La ciudad que nunca duerme, la ciudad de Woody Allen, la ciudad que cantó Sinatra y Liza Minelli y Tony Bennet.
La capital del mundo.
La Gran Manzana es, aparte de una ciudad enorme, una colección de tópicos culturales bien enraizados en el subconsciente colectivo.
Algunos son clichés, pero hay uno absolutamente inapelable: Nueva York es la ciudad de los rascacielos
Desde principios del siglo XX, las calles de Manhattan se forman entre las fachadas más altas del planeta. Desde el Flatiron, el Empire State, el Seagram y las trágicamente destruidas Torres Gemelas, los iconos de Manhattan siempre han sido rascacielos.
Así, aunque Central Park es un pulmón de más de tres kilómetros cuadrados, la imagen de Nueva York sigue estando asociada a los rascacielos.
Por eso, es curioso que uno de los mejores edificios de Nueva York tenga tan solo doce plantas.
Pero resulta que esas doce plantas contienen el espacio más interesante y también más esbelto de la ciudad. Porque la sede de la Fundación Ford es un bosque dentro de un edificio.
En 1963, la Fundación Ford encargó al arquitecto Kevin Roche y al ingeniero John Dinkeloo el proyecto de su sede, que debía ocupar un solar en el este de la calle 42, junto al recientemente terminado cuartel general de las Naciones Unidas y los muelles del East River.
Sin embargo, la Fundación Ford no es una corporación convencional, es una organización sin ánimo de lucro creada "para recibir y administrar fondos para propósitos científicos, educativos y caritativos, para el bienestar público", según reza su acta fundacional.
O sea, que trata de generar y financiar proyectos centrados en la lucha contra la pobreza, la educación, los derechos humanos o el desarrollo de las artes.
No es un edificio privado al uso porque la empresa que lo ocupa ni siquiera es una empresa.
Posiblemente por eso el edificio de Roche y Dinkeloo evitaba la silueta más o menos reconocible y más o menos impositiva de un edificio empresarial en Manhattan. O sea, de un rascacielos.
En cambio, la Fundación Ford huye conscientemente de la imagen del rascacielos.
De hecho, huye casi de cualquier imagen característica externa, y concentra todas sus intenciones en crear un espacio común de relación. Desde el exterior, la construcción es apenas un cubo con dos caras de vidrio.
Las FORMIDABLES fotos de Ezra Stoller lo explican muy bien.
El edificio ni destaca especialmente pese a los 44 metros de altura que alcanza, entre otras cosas, porque el entorno urbano de Manhattan está plagado de construcciones mucho más elevadas.
Roche y Dinkeloo querían escapar de la concepción estilística del Movimiento Moderno y regresar a sus principios humanos y espaciales. Es decir concebían la arquitectura moderna como el camino para proporcionar el mejor espacio posible a los ciudadanos.
Y eso hicieron.
Regalaron un bosque a Manhattan.
Un bosque guardado en un precioso cofre de vidrio, escondido al final de una calle.
Tan alto como una catedral gótica, y abierto a todo el mundo.
La Fundación Ford es un edificio de oficinas donde las oficinas no ocupan ni la mitad del espacio, tal y como se en la MARAVILLOSA sección.
Y cuando he dicho que el bosque está abierto a todos, es que, pese a ser un entidad privada, el acceso al gran atrio acristalado siempre ha sido libre y público.
Por eso, el gran paisajista Dan Kiley se encargó de que fuese el jardín más bello de Manhattan.
Y por eso, en la reciente rehabilitación, el paisajista Raymond Jungles (sí, es su nombre de verdad) se ha encargado de que siga siendo un oasis en ese rincón de Manhattan.
Y cuando las vistas apenas alcanzarían al edificio de enfrente, en la Fundación Ford tienen un bosque al alcance de los ojos. Un bosque tranquilo que mezcla con divertida extrañeza sus ramas y sus hojas con la ruidosa urbe que sigue agitándose al otro lado del gran ventanal.
Pero es que además hay otro regalo. Uno que es imposible de conseguir en Nueva York.
Pensad que, aunque un rascacielos tenga 50, 80 o 100 pisos y llegue a los 200 o 300 metros, solo son una acumulación de plantas, de espacios horizontales convencionales.
Así, la experiencia espacial de un rascacielos se reduce a los tres metros de altura libre de una oficina o, todo lo más, el lobby de acceso que, como mucho, alcanzará unos 15 metros.
