pollo, ensalada, purés…
No tuvo vómitos ni fiebre. Solo treinta y siete seis y treinta y siete y medio que ella insiste que en su cuerpo es fiebre. Igual, se tomó un paracetamol apenas llegó a eso, así que tal vez, si no (+)
(-) lo hubiera hecho, sí la habría tenido.
Le hago marcarme dónde le duele más y el lugar es claro: bajo las costillas del lado derecho y el dolor se le va a la espalda. Es exactamente donde duele la vesícula. Le toco la panza. Le molesta ahí, pero no salta, ni le corta la (+)
(-)respiración cuando aprieto.
–Póngame un suero, por favor. Un suero y que me la saquen –ruega.
Yo no estoy demasiado convencida de que haya que sacarle nada.
Le pido los estudios previos. Tiene el azúcar en sangre algo alta, incluso para haber (+)
(-) comido, y probablemente esté empezando una diabetes. Los glóbulos blancos están apenas por encima del límite normal y tiene un pedido de ecografía hecho, pero todavía no consiguió turno.
–Por guardia no tenían para hacerme –explica.
(+)
(-)
Le informo que por suerte acá sí hay, que le voy a pedir una, una placa, un laboratorio y que con eso vamos a saber más.
–¿Y suero no me va a poner?
–Primero voy a terminar de revisarla, y ahí le digo. Si no me parece que haga falta, no.
(+)
(-)
Evito hablarle de que no puedo ponerle un suero si no es sumamente necesario porque es la única camilla que tengo para atender –todo el resto están con pacientes internados– y le pido que se siente. Lo hace refunfuñando que no me vuelva como todos. Sonrío sin que (+)
(-) me vea. Le explico lo que voy a hacer y le golpeo la espalda a ambos costados de la columna con el lado del meñique de mi mano derecha hecha puño. Voy bajando primero por la izquierda y luego por la derecha. Ante el último lado, cuando golpeo en la parte más alta, salta.(+)
(-) Paso a escucharle la espalda. Tengo un esteto de los que vienen con los tensiómetros –me olvidé el mío en lo de mi primo cuando lo fui a ver hace cuatro días por un supuesto ataque de asma que terminó siendo una neumonía– y no se escucha demasiado, aunque abajo a la (+)
(-) derecha hay un mísero ruido de ese que hace un mechoncito de pelo cuando uno lo refriega con el índice y pulgar hechos pinza, y me da dudas. No sé bien si es el esteto, el tapón de cera que se me forma cada tanto, el corpiño de la señora, o si de verdad hay algo ahí.
(+)
(-)
Pospongo el suero y le pido que me acompañe al área de imágenes.
–¿Cree que llega caminando? –pregunto esperanzada.
Si esperamos al camillero, esto puede volverse eterno.
–Si vine hasta acá… –contesta.
Vamos de a poco. Sus tacos musicalizan el trayecto. Finalmente (+)
(-) llegamos y los de rayos están ocupados, así que le pido a la médica de imágenes si puede hacerle una Eco.
–Por supuesto, pasala.
Es una flaquita suplente con la que no hice más de tres guardias y siempre tiene buena onda.
(+)
(-)
Le indico a la paciente que se acueste y me quedo a mirar. En la vesícula no hay nada: no piedras, no barro, no pared inflamada.
–¿Me esperás que le miro el tórax? –me pide la flaquita y me sorprende.
Nunca vi una ecografía de ahí. (+)
(-) Miro intrigada mientras desliza el transductor por encima de las costillas de la paciente, primero acostada, y luego sentada.
–Esto no te lo informo igual, pero yo le pediría una placa –sugiere.
Le contesto que sí, que era la idea, (+)
(-) pero que los técnicos estaban ocupados. Le da una servilleta de papel a la señora para que se limpie y se aleja con las fotos de la ecografía mientras larga un “a ver…”. Vuelve enseguida y me dice que la lleve y que cuando esté le traiga la radiografía.
