Basilea es una meca de la arquitectura contemporánea. Tiene un huevo de obras chulísimas: el Messe Basel, que es una especia de vórtice en medio de la ciudad; o el Werkraum Warteck, con su escalera exterior flipante.
Y además, al ladito está la Fondation Beyeler, que es uno de los edificios más inteligentes de Renzo Piano; y a un paseo en bici tenemos todo el campus de Vitra, que es como el paraíso de la gente a la que le mola la arquitectura moderna.
Pero Basilea no fue siempre así. Hasta hace muy poco, era una ciudad que, aunque tenía un casco medieval, era eminentemente industrial. Un lugar donde había un puerto franco ferroviario.
Una ciudad que giraba alrededor de un río de vías férreas.
Por eso, para Jacques Herzog y Pierre de Meuron, el concurso de arquitectura que la SBB (la compañía ferroviaria suiza) convocó en 1994 era TAN importante.
Porque Herzog & de Meuron son de Basilea.
Y porque el concurso pedía un edificio entre la ciudad y los trenes.
La Signal Box central debía ser un edificio para proteger la maquinaria eléctrica que maneja los cambios de agujas, las entradas y salidas de la estación y todos esos movimientos fundamentales para el funcionamiento de un nodo ferroviario como el de Basilea.
Así que Herzog & De Meuron, que en esa época aún eran unos tipos de 44 años, tomaron la decisión más madura y más brillante que se podía tomar para esas necesidades.
El edificio no sería para el ser humano. La Signal Box sería un diamante de cobre en un mar de hierro.
Es más, si el edificio debía proteger a las máquinas, TODO el edificio sería una gran coraza protectora.
Así, el edificio es una ENORME caja de Faraday que detiene los relámpagos con su propia fachada. En serio, la maqueta era una caja de Faraday.
Herzog & de Meuron ya habían construido una caja similar unos cientos de metros hacia el exterior de la ciudad. Sin embargo, esa caja era más regular, menos sofisticada.
Con la Signal Box central tomaron una decisión más arriesgada. El edificio dejaría claro que era un artefacto para la máquina, no para el ser humano.
Sería un prisma que gira el torso movido por el impulso de los trenes.
Un edificio que responde a la lógica implacable del mundo en el que vive.
Esa que dice que las máquinas son tan bellas como los hombres y que un edificio hecho para ellas puede (y debe) ser tan bueno como el mejor de los palacios.
Por eso, la fachada de lamas de cobre solo se entiende correctamente a la velocidad del tren. De hecho, esas lamas también se giran y se levantan, ligeras como un vestido al que hubiese movido la ráfaga de viento de un coche al pasar.
La Signal Box central se terminó en 1999 y catapultó a Herzog & de Meuron y los colocó como uno de los mejores estudios de arquitectura de nuestro tiempo.
Desde entonces han construido obras de todo porte y en todo el mundo: desde Madrid hasta Pekín.
Y muchas en su ciudad.
Han recibido la Medalla de Oro de la RIBA (británica) y el Praemium Imperiale (japonés), han sido nominados muchas veces a los premios Mies y, en 2001, recibieron el Pritzker.
Y se ha dicho más de una vez que el edificio que decantó el Pritzker para ellos no fue ninguna de sus obras grandes sino una pequeña maravilla híbrida y mutante.
Un cofre para mirar SOLO desde fuera pero que brilla y parpadea hasta hacerse borroso, como moaré solidificado.
Como si el ojo humano no estuviera preparado para él.
Un joyero que resplandece como una joya, diseñado para guardar un tesoro único en la memoria de Basilea: su historia alrededor del ferrocarril.
Y con estas cuatro fotos que resumen muy bien el episodio de hoy, vamos a irnos despidiendo de Herzog & de Meuron, de los trenes, de la memoria, de la Signal Box y de #LaBrasaTorrijos de hoy.