Sin embargo, el patio de la Fundación Ford ocupa la totalidad de la sección del edificio. Los 44 metros.
La altura de una catedral gótica.
La altura del Panteón de Roma.
La sede de la Fundación Ford se inauguró en 1968 y, tras una reciente rehabilitación, sigue en plena forma bajo el nombre "The Ford Foundation Center for Social Justice"
Sé perfectamente que hay mil lugares para visitar en Nueva York pero este esconde una de las más formidables experiencias de la Gran Manzana.
Una experiencia imposible de encontrar en ningún otro edificio de allí.
Solo hay que acercarse (el acceso al patio sigue siendo libre), sentarse junto al estanque central y escuchar unos instantes el murmullo del agua...
...y después levantar la vista hacia ese bosque que crece en el interior de un cofre disfrazado de edificio en un rincón de Manhattan.
Y con estas tres fotos que resumen muy bien el episodio de hoy, vamos a despedirnos de Roche y Dinkeloo, de Kiley y Jungles, de la Fundación Ford, de Manhattan y de #LaBrasaTorrijos de esta semana.
Si os ha gustado, hacedme RTs, FAVs, follows o cantadme "New York, New York"!
Nos vemos en un nuevo capítulo el próximo jueves a la misma hora.
Si os habéis quedado con ganas de viajar a más territorios improbables, todos los episodios de #LaBrasaTorrijos están archivados en mi tuit fijado, que es este hilo de hilos de hilos:
En Viena hay seis torres nazis de hormigón: colosales, indestructibles. Fueron fortalezas antiaéreas, pero hoy son acuarios o miradores.
Porque la ciudad ha entendido lo que hacer con su pasado: transformar la máquina de guerra en memoria.
Os lo cuento en #LaBrasaTorrijos 🧵⤵️
Si paseáis por Augarten, uno de los preciosoS parques al norte de Viena, enseguida os vais a encontrar, aunque no queráis, con una estructura que desafía la lógica: es la Flakturm G.
La Torre Flak G.
43 metros de diámetro, 55 de altura. Muros de hormigón de DOS METROS Y MEDIO DE ESPESOR Y UN TECHO DE TRES METROS Y MEDIO.
Una máquina de matar. Un símbolo nazi que aún sigue en pie.
Estos son los Gasómetros de Viena, uno de los conjuntos más fascinantes de la arquitectura europea reciente. ¿Por qué? Pues porque es arquitectura industrial —y de hace un siglo— transformada en viviendas.
Son cuatro cilindros gigantes de ladrillo —setenta metros de diámetro, ojo— que fueron en su día depósitos de gas, construidos a finales del siglo XIX para alimentar la red de alumbrado público de la ciudad. Estructuras industriales, apenas utilitarias, y pensadas para desaparecer cuando el gas dejara de arder.
Pero Viena decidió no demolerlos. A finales del siglo XX, la ciudad optó por algo más inteligente y más difícil: transformar el patrimonio industrial en patrimonio habitado. Entre 1995 y 2001, cuatro arquitectos —Jean Nouvel, Coop Himmelb(l)au, Manfred Wehdorn y Wilhelm Holzbauer— intervinieron cada gasómetro para convertirlos en viviendas, residencias de estudiantes y espacios públicos.
Y el resultado es brillante. Porque aquí no solo se conserva una fachada: se recupera una memoria de la ciudad. Se demuestra que los restos industriales, tan olvidados, pueden convertirse en lugares para vivir, para estudiar, para encontrarse. Que el pasado no tiene por qué ser siempre un museo, puede ser una estructura útil.
Las viviendas —en su mayoría de alquiler asequible— se agrupan en torno a enormes patios circulares abiertos al cielo, donde la luz entra con una precisión casi teatral. En el exterior se conserva la piel de ladrillo original; dentro, todo se reinventa. Rampas, galerías metálicas, pasarelas suspendidas.
Un corazón nuevo latiendo dentro de un cuerpo antiguo.
El Gasómetro B, de Coop Himmelb(l)au, es el más audaz: un edificio inclinado, de acero y vidrio, que se acerca al muro histórico sin tocarlo. Apenas lo roza, como si entendiera que el respeto no consiste en quedarse quieto, sino en moverse con cuidado.
