Es 29 de septiembre de 1985, domingo, y una pequeña multitud se arremolina en el centro de una peculiar plaza de doce lados.
Junto a las fachadas de la plaza se ha delimitado una curiosa pista para correr. Allí calienta un pequeño grupo de atletas.
En medio de ese grupo está un joven de 21 años, que es internacional con España en 1.500 y 5.000 m2. Viene invitado y es casi una estrella.
Se llama Abel Antón.
Se da la salida.
Por delante restan nada menos que 120 vueltas a una plaza que tiene 90 m. Casi 11 kilómetros dando vueltas.
En el centro de la plaza, un animador con megáfono va lanzando primas y apuestas: "¡Al que doble al tercero, le damos mil pesetas!", "¡El que gane la siguiente vuelta, se lleva dos mil pesetas!"
La gente grita. La charanga toca pasodobles.
No parece una prueba deportiva pero es una de las carreras más antiguas del país.
Se trata del Campeonato Mundial de Carreras Pedestres, también conocido como Mundial del Pollo de Chodes.
Y se disputa en una joya del barroco.
A principios del siglo XVII, Chodes ni siquiera existía.
Bueno, existía pero no donde está ahora.
El pueblo de Chodes, de amplia población morisca, se levantaba en la escarpada peña de Lodos, junto al valle del río Jalón.
Tras la expulsión de los moriscos en 1610, el viejo Chodes quedó casi abandonado.
Además, las escasas 15 familias que allí vivían, debían lidiar con una gran dificultad: en el risco tan escarpado no se podía cultivar, así que los campos quedaban a casi un kilómetro en el valle.
Para evitar la desaparición del pueblo, el jurista Francisco Sáenz de Cortes, que había comprado el título de Conde de Morata (historia que da para otro capítulo), decidió construir un nuevo pueblo de nueva planta donde se trasladarían los vecinos de Chodes.
El Conde le encargó el proyecto al arquitecto francés Juan de Marca.
Y Marca levantó un pueblo como no había ninguno en el mundo. Un pueblo ochavado.
Un círculo en medio de los campos de Aragón.
Juan de Marca ya había trabajado para el Conde de Morata en su magnífico Palacio en Morata de Jalón y, sobre todo, en el puente de Capurnos. Un precioso puente de un ojo que uniría Morata con el nuevo pueblo.
Es una preciosidad.
Sin embargo, su mejor obra sería ese pueblo nuevo que discurría TODO en torno a la plaza. No es que el pueblo tuviese una plaza, es que Chodes ERA LA PLAZA.
Imaginad ese lugar, como un OVNI barroco posado a la orilla del Jalón.
Era un artefacto imposible. Un lugar del futuro
Ahora, Chodes es así...
...pero pensad en como era a finales del XVII, recién terminado.
Pensad en lo que debió significar para los primero colonos de Chodes, acercarse por el camino, entre las casas...
...pasar bajo esa bóveda con lunetos...
...y desembocar aquí.
En esa plaza de 40 metros de largo por 40 de ancho por 40 en cada uno de sus doce lados.
En este lugar que era teatro y vida.
Porque, aunque sea modesto y rural, Chodes es una joya del barroco.
Una plaza que solo se entiende LLEGANDO a ella. Que, al acotar un fragmento del mundo, se convierte en el escenario de un teatro arquitectónico.
Algo que también pasa, por ejemplo, en la Plaza de San Pedro.
Pero quizá lo más fascinante de Chodes es que no hay una jerarquía. La plaza se dividió en 24 parcelas prácticamente iguales para 20 familias. Otras tres parcelas se ocuparían por los tres arcos de acceso.
En el MARCIANÍSIMO plano catastral se ven los 24 números y los 3 accesos.
Y la última parcela se dejó vacía para, unos años después, levantar la iglesia.
Por eso, en esta anomalía rural tan delicada, la fachada de la iglesia tiene el mismo ancho que las demás.
La iglesia tiene el ancho de una casa.
Los tres accesos de los hombres a la plaza y el acceso desde la plaza hacia Dios.
Es una preciosidad calibrada con la precisión de un cirujano del urbanismo. De alguien que entendía que, para abandonar tu pueblo por un pueblo nuevo, tenías que ofrecerle algo único.
Durante tres dos siglos, Chodes fue creciendo poco a poco, añadiendo edificios tanto a la plaza como a los aledaños. Creando nuevas calles y transformando el camino en carretera.
La carretera permitía el paso a, bueno, a carretas, y luego a coches y hasta a camiones.
Por fortuna, el año pasado se inauguró la nueva circunvalación del pueblo y los camiones ya no tiene que pasar bajo los arcos, poniendo en peligro una plaza que fue declarado Bien de Interés Cultural en 2002.