Si os ha gustado, hacedme RTs, FAVs, follows o dadme un paseo en tren!
Si os ha gustado el episodio de hoy, he escrito una pequeña guía con 10 lugares imprescindibles de Basilea, con FOTAZAS de Clemente Vergara y que se ha publicado en el instagram de @culturainquieta
Y si queréis conocer más territorios improbables, todos los episodios de #LaBrasaTorrijos están archivados en mi tuit fijado, que es este hilo de hilos de hilos:
Clemente Vergara (id a su Instagram porque es la hostia), David Ewen, Marc Teer, MoMA, Google Earth, Rory Hyde y un par de Pedro Torrijos (sí, un servidor).
El episodio de #LaBrasaTorrijos de hoy es una colaboración con Turismo de Basilea, quienes me han descubierto una ciudad chulísima. De verdad.
Una ciudad guay para los que nos gusta la arquitectura moderna pero con un precioso casco medieval y una estupenda vida fluvial.
#LaBrasaTorrijos se escribe en directo todos los jueves desde el soleado barrio de Villaverde.
(Fin del HILO 🛤️🚉🚃🚂🏠⚡️)
(Y en el próximo episodio vamos a viajar a una ciudad tan perfecta, tan perfecta, que es de mentira)
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El Cementerio de los Ingleses es un pequeño recinto tapiado frente a los acantilados de Camariñas, en A Coruña.
Pero ¿y si allí estuviese enterrado Jack el Destripador? (Y no, no es descabellado).
Esta es una historia de naufragios y patrimonio, en #LaBrasaTorrijos
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Plymouth, 8 de noviembre de 1890. Un hombre sube al "HMS Serpent" como quien acepta una sentencia cuyo contenido desconoce pero cuyo peso reconoce al instante.
@DACTurismo El nombre que dio —Arthur, James, William, el que fuese— quedó casi disuelto en la humedad del muelle porque lo pronunció demasiado bajo, evitando el cruce de miradas con el oficial que anotaba en un registro ya curvado por la lluvia.
Lo de que las estaciones del metro de Estocolmo son preciosas es algo digno de comprobarse in situ.
Pero también esconden una historia. Una historia de amor por los servicios públicos, por las infraestructuras públicas, por la gente que las construye y por la gente que las usa cada día:
La historia empieza, como empiezan casi todas las historias buenas de ciudades nórdicas, en la roca. Ni en el hormigón ni en el hormigón revestido de hormigón —que es la tentación internacional—, sino en la roca viva, la roca madre, el granito glacial que hace de Estocolmo una ciudad con vértebras de hielo fósil.
Cuando a mediados del siglo XX decidieron construir su red de metro, optaron por la solución más directa, casi geológica: excavar, dinamitar, abrir la montaña e insertar trenes. Y en algún momento de esa operación de ingeniería a mano armada surgió una pregunta casi infantil, tan evidente y, a la vez, tan peculiar que era muy raro que alguien se la preguntase: ¿y si dejamos la roca vista?
La respuesta tiene que ver con estética, sí, pero también con política y con época. Tras la Segunda Guerra Mundial, Suecia —como buena parte del norte de Europa— estaba articulando un nuevo pacto social: bienestar público, accesibilidad, democracia cotidiana.
Uno de los engranajes de ese pacto era la convicción tranquila, pero tenaz, de que el arte no debía ser un lujo sino un derecho. Así que, si el metro iba a convertirse en el gran espacio público donde cientos de miles de personas bajarían cada día, ¿por qué no convertirlo también en un lugar donde el arte descendiese con ellas? Un soporte para democratizar la belleza, para hacer país desde el subsuelo.
Esa respuesta convirtió al metro de Estocolmo en la frase con la que lo definen: la galería de arte más larga del mundo. Algo que va más allá del eslogan turístico; es una decisión conceptual. Si vas a perforar la ciudad, abraza sus entrañas. Si vas a mover a tanta gente bajo la tierra, ofréceles algo más que azulejos blancos y tubos fluorescentes.
