Alberto García-Salido Profile picture
May 16, 2021 29 tweets 11 min read Read on X
Esta es la historia de una carta que unas manos doloridas empezaron a redactar en un campo de concentración.
Carta que se hizo artículo en revista científica y que fue olvidada medio siglo, hasta llegar a los ojos de un sorprendido escocés que levantó las cejas.
En octubre de 1944 el frío taladraba en Theresienstadt.
El viejo observaba al joven nazi acercarse.
El dolor era insoportable.
- La aspirina.
- Gracias - respondió.
- Invento alemán para un judío - dijo el joven antes de irse.
Arthur Eichengrün miró sus manos.
Decidió escribir.
Arthur era hijo de judíos.
Nacido en Aquisgrán en agosto de 1867.
Estudiante de química que tras un tiempo en Berlín demostró gran habilidad para la formulación de fármacos.
Hizo su tesis sobre un anestésico local y esto le permitió fundar su primer laboratorio en Ginebra.
En 1894 se casó con Elisabeth Fechheimer, su primera mujer.
Rubia y alta.
Abandonó el judaísmo.
Dos años más tarde, en 1896, comenzó a trabajar para la gran empresa alemana Bayer.
Dinero y reconocimiento.
Su labor se centró en mejorar la tolerancia de fármacos.
Uno de estos fármacos era el ácido salicílico. Analgésico derivado de la corteza del sauce era de sabor fuerte y provocaba vómitos.
Desagradable para los pacientes.
Eichengrün diseñó la experimentación para acetilar este ácido y otro medicamento famoso en la época: la morfina.
Indicó a uno de sus subordinados, Felix Hoffmann, que se encargara de la experimentación.
Hoffman era un excelente farmacéutico recomendado por Adolf von Baeyer, el gran premio Nobel de química.
El laboratorio de Eichengrün y Hoffman iba a ser padre de un fármaco irrepetible.
Así el 10 de agosto de 1897 surgió de los matraces un compuesto de tres palabras: ácido acetil salicílico.
Dos semanas más tarde se añadió la heroína.
En menos de un mes dos fármacos con gran futuro pasaban a farmacología para análisis.
Allí el famoso doctor Dreser era frontera.
Heinrich Dreser era un reputado químico responsable del área de seguridad farmacológica.
Ningún producto comenzaba a probarse sin su permiso.
Bigote ancho y gafas pequeñas.
Dreser era metódico y críptico en sus experimentos.
A veces incomprensible en sus conclusiones.
La heroína fue rapidamente aceptada como posible remedio para la tos y el resfriado común.
Se iniciaron sin demora los ensayos para comprobar su seguridad y eficacia.
El ácido acetil salicílico fue rechazado.
Según Dreser podía dañar al corazón.
La mitad de un éxito sigue siendo un éxito, es por eso que Hoffman aceptó aquel rechazo del ácido acetil salicílico.
Eichengrün en cambio no comprendía la reticencia.
Se llevó un frasco a casa de ese polvo blanco que surgió de su formulación.
Comenzó a ingerirlo.
A experimentar.
Eichengrün se tomó el pulso de regularmente.
Midió sus esfuerzos.
Comprobó que su corazón estaba bien.
Transcurridos unos días repartió muestras del fármaco a colegas.
Les pidió fe en él y en lo descubierto.
Estos lo probaron en sus pacientes.
Era seguro.
Tolerado.
Funcionaba.
Este éxito llegó a oídos de uno de los directivos de Bayer.
Eichengrün bajó la cabeza y asumió los hechos.
Sabía que aquel ácido era un as en la manga para la historia.
Dreser permitió la experimentación.
Se confirmaron las presunciones.
El ácido acetil salicílico era un éxito.
Para su comercialización en 1899 se creo un nombre icónico: Aspirina.
Palabra tatuada en la memoria de todos.
Eichengrün continuó trabajando en Bayer hasta 1908 donde generó multiples patentes.
Decidió fundar su propia empresa.
Ignoraba que no solo dejaba Bayer atrás.
Con el tiempo el mundo y Alemania cambiaron.
El prestigio adquirido le permitió seguir prosperando durante unos años.