Sí, este pequeñísimo rincón de poco más de cien habitantes es un bien patrimonial protegido y, como dije al principio, una joya escondida del barroco.
Pero también es la sede de una de las pruebas deportivas más antiguas del país. El Mundial del Pollo.
Hay crónicas que documentan carreras de pollos en Chodes desde 1907, si bien es muy probable que se disputasen mucho antes, al menos desde 1880...
...desde antes de los primeros Juegos Olímpicos modernos.
Durante todos el siglo XX, el último domingo de septiembre, día grande de las Fiestas de Chodes, unos cuantos atletas pelean para llegar el primero a la vuelta 120.
La prueba es tan famosa que la disputan atletas profesionales, españoles y también africanos y magrebíes.
Y, en 1985, la disputó Abel Antón.
Y no ganó, por cierto, ganó el andaluz Fernando Díaz, pollero experto que, además, llevaba unas cuñas especiales en las zapatillas para compensar el giro corto y constante a la izquierda.
Alta tecnología de los 80.
Desde hace diez años, el dominador de la carrera es Said Aitadi.
A mí me parece una serendipia muy curiosa que, 400 años después de que los moriscos fuesen expulsados del Chodes viejo, el rey del Chodes nuevo sea un marroquí nacionalizado español.
Es un círculo.
Como Chodes.
Y con estas cuatro fotos que resumen muy bien el episodio de hoy, vamos a despedirnos del Juan de Marca, de Abel Antón, de los pollos, del barroco, de Chodes y de #LaBrasaTorrijos de hoy.
Si os ha gustado, hacedme RTs, FAVs, follows o regaladme un pollo asado!
Si queréis conocer más territorios improbables, todos los episodios de #LaBrasaTorrijos están archivados en mi tuit fijado, que es este hilo de hilos de hilos:
Diego Delso, Periodico de Aragón, Arainfo, Google (maps, earth y street view), Ecelan, Jaostariz, El cado de Chorche y Alejandro García @boto_glo a quien agradezco muchísimo que haya ido hasta allí a hacer las fotos.
El episodio de #LaBrasaTorrijos de hoy es una colaboración con la Dirección General de Patrimonio de Aragón, a quienes agradezco, de nuevo, que hayan apostado por el proyecto.
Y también agradezco de veras que me estén enseñando maravillas como la que he contado hoy.
#LaBrasaTorrijos se escribe en directo todos los jueves desde el soleado barrio de Villaverde.
(Fin del HILO ⭕️🏠🏠🏠⛪️🏃♂️🏃♂️)
(Y en el próximo episodio vamos a viajar al otro lado del mundo para conocer el archipiélago donde las casas se mueven tiradas por bueyes)
LAS CODAS, SEÑORAS Y SEÑORES, LAS CODAS.
1. Como nos dice él mismo, Abel Antón tiene dedicado uno de los arcos de la plaza de Chodes.
2. El arco dedicado a Abel Antón es el del Ayuntamiento, porque, efectivamente, El ayuntamiento también da a la plaza. Y también lo hace con una fachada muy similar a las demás.
3. Las pruebas que corría Antón en esa época eran el 1.500 y el 5.000 *metros lisos*. No "m2" como puse porque esto lo escribo siempre en directo y las erratas son marca de fábrica.
(¿Cómo sería una prueba de atletismo de 5.000 m2?)
4. Para quien ha preguntado: esta imagen es una captura de Google Earth modificada por mí para destacar la plaza inicial del resto de entorno construido.
Al fin y al cabo, al principio no había ningún otro edificio al lado.
5. Y la última: si vais por Chodes, haced porfa una foto y me la enseñáis, que me hace ilusión.
Perdón, una sexta y última coda: Las carreras de pollos se llaman así porque, al principio, el premio consistía en uno o varios pollos (no porque corran como pollos sin cabeza 🙃).
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El Cementerio de los Ingleses es un pequeño recinto tapiado frente a los acantilados de Camariñas, en A Coruña.
Pero ¿y si allí estuviese enterrado Jack el Destripador? (Y no, no es descabellado).
Esta es una historia de naufragios y patrimonio, en #LaBrasaTorrijos
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Plymouth, 8 de noviembre de 1890. Un hombre sube al "HMS Serpent" como quien acepta una sentencia cuyo contenido desconoce pero cuyo peso reconoce al instante.
@DACTurismo El nombre que dio —Arthur, James, William, el que fuese— quedó casi disuelto en la humedad del muelle porque lo pronunció demasiado bajo, evitando el cruce de miradas con el oficial que anotaba en un registro ya curvado por la lluvia.
Lo de que las estaciones del metro de Estocolmo son preciosas es algo digno de comprobarse in situ.