Haz país. Haz estética. Haz política blanda —que es la mejor política—.
La línea azul es el ejemplo más evidente. Basta bajar desde T-Centralen para entenderlo: la bóveda, pintada de azul profundo, conserva la piel rugosa de la roca. Tiene algo de caverna prehistórica, pero intervenida con brochazos gigantes. Parece la obra de un pintor expresionista que hubiera vivido aquí encerrado con un cubo de acrílico y demasiadas horas de invierno.
Además, en esa bóveda aparecen siluetas de obreros: un homenaje directo a los trabajadores que construyeron la red hace 75 años y que la mantienen cada día.
Tres cuartos de siglo de ciudad subterránea.
Sigue uno bajando por la línea y llegas a Solna Centrum, la estación más fotografiada de Suecia (y probablemente una de las más fotografiadas del mundo). Un túnel rojo, intensamente rojo, un rojo que no te abraza sino que te engulle.
Parece una bajada al infierno, sí, pero es un infierno con una intención: el mural, pintado en 1975, denuncia la deforestación sueca. El rojo del cielo frente al verde de los bosques como un aviso urgente en un país que hoy presume de sostenibilidad, pero que lleva décadas pensando en estas cosas.
Estando allí me pregunté si hoy ese mural se lee de otra manera. Si ya no habla solo de árboles sino del planeta entero.
Estoy en Estocolmo, moviendo las manos porque hace tres grados bajo cero, y esto que tengo detrás es el ayuntamiento, el Stadshuset.
Visto así, con su ladrillo rojo, su torre alta y esta logia abierta al agua, parece un edificio medieval, casi un híbrido entre castillo nórdico y palacio veneciano. Podría colar como gótico italiano, o como algo que te encontrarías entrando en la plaza de San Marcos por la puerta equivocada.
Pero la gracia es precisamente que no es medieval en absoluto.
Es un edificio del siglo XX: se construye entre 1911 y 1923, lo diseña el arquitecto Ragnar Östberg y es uno de los grandes ejemplos del Romanticismo Nacional sueco, una arquitectura que mezcla referencias históricas con una idea muy moderna de lo que debe ser un edificio público.
Por eso está aquí, pegado al agua. Si esto fuera de verdad un ayuntamiento medieval, lo lógico es que estuviese bien adentro del casco antiguo, protegido por murallas, alejado de cualquier ataque por mar. Pero, en los años veinte, Suecia ya no está pensando en cañones y asedios: está pensando en democracia, administración y ciudad abierta.
El Stadshuset se coloca en la punta de Kungsholmen, justo donde el lago Mälaren se abre hacia el archipiélago que conecta con el Báltico. Es un gesto urbano clarísimo: el poder municipal se asoma al agua porque el agua es lo que organiza Estocolmo.
El patio donde estoy tiene ese aire muy veneciano: arcos de medio punto abajo y esa sensación de plaza porticada que se abre directamente al embarcadero. Te giras y podrías estar esperando que aparezca una góndola, pero lo que llega son ferris y hielo.
La torre, además, está claramente emparentada con el campanile de San Marcos, solo que coronada por las Tres Coronas doradas de Suecia, para que no haya dudas de quién firma el skyline.
Y luego está la obsesión material. El ayuntamiento está construido con unos ocho millones de ladrillos rojos, de los cuales cerca de un millón se hicieron a mano, precisamente para conseguir esta textura vibrante, nada uniforme, que ves en fachada: el típico ladrillo de monasterio nórdico, colocado alternando testas y tizones para que el muro nunca sea del todo plano ni del todo predecible.
Ragnar Östberg era bastante maniático con la textura: quería que el edificio, visto de cerca, tuviera una piel casi viva, con pequeñas variaciones en cada pieza.
Estoy en Stortorget, la plaza central de Gamla Stan, el casco medieval de Estocolmo.
