Hay algo absolutamente fascinante (y también escalofriante) en las arquitecturas que no se han concebido, diseñado ni ejecutado para el ser humano.
Este es el interior de un tanque de gas natural liquido.
(Lo de abajo son personas)
Estos espacios nos recuerdan que nosotros, sus creadores, en realidad solo somos accidentes que sortear en su creación.
Somos meros invitados a ese lugar.
Porque, qué somos cuando nos enfrentamos a la escala MONUMENTAL de estos lugares. Esas cuatro cúpulas tienen el tamaño de un edificio de 10 plantas.
Ese monstruo nos mira desde su escala como si fuésemos cucarachas.
Por eso, cuando veo a seres humanos enfrentándose a estas arquitecturas, la verdadera pregunta que me hago es: ¿Son arquitecturas?
¿Lo son?
¿Es esto arquitectura?
Esto es el reactor de fusión nuclear ITER, en Cadarache, Francia.
Por fuera tiene esta escala colosal.
Sin embargo, y aunque el del ITER es algo más grande, por dentro, el reactor tiene este tamaño.
Esa es su verdadera escala.
Porque hay decenas de definiciones de arquitectura pero todas, más o menos, están relacionadas con el ser humano.
Todo lo que conocemos como arquitectura nos toma a nosotros como medida.
Esto no.
O, en realidad, esto sí.
Es el laboratorio del experimento IceCube en la base Amundsen/Scott, en la Antártida.
Y sí, el laboratorio tiene escaleras, habitáculos y una cierta lógica respecto a la escala del hombre.
(Y también unos paisajes flipantes).
Pero, en realidad, el IceCube es muchísimo más grande. Es un telescopio de neutrinos formado por unos 5.000 fotomultiplicadores enterrados en un kilómetro cúbico de hielo antártico.
Para hacernos una idea, el laboratorio es la cosita azul. El telescopio es lo de abajo.
En el episodio de la base Halley VI, ya dejamos claro que eso SÍ era arquitectura. Tenía habitaciones, cocina, sala de juegos...
Este es el observatorio de neutrinos Super-Kamiokande, en Hida, Japón.
Este espacio no tiene habitaciones ni cocinas ni sala de juegos.
Este espacio nos coloca en diálogo con fuerzas muy superiores a nuestra existencia.
(Y sin embargo...)
Y sin embargo, la definición más ajustada de arquitectura la dio Bruno Zevi cuando dijo que era "Espacio recorrido en el tiempo"
Y el Super-K es espacio que se puede recorrer (aunque no a menudo).
Y su belleza es innegable e inmarcesible.
El Super-K es un cilindro de 40 m. de diámetro por 40 m. de altura enterrado un kilómetro bajo el monte Iken, en la ciudad japonesa de Hida.
Para comprender la escala: dentro cabe la Estatua de la Libertad.
Y para comprenderla un poco mejor, sus dimensiones son similares a las del Panteón de Roma.
El cilindro está completamente cubierto con 11.000 fotomultiplicadores, que son estos tubos que aparecen en primer plano.
Los fotomultiplicadores sirven para detectar neutrinos.
Yo no voy definir en profundidad lo que es un neutrino porque daría para varias tesis, pero digamos que es una partícula que lo atraviesa todo, que viaja casi a la velocidad de la luz y que casi no tiene masa.
Estas características tan peculiares hacen que sea EXTREMEDAMENTE DIFÍCIL de detectar, por eso se construyen observatorios como el IceCube y el Super-K.
Porque la manera de detectarlos es mediante la radiación de Cherenkov que emiten al entrar en contacto con un núcleo de agua.
La radiación de Cherenkov es algo análogo a la barrera del sonido que los neutrinos emiten, y esto es escalofriante, porque aparece CUANDO UN ELECTRÓN O UN POSITRÓN VIAJA A VELOCIDAD SUPERIOR A LA LUZ EN EL AGUA.
(Aunque menor, lógicamente, a la de la luz en el vacío).