Pero también esconden una historia. Una historia de amor por los servicios públicos, por las infraestructuras públicas, por la gente que las construye y por la gente que las usa cada día:
La historia empieza, como empiezan casi todas las historias buenas de ciudades nórdicas, en la roca. Ni en el hormigón ni en el hormigón revestido de hormigón —que es la tentación internacional—, sino en la roca viva, la roca madre, el granito glacial que hace de Estocolmo una ciudad con vértebras de hielo fósil.
Cuando a mediados del siglo XX decidieron construir su red de metro, optaron por la solución más directa, casi geológica: excavar, dinamitar, abrir la montaña e insertar trenes. Y en algún momento de esa operación de ingeniería a mano armada surgió una pregunta casi infantil, tan evidente y, a la vez, tan peculiar que era muy raro que alguien se la preguntase: ¿y si dejamos la roca vista?
La respuesta tiene que ver con estética, sí, pero también con política y con época. Tras la Segunda Guerra Mundial, Suecia —como buena parte del norte de Europa— estaba articulando un nuevo pacto social: bienestar público, accesibilidad, democracia cotidiana.
Uno de los engranajes de ese pacto era la convicción tranquila, pero tenaz, de que el arte no debía ser un lujo sino un derecho. Así que, si el metro iba a convertirse en el gran espacio público donde cientos de miles de personas bajarían cada día, ¿por qué no convertirlo también en un lugar donde el arte descendiese con ellas? Un soporte para democratizar la belleza, para hacer país desde el subsuelo.
Esa respuesta convirtió al metro de Estocolmo en la frase con la que lo definen: la galería de arte más larga del mundo. Algo que va más allá del eslogan turístico; es una decisión conceptual. Si vas a perforar la ciudad, abraza sus entrañas. Si vas a mover a tanta gente bajo la tierra, ofréceles algo más que azulejos blancos y tubos fluorescentes.
Haz país. Haz estética. Haz política blanda —que es la mejor política—.
La línea azul es el ejemplo más evidente. Basta bajar desde T-Centralen para entenderlo: la bóveda, pintada de azul profundo, conserva la piel rugosa de la roca. Tiene algo de caverna prehistórica, pero intervenida con brochazos gigantes. Parece la obra de un pintor expresionista que hubiera vivido aquí encerrado con un cubo de acrílico y demasiadas horas de invierno.
Además, en esa bóveda aparecen siluetas de obreros: un homenaje directo a los trabajadores que construyeron la red hace 75 años y que la mantienen cada día.
Tres cuartos de siglo de ciudad subterránea.
Sigue uno bajando por la línea y llegas a Solna Centrum, la estación más fotografiada de Suecia (y probablemente una de las más fotografiadas del mundo). Un túnel rojo, intensamente rojo, un rojo que no te abraza sino que te engulle.
Parece una bajada al infierno, sí, pero es un infierno con una intención: el mural, pintado en 1975, denuncia la deforestación sueca. El rojo del cielo frente al verde de los bosques como un aviso urgente en un país que hoy presume de sostenibilidad, pero que lleva décadas pensando en estas cosas.
Estando allí me pregunté si hoy ese mural se lee de otra manera. Si ya no habla solo de árboles sino del planeta entero.
Estoy en Estocolmo, moviendo las manos porque hace tres grados bajo cero, y esto que tengo detrás es el ayuntamiento, el Stadshuset.
Visto así, con su ladrillo rojo, su torre alta y esta logia abierta al agua, parece un edificio medieval, casi un híbrido entre castillo nórdico y palacio veneciano. Podría colar como gótico italiano, o como algo que te encontrarías entrando en la plaza de San Marcos por la puerta equivocada.
Pero la gracia es precisamente que no es medieval en absoluto.
Es un edificio del siglo XX: se construye entre 1911 y 1923, lo diseña el arquitecto Ragnar Östberg y es uno de los grandes ejemplos del Romanticismo Nacional sueco, una arquitectura que mezcla referencias históricas con una idea muy moderna de lo que debe ser un edificio público.
Por eso está aquí, pegado al agua. Si esto fuera de verdad un ayuntamiento medieval, lo lógico es que estuviese bien adentro del casco antiguo, protegido por murallas, alejado de cualquier ataque por mar. Pero, en los años veinte, Suecia ya no está pensando en cañones y asedios: está pensando en democracia, administración y ciudad abierta.
El Stadshuset se coloca en la punta de Kungsholmen, justo donde el lago Mälaren se abre hacia el archipiélago que conecta con el Báltico. Es un gesto urbano clarísimo: el poder municipal se asoma al agua porque el agua es lo que organiza Estocolmo.
El patio donde estoy tiene ese aire muy veneciano: arcos de medio punto abajo y esa sensación de plaza porticada que se abre directamente al embarcadero. Te giras y podrías estar esperando que aparezca una góndola, pero lo que llega son ferris y hielo.