(+)
(-)
Voy con la paciente, consigo la placa y le pido que aguarde a la sala de espera. Yo sigo hacia la parte de informes donde la flaquita macanuda acaba de terminar de escribir el de la ecografía y juntas miramos a la culpable mientras me cuenta que está haciendo un curso (+)
(-) de Eco pulmonar y que se siente sumamente contenta por haberla visto: la señora tiene una neumonía en la parte de abajo del pulmón derecho y eso era lo que le daba dolor en la panza y la espalda. Sonrío, esta vez sin culpa ni represión, y la felicito. Me dan ganas (+)
(-) de abrazarla, pero pienso en que casi no nos conocemos y me contengo.
Vuelvo con la paciente al consultorio, al son de su taconeo, y ahora sí el aroma nauseabundo de la melena de la anciana en pañal me frena por un instante. Retomo la marcha, (+)
(-) la señora de las raíces probablemente parecidas a las mías se sienta y le cuento lo que realmente tiene y que no necesita suero.
–¿Pero usted está segura? ¿No me quiere despachar por molestarla nomás? –se la nota preocupada.
(+)
(-)
–Le prometo que no, en serio. Le voy a indicar un inyectable para el dolor, vamos a hacerle un análisis de sangre y veremos qué antibiótico es el mejor para usted y su neumonía –le pongo el sautrómetro, veo que da bastante bien el oxígeno en sangre y (+)
(-) agrego–. Confíe en mí por favor, va estar bien.
–Sí, de eso. Pero otra vez no me sacan la vesícula –insiste.
–Es que su vesícula está normal, no necesita que se la operen…
–Ah, no sé, no sé. Tres doctores me dijeron que era eso y que me la iba a tener que sacar…
(+)
(-)
–Es que a veces los síntomas que parecen de la vesícula son de otro lado, como en su caso, pero su vesícula está bien.
–No sé, no sé. Para mí que al final usted es como todos… Me quiere largar así nomás… Ni un suero me quiere poner... –chista–. ¿Sabe qué? Mejor deme (+)
(-) la inyección y me voy.
–Es que con la inyección no alcanza. Tiene una neumonía y necesito hacerle un laboratorio y mandarle un antibiótico.
–Bueno, me lo da y listo. Después yo me voy a otro lado a que me traten la vesícula y que ahí saquen el laboratorio.
(+)
(-)
–Es que en serio, no hay nada en su vesícula.
–Claro, claro. Seguro. ¿Sabe qué? Deme el antibiótico y me voy –se levanta y abre la puerta–. Yo acá no me quedo. Qué tanto tengo que andar rogándole por un suero. Un suero…
(+)
(-)
Me muerdo el labio de abajo mientras escribo la receta que por poco me arranca de las manos apenas la termino. Se baja de la camilla, se aleja taconeando y abre la puerta. Hago una nota mental para dejar asentado en el libro que se retira sin alta médica. (+)
(-)
–Al final, usted es igual a todos –pronuncia al salir.
La pelada del hombre fornido del overol azul se asoma por la puerta. Yo me olvido de la melena, de mis raíces y de la tintura que tanto necesitan; solo quiero prenderme un pucho.
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#CosasQuePasanEnLaGuardia #140. Bajo el pie derecho del colectivo a la vereda. Despego el izquierdo, lo avanzo en el aire y la máquina monstruosa arranca antes de que toque el suelo. Mi mano –prendida de la manija cromada– se suelta unos segundos tarde. (+)
(-) Caigo. En realidad, primero giro. Giro, caigo y aterrizo algo hacia atrás y para el costado. Mi mano izquierda salva al trasero blanco del ambo de terminar estampado contra el pavimento y sostiene a mi cuerpo –todavía dormido– casi medio minuto en el aire en un fino intento(+
(-) de equilibrio del que, tras una serie de movimientos intempestivos, logra retornar a su posición erguida. Miro la hora: siete y cincuenta y ocho de un sábado que ya quiero que sea domingo. Soplo la frutilla que se me hizo en la mano y apuro el paso.
(+)
#CosasQuePasanEnLaGuardia #139. El hombre del tajo en la cabeza que hasta hace unos segundos tarareaba a Luis Miguel, junta moco –probablemente espeso y verde o, como mínimo, amarillo virando hacia el marrón– primero en la garganta y luego en la boca.
