Aquel jueves santo y bajo una luna llena, Silverio salió de cacería por las montañas de La Sierra en San Carlos. Ya había pasado el "pozo de las curracas", y acariciado su escopeta se internaba cada vez más profundo hacia la espesura montañosa
Recordaba que siguiendo el cause de la quebrada llegaría al sitio donde desde hace días estaba cebando unas lapas.
Así pues, con el sigilo y cautela de un cazador experimentado procuraba llegar al sitio marcado por una gran ceiba en cuyas raíces colocaba granos de maíz para
el roedor de tan apetitosa carne.
Casi media noche, vio el arbol, revisó y colocó más carnada. Decide subir y ocultarse en el follaje de la ceiba hasta que apareciera alguna lapa. Confiado estaba de que sucedería.
Silverio pudo notar desde las ramas del árbol la bruma
densa y azul de las montañas, y bajo la bóveda celeste algunas pájaros nocturnos, quizás guácharos, volando hacia más al norte en pequeñas bandadas.
En espera estaba Silverio cuando un sonido rompe el silencio. 3 de la madrugada. A su diestra, por las orillas de la quebrada
una sombra cabalga. Silverio observa atónito como un espanto oscuro y sin masa desmonta de un caballo brioso con ojos color de fuego y que al mover las patas levantaba polvos amarillos, sulfurosos, halógenos.
Se agacha el espanto sombra a la orilla de la quebrada, levanta su
sombrero sombra e intenta secar una sombra frente. Mira el cristal de las aguas por unos minutos, se levanta, coloca el sombrero y con un alarido espectral de dolor monta sobre el oscuro caballo que al galope y de un solo paso cruza hasta la otra ribera perdiéndose en la
frondosidad del bosque.
Silverio, asustado baja del árbol disponiéndose regresar a su casa lo más pronto posible. Pero algo pasó por su mente, la curiosidad en un punto fue mayor que su miedo. Dirigiéndose a la quebrada, llegó al sitio donde había estado el espanto. De pronto
observó entre las pequeñas rocas de esas cristalinas aguas algo reluciente. La luna ayudó a iluminar un objeto espectacular. Pudo ver Silverio entonces un caracol de oro. Una joya demasiado hermosa. ¿Que hacía allí? ¿En qué tiempos habría sido hacha tan exquisita obra de arte?
Alargó su brazo, traspasó el agua y sus dedos terminaron por tocar ese caracol de oro, brillante y reluciente. En eso estaba Silverio cuando pudo por última vez observar en ese mismo espejo de agua como iba desvaneciéndose y convirtiéndose en sombra, oscura y espectral, esclavo
de su propia curiosidad para más nunca volver a ser visto.
Días después apareció por las calles del pueblo un viejo, con rostro de sufrimiento que ocultaba bajo un sombrero negro. Llegó halando un caballo flaco y desnutrido, preguntó por gentes de otros tiempos,
habló de sucesos que parecían antiguos, pidió agua en la bodega y bajo la mirada de algunos pobladores, montó su flaco caballo y desapareció de la vista por la altibajante calle principal
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Naamá se concentraba para poder escuchar la lluvia. Se había hecho tan común desde hacía días y noches el torrencial aguacero que este pasaba desapercibido. Se agitaba el inmenso mar bajo sus pies haciendo crujir las tablas de la inmensa y extraña embarcación
Le podía tomar un largo rato tan solo caminarla desde un extremo a otro, en eso podía pasar toda una mañana. Los truenos la sacaban repentinamente de sus pensamientos profundos.
Pensaba mucho sobre esa agua que lavaba al mundo de la injusticia y maldad, le resultaba extraño.
Ya había preguntado a su compañero cuanto tiempo más debían estar encerrados en esa deriva que parecía eterna y poderosa como el Dios en que les había ordenado construir el armatoste flotante pero, él, que menos sabía de tiempo, solo indicaba esperar... esperar.