Esto redondo que tengo detrás en el video no es una galería de arte ni una casa. Es, oficialmente, el país más pequeño del mundo. Se llama Kugelmugel, y está en medio del Prater de Viena. Su historia, aviso, parece una broma muy elaborada, pero es completamente real:
En los años setenta, en el otro extremo de Austria, un artista llamado Edwin Lipburger decidió construirse una casa esférica. Una bola de madera habitable, de unos veinticinco metros cuadrados, que iba a usar como estudio para sus cosas de artista (que, por lo visto, requerían mucha superficie curva).
Hasta que apareció la burocracia. Le dijeron que necesitaba licencias, permisos, sellos, tasas… y él, muy digno, contestó que no, que el arte no paga licencias. Que si Austria no lo entendía, se independizaba. Y se independizó.
Proclamó la República de Kugelmugel —que significa algo así como “la bola en la colina”—, y se declaró soberano. Diseñó una bandera (la austríaca, pero con los colores del revés), escudo propio, incluso sellos.
Austria, en un nada inesperado giro, no lo reconoció. Le cayeron diez meses de cárcel, aunque luego lo indultaron porque todo el asunto se había vuelto demasiado absurdo hasta para los austríacos.
Eso sí, Lipburger accedio al indulto (tócate las narices) con una condición: él cedía la bola, pero esta debía convertirse en galería de arte.
Y así, la Kugelmugel fue trasladada al Prater, con una última exigencia del artista: que su dirección oficial no fuera de Viena, sino de la Antifaschismusplatz, la Plaza del Antifascismo. El Ayuntamiento, probablemente ya un poco hasta las narices de todo, accedió.
Hoy sigue ahí, una esfera de madera rodeada de árboles y turistas, a pocos metros de la noria de "El Tercer Hombre".
Un país de un solo habitante que decidió que, si el mundo era cuadrado, lo más revolucionario era construirse una casa redonda.
En este video estoy en Viena, en la Michaelerplatz, y este edificio que tengo detrás es donde empezó todo. Aquí nació la arquitectura moderna.
Se terminó en 1909, hace más de un siglo, y es obra de Adolf Loos. Lo verdaderamente revolucionario no era su forma ni su función, sino su ausencia: fue el primer edificio del mundo sin decoración. Nada de molduras, guirnaldas, relieves o florituras. Solo piedra, proporción y ventanas.
Hoy se lo conoce como la Looshaus, la “Casa de Loos”, y tiene el más alto grado de protección patrimonial en Austria —y, siendo honestos, debería tenerlo en el planeta entero—. Pero en su momento fue detestado. Lo llamaron “un montón de estiércol”. El emperador Francisco José, que vivía justo enfrente, decía que era tan feo que prefería correr las cortinas para no tener que verlo desde el Hofburg.
Y algo de razón tenía si uno lo mira con ojos de su tiempo. En 1911, cuando se inauguró, las ventanas eran simples huecos rectangulares en una fachada completamente desnuda. Ni jardineras ni adornos. Nada. La ciudad de Viena obligó a Loos a añadir “algo”, lo que fuera, y él accedió con ironía: colocó unas jardineras con flores, que aún hoy sobreviven ahí arriba como una especie de concesión sarcástica al gusto burgués.
Abajo, en cambio, sí hay ornamento. La planta baja —entonces un banco, hoy una joyería— está revestida de mármol verde y tiene columnas dóricas. Loos lo hizo deliberadamente: quería marcar el contraste. La parte baja, ligada al espacio público, podía dialogar con la tradición; la superior, dedicada a la vida doméstica, debía ser limpia, racional, sin artificio.
De esa tensión —entre lo clásico y lo moderno, entre la plaza decorada y la vivienda desnuda— surgió uno de los textos fundacionales de la modernidad: “Ornamento y delito”, el ensayo en el que Loos proclama que el adorno es una forma de atraso moral. Desde aquí, desde este edificio que un emperador consideró insoportable, empezó el siglo XX arquitectónico.
En la costa chilena hay un lugar donde la gente no se cambia de casa. MUEVE LA CASA DE SITIO.
Y la mueve tirada por bueyes, por tractores y hasta por barcos.
Pero no es solo eso. Es la expresión del lazo de una comunidad.
En #LaBrasaTorrijos, la minga de Chiloé.
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En 1993, el cineasta colombiano Sergio Cabrera estrenó uno de los filmes más interesantes, más combativos y también más divertidos de la década: "La estrategia del caracol"
"La estrategia del caracol" es una dramedia que cuenta la historia de unos inquilinos que se rebelan contra su casero de una manera tan divertida como inverosimil: cambian de sitio el edificio donde viven y dejan apenas un trampantojo.