Por eso, el Super-Kamiokande está normalmente lleno hasta arriba con 50.000 toneladas de agua ultrapura UPW. Porque la pureza de ese agua es capital para la interacción con los neutrinos.
Por eso, aunque el Super-K es un espacio que se puede recorrer en el tiempo. Esta experiencia solo se produce en las ocasiones en las que bajan el nivel del agua para labores de mantenimiento.
Y, por supuesto, ese recorrido es en lancha zodiac.
Alguien definió este observatorio como "La búsqueda de una aguja en un pajar más grande del mundo".
Y quizá tiene razón.
Pero la aguja es bellísima: una fotografía del sol tomada de noche, desde el otro lado, ATRAVESANDO TODO EL PLANETA TIERRA.
Y a lo mejor el Super-Kamiokande no es arquitectura. A lo mejor no es más que un mecanismo de extrema precisión y ni falta que le hace ser nada más.
Pero yo envidio a quien pueda estar bajo esa luz dorada, rodeado de las burbujas que nos pueden explicar el sentido del Universo.
Y con estas cuatro imágenes que resumen muy bien el episodio de hoy, vamos a despedirnos del IceCube, de los tanques de gas, de Japón, del Super-K y de #LaBrasaTorrijos de esta semana.
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(Es la hora de pasar la gorra!)
Nos vemos en un nuevo capítulo el próximo jueves a la misma hora.
Si os habéis quedado con ganas de viajar a más territorios improbables, todos los episodios de #LaBrasaTorrijos están archivados en mi tuit fijado, que es este hilo de hilos de hilos:
El Cementerio de los Ingleses es un pequeño recinto tapiado frente a los acantilados de Camariñas, en A Coruña.
Pero ¿y si allí estuviese enterrado Jack el Destripador? (Y no, no es descabellado).
Esta es una historia de naufragios y patrimonio, en #LaBrasaTorrijos
🧵⤵️
Plymouth, 8 de noviembre de 1890. Un hombre sube al "HMS Serpent" como quien acepta una sentencia cuyo contenido desconoce pero cuyo peso reconoce al instante.
@DACTurismo El nombre que dio —Arthur, James, William, el que fuese— quedó casi disuelto en la humedad del muelle porque lo pronunció demasiado bajo, evitando el cruce de miradas con el oficial que anotaba en un registro ya curvado por la lluvia.
Lo de que las estaciones del metro de Estocolmo son preciosas es algo digno de comprobarse in situ.
Pero también esconden una historia. Una historia de amor por los servicios públicos, por las infraestructuras públicas, por la gente que las construye y por la gente que las usa cada día:
La historia empieza, como empiezan casi todas las historias buenas de ciudades nórdicas, en la roca. Ni en el hormigón ni en el hormigón revestido de hormigón —que es la tentación internacional—, sino en la roca viva, la roca madre, el granito glacial que hace de Estocolmo una ciudad con vértebras de hielo fósil.
Cuando a mediados del siglo XX decidieron construir su red de metro, optaron por la solución más directa, casi geológica: excavar, dinamitar, abrir la montaña e insertar trenes. Y en algún momento de esa operación de ingeniería a mano armada surgió una pregunta casi infantil, tan evidente y, a la vez, tan peculiar que era muy raro que alguien se la preguntase: ¿y si dejamos la roca vista?
La respuesta tiene que ver con estética, sí, pero también con política y con época. Tras la Segunda Guerra Mundial, Suecia —como buena parte del norte de Europa— estaba articulando un nuevo pacto social: bienestar público, accesibilidad, democracia cotidiana.
Uno de los engranajes de ese pacto era la convicción tranquila, pero tenaz, de que el arte no debía ser un lujo sino un derecho. Así que, si el metro iba a convertirse en el gran espacio público donde cientos de miles de personas bajarían cada día, ¿por qué no convertirlo también en un lugar donde el arte descendiese con ellas? Un soporte para democratizar la belleza, para hacer país desde el subsuelo.