La torre, además, está claramente emparentada con el campanile de San Marcos, solo que coronada por las Tres Coronas doradas de Suecia, para que no haya dudas de quién firma el skyline.
Y luego está la obsesión material. El ayuntamiento está construido con unos ocho millones de ladrillos rojos, de los cuales cerca de un millón se hicieron a mano, precisamente para conseguir esta textura vibrante, nada uniforme, que ves en fachada: el típico ladrillo de monasterio nórdico, colocado alternando testas y tizones para que el muro nunca sea del todo plano ni del todo predecible.
Ragnar Östberg era bastante maniático con la textura: quería que el edificio, visto de cerca, tuviera una piel casi viva, con pequeñas variaciones en cada pieza.
Estoy en Stortorget, la plaza central de Gamla Stan, el casco medieval de Estocolmo.
Hoy hay mercadillo navideño, con luces y turistas, pero bajo toda esta postal hubo, hace siglos, bastante menos encanto.
En esta plaza tuvo lugar la Boda Roja original:
Como sabréis por las novelas de George R. R. Martin y la serie Juego de Tronos, la Boda Roja es uno de los episodios más traumáticos de la historia. Martin lo escribió inspirándose en varios hechos históricos, uno de ellos fue el "Baño de Sangre de Estocolmo" de 1520.
Ese año, el rey Cristián II de Dinamarca conquistó Suecia y, para celebrarlo, organizó una gran coronación en el casco antiguo de Estocolmo. Tres días de fiesta, banquetes, vino caliente, diplomacia y buen rollo oficial. Hasta que, al tercer día, Cristián ordenó cerrar todas las puertas de la ciudad vieja.
Entonces empezó la matanza.
Entre ochenta y noventa personas —nobles, clérigos y ciudadanos influyentes de Estocolmo— fueron ejecutadas. Muchos fueron decapitados y sus cabezas expuestas en picas aquí mismo, en la plaza, durante semanas.
En este lugar tan bonito, tan instagrameable, con chocolates calientes y guirnaldas, a principios del siglo XVI se montó una escabechina monumental.
(Sí, ya sé que en el video digo 1580, es que me bailan las fechas más que Gene Kelly en El Pirata)
Hoy, Stortorget tiene otra cara.
Además del mercado de Navidad, uno de los edificios que dan a la plaza alberga la Academia Sueca, la institución que concede cada año el Premio Nobel de Literatura: el lugar soñado de Murakami, para entendernos.
Y, claro, aquí se levantan también las famosas Casa Roja y Casa Verde, dos fachadas del siglo XVII que, además de fotogénicas, son bastante tramposas.
La casa verde, por ejemplo: esas líneas blancas alrededor de las ventanas parecen molduras de piedra, pero en realidad son pintura. Querían simular nobleza, apariencia de sillería cara, pero no había presupuesto, así que resolvieron el asunto con pigmento.
En el fondo eran casas normales, con bodega abajo y almacén arriba. De hecho, la famosa ventana redonda superior no es un capricho barroco, es simplemente una forma eficaz de iluminar ese almacén.
El Sexto Panteón del cementerio bonaerense de la Chacarita es, sencillamente, uno de los lugares más bellos y más estremecedores del mundo.
Un espacio casi desconocido que esconde un viaje de luz, emoción y la historia de una mujer.
Os la cuento en #LaBrasaTorrijos 🧵⤵️
A mediados del siglo XX, cuando Buenos Aires miraba a la modernidad como una hacia el futuro, una arquitecta recibió un encargo que, para cualquiera de su generación, ya habría sido enorme, pero que para una mujer en los años 50 era casi un desafío a la gravedad social.
Se llamaba Ítala Fulvia Villa y entraba en las reuniones de las oficinas municipales —llenas de ingenieros varones— con un cuaderno, algunos planos y esa paciencia feroz que sólo pueden tener las personas que saben que su talento será discutido antes incluso de ser visto.
El edificio Kavanagh, en Buenos Aires, fue el primer rascacielos de Sudamérica.
Parece neoyorquino, pero tiene algo que los rascacielos de Nueva York no tienen: una leyenda. Porque el Kavanagh se construyó por un despecho amoroso.
Esta es la historia:
🧵⤵️
A principios de los años treinta, Corina Kavanagh, una rica heredera, compró una parcela frente al Parque de San Martín, junto a Puerto Madero, y mandó construir un rascacielos.
Inaugurado en 1936 con proyecto de Sánchez, Lagos y de la Torre, el Kavanagh, con su estilo Art Decó, recuerda ciertamente a los rascacielos de Nueva York, como el Chrysler o el Empire State.
Aunque este “solo” llega a 120 metros y 31 plantas.