Hoy hay mercadillo navideño, con luces y turistas, pero bajo toda esta postal hubo, hace siglos, bastante menos encanto.
En esta plaza tuvo lugar la Boda Roja original:
Como sabréis por las novelas de George R. R. Martin y la serie Juego de Tronos, la Boda Roja es uno de los episodios más traumáticos de la historia. Martin lo escribió inspirándose en varios hechos históricos, uno de ellos fue el "Baño de Sangre de Estocolmo" de 1520.
Ese año, el rey Cristián II de Dinamarca conquistó Suecia y, para celebrarlo, organizó una gran coronación en el casco antiguo de Estocolmo. Tres días de fiesta, banquetes, vino caliente, diplomacia y buen rollo oficial. Hasta que, al tercer día, Cristián ordenó cerrar todas las puertas de la ciudad vieja.
Entonces empezó la matanza.
Entre ochenta y noventa personas —nobles, clérigos y ciudadanos influyentes de Estocolmo— fueron ejecutadas. Muchos fueron decapitados y sus cabezas expuestas en picas aquí mismo, en la plaza, durante semanas.
En este lugar tan bonito, tan instagrameable, con chocolates calientes y guirnaldas, a principios del siglo XVI se montó una escabechina monumental.
(Sí, ya sé que en el video digo 1580, es que me bailan las fechas más que Gene Kelly en El Pirata)
Hoy, Stortorget tiene otra cara.
Además del mercado de Navidad, uno de los edificios que dan a la plaza alberga la Academia Sueca, la institución que concede cada año el Premio Nobel de Literatura: el lugar soñado de Murakami, para entendernos.
Y, claro, aquí se levantan también las famosas Casa Roja y Casa Verde, dos fachadas del siglo XVII que, además de fotogénicas, son bastante tramposas.
La casa verde, por ejemplo: esas líneas blancas alrededor de las ventanas parecen molduras de piedra, pero en realidad son pintura. Querían simular nobleza, apariencia de sillería cara, pero no había presupuesto, así que resolvieron el asunto con pigmento.
En el fondo eran casas normales, con bodega abajo y almacén arriba. De hecho, la famosa ventana redonda superior no es un capricho barroco, es simplemente una forma eficaz de iluminar ese almacén.
El Sexto Panteón del cementerio bonaerense de la Chacarita es, sencillamente, uno de los lugares más bellos y más estremecedores del mundo.
Un espacio casi desconocido que esconde un viaje de luz, emoción y la historia de una mujer.
Os la cuento en #LaBrasaTorrijos 🧵⤵️
A mediados del siglo XX, cuando Buenos Aires miraba a la modernidad como una hacia el futuro, una arquitecta recibió un encargo que, para cualquiera de su generación, ya habría sido enorme, pero que para una mujer en los años 50 era casi un desafío a la gravedad social.
Se llamaba Ítala Fulvia Villa y entraba en las reuniones de las oficinas municipales —llenas de ingenieros varones— con un cuaderno, algunos planos y esa paciencia feroz que sólo pueden tener las personas que saben que su talento será discutido antes incluso de ser visto.
El edificio Kavanagh, en Buenos Aires, fue el primer rascacielos de Sudamérica.
Parece neoyorquino, pero tiene algo que los rascacielos de Nueva York no tienen: una leyenda. Porque el Kavanagh se construyó por un despecho amoroso.
Esta es la historia:
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A principios de los años treinta, Corina Kavanagh, una rica heredera, compró una parcela frente al Parque de San Martín, junto a Puerto Madero, y mandó construir un rascacielos.
Inaugurado en 1936 con proyecto de Sánchez, Lagos y de la Torre, el Kavanagh, con su estilo Art Decó, recuerda ciertamente a los rascacielos de Nueva York, como el Chrysler o el Empire State.
Aunque este “solo” llega a 120 metros y 31 plantas.