Esa respuesta convirtió al metro de Estocolmo en la frase con la que lo definen: la galería de arte más larga del mundo. Algo que va más allá del eslogan turístico; es una decisión conceptual. Si vas a perforar la ciudad, abraza sus entrañas. Si vas a mover a tanta gente bajo la tierra, ofréceles algo más que azulejos blancos y tubos fluorescentes.
Haz país. Haz estética. Haz política blanda —que es la mejor política—.
La línea azul es el ejemplo más evidente. Basta bajar desde T-Centralen para entenderlo: la bóveda, pintada de azul profundo, conserva la piel rugosa de la roca. Tiene algo de caverna prehistórica, pero intervenida con brochazos gigantes. Parece la obra de un pintor expresionista que hubiera vivido aquí encerrado con un cubo de acrílico y demasiadas horas de invierno.
Además, en esa bóveda aparecen siluetas de obreros: un homenaje directo a los trabajadores que construyeron la red hace 75 años y que la mantienen cada día.
Tres cuartos de siglo de ciudad subterránea.
Sigue uno bajando por la línea y llegas a Solna Centrum, la estación más fotografiada de Suecia (y probablemente una de las más fotografiadas del mundo). Un túnel rojo, intensamente rojo, un rojo que no te abraza sino que te engulle.
Parece una bajada al infierno, sí, pero es un infierno con una intención: el mural, pintado en 1975, denuncia la deforestación sueca. El rojo del cielo frente al verde de los bosques como un aviso urgente en un país que hoy presume de sostenibilidad, pero que lleva décadas pensando en estas cosas.
Estando allí me pregunté si hoy ese mural se lee de otra manera. Si ya no habla solo de árboles sino del planeta entero.
Estoy en Estocolmo, moviendo las manos porque hace tres grados bajo cero, y esto que tengo detrás es el ayuntamiento, el Stadshuset.
Visto así, con su ladrillo rojo, su torre alta y esta logia abierta al agua, parece un edificio medieval, casi un híbrido entre castillo nórdico y palacio veneciano. Podría colar como gótico italiano, o como algo que te encontrarías entrando en la plaza de San Marcos por la puerta equivocada.
Pero la gracia es precisamente que no es medieval en absoluto.
Es un edificio del siglo XX: se construye entre 1911 y 1923, lo diseña el arquitecto Ragnar Östberg y es uno de los grandes ejemplos del Romanticismo Nacional sueco, una arquitectura que mezcla referencias históricas con una idea muy moderna de lo que debe ser un edificio público.
Por eso está aquí, pegado al agua. Si esto fuera de verdad un ayuntamiento medieval, lo lógico es que estuviese bien adentro del casco antiguo, protegido por murallas, alejado de cualquier ataque por mar. Pero, en los años veinte, Suecia ya no está pensando en cañones y asedios: está pensando en democracia, administración y ciudad abierta.
El Stadshuset se coloca en la punta de Kungsholmen, justo donde el lago Mälaren se abre hacia el archipiélago que conecta con el Báltico. Es un gesto urbano clarísimo: el poder municipal se asoma al agua porque el agua es lo que organiza Estocolmo.
El patio donde estoy tiene ese aire muy veneciano: arcos de medio punto abajo y esa sensación de plaza porticada que se abre directamente al embarcadero. Te giras y podrías estar esperando que aparezca una góndola, pero lo que llega son ferris y hielo.
La torre, además, está claramente emparentada con el campanile de San Marcos, solo que coronada por las Tres Coronas doradas de Suecia, para que no haya dudas de quién firma el skyline.
Y luego está la obsesión material. El ayuntamiento está construido con unos ocho millones de ladrillos rojos, de los cuales cerca de un millón se hicieron a mano, precisamente para conseguir esta textura vibrante, nada uniforme, que ves en fachada: el típico ladrillo de monasterio nórdico, colocado alternando testas y tizones para que el muro nunca sea del todo plano ni del todo predecible.
Ragnar Östberg era bastante maniático con la textura: quería que el edificio, visto de cerca, tuviera una piel casi viva, con pequeñas variaciones en cada pieza.