(+)
(-)
–Ni se le ocurra –lo prevengo mientras le subo, ayudándome con una gasa limpia para no ensuciarme los guantes estériles, el tapabocas de Racing que le decora el mentón.
Son las seis de la mañana. Hace más de media hora que estoy tratando de suturarlo y, entre las (+)
(-) protestas porque la anestesia le quema y el hilo le tira y sus sacudidas de torso y brazos compenetrados acompañando un súbito grito de “Suave, como me mata tu mirada. Suave”, recién voy por el tercer punto de los diez –mínimo– que necesita. “Última guardia”, pienso y (+)
#CosasQuePasanEnLaGuardia #138. PRE-COVID. Once y doce de la noche. El chico de las empanadas me acaba de entregar los paquetes y su mano espera, palma arriba, la propina que debería suceder al pago cuantioso que acabo de depositarle. Recorro, bolsillo por bolsillo, y (+)
(-) recolecto un rejunte de monedas y billetes chicos que no provocan en su cara de ojos ansiosos la más mínima emoción positiva. Hago una nota mental para putear a mi compañero alto –que calculó cuánto era por cabeza– por no haber tenido en cuenta la propina.
(+)
(-)
Le entrego al chico la suma –bastante miserable– que logré reunir y estoy a punto de pedirle que me espere unos minutos a que le busque algo más, cuando un auto tan oscuro como la noche de nubes amenazantes que nos sobrevuela –decorado con restos de barro, (+)
#CosasQuePasanEnLaGuardia #137. Once y cuarenta y siete de la noche. Recién pudimos sentarnos a cenar. Dejamos sobrepobladas hasta las camillas del pasillo.
Calentamos la pizza –mitad napolitana, mitad cuatro quesos– al microondas –encimada a lo (+)
(-) torre– y ninguno se queja por lo blandengue que sale. La pediatra intenta robarse una porción y la pelirroja le golpea la mano con un “tremenda milanga te mandaste sin convidar”. La otra le escupe un “me hubieras pedido” y, tras un intercambio de miradas fruncidas, (+)
(-) liga medio triángulo.
Devoramos en silencio. El flacucho de aros negros circulares con ventanas en los lóbulos de las orejas que parece que terminó ayer la facultad –lo conseguimos de reemplazo a un buen rato de empezada la guardia; faltaron dos– mastica rápido (+)
#CosasQuePasanEnLaGuardia #136. PRE-COVID. La puerta del consultorio resuena a puños de boxeador. Adentro el residente de cirugía con olor a chivo acumulado de dos días intenta revisarle la panza al paciente que recién le comenté: un chico con un retraso (+)
(-) madurativo –tiene casi veinte, en realidad; veinte menos cinco días– con sospecha de apendicitis que acaba de plegarse sobre sí mismo, enterrando la cabeza contra la panza raquítica de su madre a la cual abrazó cual garrapata. La sangre sube por la tubuladura de la vía (+)
(-) que la enfermera logró colocarle –tras unas cuantas sacudidas y con la ayuda de tres más– en el pliegue del codo. Cierro los ojos y ruego para que no se tape.
El residente acerca su mano de dedos eternos y huesudos por demás al abdomen contorneado (+)
#CosasQuePasanPorSerMédica #34. Postguardia. Muy. Demasiado. Ni sé qué hora es. No creo haber dormido más de dos horas. Dos que pretendía que fueran ocho. Ocho al día. O por lo menos, siete. Siete que últimamente nunca llegan a ser más de cinco. Cinco que hoy no van a ser ni (+)
(-) dos porque ahí está otra vez, casi rabioso. Me tapo con el acolchado y la almohada con tal de que se calle. Suena profundo, agudo. Taladra entre mis neuronas y llega hasta el medio de mis ojos, por atrás de la nariz. Aprieto la almohada contra las orejas –hecha una U en (+)
(-) torno al pelo todavía húmedo– y me quedo quieta. Me lo imagino, a quien sea que esté tras mi puerta, pegado a la madera, intentando captar el más mínimo sonido que le ratifique mi presencia. En realidad, solo me imagino una oreja. Una oreja gigante (+)