Colaborador habitual de los nazis, casado incluso con una mujer aria, Eichengrün descubrió en 1934 que su pasado iba a ser también presente y futuro.
Ese año Bayer atribuyó el descubrimiento de la Aspirina a Felix Hoffmann.
Dresser publicó resultados sobre el desarrollo sin citar a Arthur.
Se ignoró a Eichengrün.
Vacío.
Arthur solo pudo callar.
La tormenta era tan firme en la sociedad que él tampoco pudo navegarla.
La empresa de Eichengrün fue capturada paulatinamente por los nazis.
Como una mancha de aceite atrapó al químico hasta expulsarle en 1943.
Arthur, ya con 76 años, se negó a escribir "Israel" en una carta. Estaba obligado por ser judío.
Fue condenado a prisión cuatro meses.
En mayo de 1944 Arthur Eichengrün se negó a escribir de nuevo.
Esta vez su destino fue un campo de concentración.
Catorce meses.
Theresienstadt.
Soledad, miedo, suciedad, hambre y frío para un anciano.
Fue allí, observando al joven nazi marcharse, cuando se miró las manos.
Y escribió su historia.
Origen.
Descubrimientos.
Arthur resumió su vida para pedir justicia por lo hecho.
Envío una carta a Bayer que fue rapidamente ignorada.
Pero guardó el texto.
Salío de aquel campo vivo para vivir y para contarlo.
Tras múltiples rechazos en 1949 el artículo fue publicado en la revista Pharmazie.
Dos semanas después, el 23 de diciembre, Arthur falleció en Berlín.
No pudo defender su artículo.
Cayó en el olvido durante cincuenta años hasta que un farmacéutico escocés levantó las cejas.
Walter Sneader lo leía todo.
O casi todo.
Curioso farmacéutico escoces con afición a revisar la historia escondida tras el desarrollo de los fármacos más antiguos.
Amante de la historia de la medicina.
El tiempo y las ganas de aprender le llevaron logicamente a la aspirina.
Descubrió la carta de Eichengrün publicada en 1949.
Entre perplejo, sorprendido e inquieto.
Tras leer varias veces el texto decidió comenzar una investigación al respecto.
Llamó a varios colegas alemanes y pidió permiso a Bayer para estudiar sus archivos.
Sneader se percató rápidamente de que algo tambaleaba.
En la escrito por Hoffman en sus cuadernos de laboratorio algo no encajaba.
Dos hechos le hicieron ver que Eichengrün no mentía.
En una nota al pie quedaba claro que Hoffman desarrollaba una idea que alguien le había indicado.
Él era las manos pero no la mente.
Además la letra manuscrita de Dresser aparecía más de un año después del descubrimiento.
Dresser se había atribuido un trabajo no hecho.
La conclusión para el escocés fue sencilla.
Hoffman no sabía lo suficiente para hacer los experimentos.
Dresser no había estado allí cuando ocurrieron.
Eichengrün explicaba ambos hechos primero en su carta a Bayer y posteriormente en Pharmazie.
Walter levantó las cejas.
Organizó la información.
Encajó las piezas de los cuadernos de laboratorio.
Comprobó quién era quién.
Y publicó este artículo para explicarlo todo en 1999.
En Bayer probablemente tuvieron dolor de cabeza.
bit.ly/3tWfAyQ
Aquel texto ponía a los autores en su sitio sin quitar a nadie.
Eichengrün regresaba para situarse en el sitio que le correspondía.
La Aspirina era de Hoffman y Dresser pero por supuesto también era suya.
Su nombre resonó aquel 1999 en todos los laboratorios de farmacología.
La Aspirina es el medicamento más vendido de la historia.
En el momento actual Bayer aún no reconoce a Eichengrün como inventor.
En esta imagen publicitaria vemos a un actor caracterizado de Hoffman mostrando su invento.
bit.ly/3uQEgcZ
A pesar de esto, aquel octubre de 1944 Arthur Eichengrün comenzó a encontrar su lugar.
Escribiendo una carta que cambió su punto y final.
Con las manos doloridas y mientras su aspirina le hacia efecto.
Letras para cambiar una historia que ha cambiado también la de los demás.
PD: amigos de @threadreaderapp, ¿me podéis unroll cada 8 horas el #HiloYTal de arriba?

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