Estoy en Stortorget, la plaza central de Gamla Stan, el casco medieval de Estocolmo.
Hoy hay mercadillo navideño, con luces y turistas, pero bajo toda esta postal hubo, hace siglos, bastante menos encanto.
En esta plaza tuvo lugar la Boda Roja original:
Como sabréis por las novelas de George R. R. Martin y la serie Juego de Tronos, la Boda Roja es uno de los episodios más traumáticos de la historia. Martin lo escribió inspirándose en varios hechos históricos, uno de ellos fue el "Baño de Sangre de Estocolmo" de 1520.
Ese año, el rey Cristián II de Dinamarca conquistó Suecia y, para celebrarlo, organizó una gran coronación en el casco antiguo de Estocolmo. Tres días de fiesta, banquetes, vino caliente, diplomacia y buen rollo oficial. Hasta que, al tercer día, Cristián ordenó cerrar todas las puertas de la ciudad vieja.
Entonces empezó la matanza.
Entre ochenta y noventa personas —nobles, clérigos y ciudadanos influyentes de Estocolmo— fueron ejecutadas. Muchos fueron decapitados y sus cabezas expuestas en picas aquí mismo, en la plaza, durante semanas.
En este lugar tan bonito, tan instagrameable, con chocolates calientes y guirnaldas, a principios del siglo XVI se montó una escabechina monumental.
(Sí, ya sé que en el video digo 1580, es que me bailan las fechas más que Gene Kelly en El Pirata)
Hoy, Stortorget tiene otra cara.
Además del mercado de Navidad, uno de los edificios que dan a la plaza alberga la Academia Sueca, la institución que concede cada año el Premio Nobel de Literatura: el lugar soñado de Murakami, para entendernos.
Y, claro, aquí se levantan también las famosas Casa Roja y Casa Verde, dos fachadas del siglo XVII que, además de fotogénicas, son bastante tramposas.
La casa verde, por ejemplo: esas líneas blancas alrededor de las ventanas parecen molduras de piedra, pero en realidad son pintura. Querían simular nobleza, apariencia de sillería cara, pero no había presupuesto, así que resolvieron el asunto con pigmento.
En el fondo eran casas normales, con bodega abajo y almacén arriba. De hecho, la famosa ventana redonda superior no es un capricho barroco, es simplemente una forma eficaz de iluminar ese almacén.
El Sexto Panteón del cementerio bonaerense de la Chacarita es, sencillamente, uno de los lugares más bellos y más estremecedores del mundo.
Un espacio casi desconocido que esconde un viaje de luz, emoción y la historia de una mujer.
Os la cuento en #LaBrasaTorrijos 🧵⤵️
A mediados del siglo XX, cuando Buenos Aires miraba a la modernidad como una hacia el futuro, una arquitecta recibió un encargo que, para cualquiera de su generación, ya habría sido enorme, pero que para una mujer en los años 50 era casi un desafío a la gravedad social.
Se llamaba Ítala Fulvia Villa y entraba en las reuniones de las oficinas municipales —llenas de ingenieros varones— con un cuaderno, algunos planos y esa paciencia feroz que sólo pueden tener las personas que saben que su talento será discutido antes incluso de ser visto.
El edificio Kavanagh, en Buenos Aires, fue el primer rascacielos de Sudamérica.
Parece neoyorquino, pero tiene algo que los rascacielos de Nueva York no tienen: una leyenda. Porque el Kavanagh se construyó por un despecho amoroso.
Esta es la historia:
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A principios de los años treinta, Corina Kavanagh, una rica heredera, compró una parcela frente al Parque de San Martín, junto a Puerto Madero, y mandó construir un rascacielos.
Inaugurado en 1936 con proyecto de Sánchez, Lagos y de la Torre, el Kavanagh, con su estilo Art Decó, recuerda ciertamente a los rascacielos de Nueva York, como el Chrysler o el Empire State.
Aunque este “solo” llega a 120 metros y 31 plantas.