En mayo de 1976, Francisco Gilardi se acercó a la casa-estudio de Luis Barragán para pedirle que le construyera su casa.
Barragán tenía ya 74 años y comenzaba a notar unos temblores no deseados en su mano derecha, pero aceptó el encargo. Por supuesto que aceptó el encargo.
Aunque se veía con fuerza y ánimo, el maestro ya intuía que esa obra sería de las últimas.
Así que pensó que, quizá, solo quizá, podría lograr aquello que siempre había buscado en su arquitectura: hablarle al tiempo.
(El tiempo).
Luis Ramiro Barragán Morfín nació en Guadalajara, en 1902. Su familia era fervientemente católica y también era acaudalada. Poseía haciendas y campos por todo el estado de Jalisco.
Estas tres condiciones conformarían el futuro del niño Luis.
Dinero, campos y Dios.
Dinero porque, en esa época, era muy difícil estudiar una carrera (y ser arquitecto), si no pertenecías a una familia de posibles.
Barragán estudió Ingeniería Civil siguiendo, además, varios estudios optativos que le permitiesen obtener el título de arquitecto.
Aunque finalmente no llegó a obtener el título de arquitecto, comenzó a trabajar como tal en 1927 en remodelaciones de viviendas. Obras delicadas pero sin demasiada enjundia.
Buscaba algo más.
En 1931 viajó a París y conoció a LeCorbusier. Allí aprendió en sus conferencias y entendió que el camino de la arquitectura solo podía ser el de la arquitectura moderna.
Sin embargo, no estaba de acuerdo en todo lo que dijo El Corbu. Barragán no compartía eso de que "la vivienda era una máquina de habitar".
Para él, la casa era una máquina de emocionar.
Y aunque la modernidad era el único camino, la emoción nacía del pasado. De la memoria.
En la arquitectura de Luis Barragán, el espacio fluye y se manipula en la mejor modernidad, pero también entiende que la textura, la luz y el color pertenecen a un lugar muy concreto del mundo: México.
Por eso, su casa-estudio es pura modernidad y, a la vez, es puro México.
Construida en 1947, la Casa-Estudio de Barragán es apenas distinguible desde la calle...
Pero por dentro es una catarata de lujo en forma de luz, madera, textura.
Y de campo. De paisaje, de terreno abierto. De vegetación y de patios.
Porque esa infancia en campos y haciendas hizo que Barragán siempre entendiera el espacio desde lo natural.
Por eso, cuando a mediados de los 40 no recibía encargos, decidió encargárselos él mismo.
Compró unos terrenos en el barrio de San Ángel, en el DF y realizó todo el planeamiento y las particiones parcelarias.
Y también todo el proyecto paisajista.
Lo llamó "Jardines del Pedregal" y es una obra maestra del land-art cuando nadie usaba la palabra land-art.
También son land-art (aunque nadie lo llamase así) las Torres de Ciudad Satélite, hechas en colaboración con el escultor Mathias Goeritz y que son la demostración de que las autopistas también pueden ser bellísimas.
Como los Jardines del Pedregal funcionaron bien, a principios de los 60, Barragán volvió a comprar unos terrenos y a desarrollar su planeamiento urbanístico. A la postre, serían el lugar que la haría famoso en le mundo de la arquitectura.
Se llamó "Las Arboledas".
En Las Arboledas, aparte de particiones y parcelaciones para casas y edificios, Barragán construyó la casa y los establos Egerstrom y la Cuadra San Cristobal.
No sé como será el paraíso ni si existe, pero a mí me gusta pensar que se parecerá a este lugar.
A un lugar donde los caballos beben en una alberca sin borde junto a una pared blanca en dirección a un manantial de azul imposible.
Pero Barragán sí creía en el paraíso. El Paraíso.
Era católico ferviente y, en 1955, llevó a cabo la remodelación de la Capilla de las Capuchinas de Tlalpán.
Pagó la obra de su bolsillo.
En la capilla de las Capuchinas, hizo algo casi anatémico y a la profundamente espiritual: ocultó la cruz.
Dios no estaba realmente a la vista, pero su sombra proyectada existe siempre.
(Y la sombra de la cruz se mueve según avanza el sol. Según avanza el día.
Según avanza el tiempo).
Luis Barragán tenía 76 años cuando Francisco Gilardi le encargó su casa en Tacubaya.
Pese a que comenzaba a desarrollar la enfermedad de Parkinson, aceptó el encargo.
Gilardi disponía de un pequeño solar bastante pequeño, apenas 10x36 metros y entre medianeras. Además, había un requisito innegociable: se debía respetar una preciosa jacaranda morada que crecía en su interior.
Barragán tenía 76 años y por supuesto que aceptó el encargo.
Al contrario que en su propia Casa-Estudio, el exterior de la Gilardi sí anticipa algo de lo que va a suceder dentro...
Porque lo que sucede dentro es una sucesión de espacios, de volúmenes de agua, de patios, de pasos, pasillos, colores y luz.
Y luz.
Y al fondo, el tiempo.
Porque otra de las peticiones de Gilardi fue que su casa tuviese una alberca, pero Barragán decidió que esa alberca no estaría en el patio, sino *dentro* del propio salón.
Y claro, no podía ser una alberca normal.
La alberca de la Casa Gilardi es uno de los artefactos más sofisticados de la historia de la arquitectura.
Una máquina de controlar el sol y una máquina de medir el color.
Y, cuando la lanza de luz se mueve y se produce el milagroso momento del doble reflejo, la alberca se convierte en una máquina de explicar el tiempo.
Una máquina de emocionar.
Luis Ramiro Barragán Morfín murió el 22 de noviembre de 1988 en su Casa-Estudio en Tacubaya.
Aunque no construyó demasiado, su obra es un símbolo de la arquitectura moderna en México y, en mi opinión, un símbolo del propio México.
Y con estas cuatro imágenes que resumen muy bien el hilo de hoy, vamos a despedirnos de las Arboledas, de los caballos, del color fucsia, de México, de Barragán y de #LaBrasaTorrijos de esta semana.
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Petite, Barragán Foundation, Rafael Saucedo, LrBln, Eduardo Luque, Eric Petschek, Antonio Heras, mexicanismo y las del doble reflejo que son @flaviocoddou (gracias por dejarme usarlas).
#LaBrasaTorrijos se escribe en directo todos los jueves desde el soleado barrio de Villaverde.
(Fin del HILO 🇲🇽🏡🌵🐎💧💧☀️)
(Y en el episodio del jueves que viene vamos a conocer la historia de la primera iglesia que albergó el Santo Grial en España, y si los nazis cruzaron por una estación en su busca)
(Aprovecho para enseñaros las historias que estoy empezando a contar en IG, que son distintas y seguro que os van a gustar: instagram.com/p/CUFWhnVLpaY/ )
VAMOS CON LAS CODAS, SEÑORAS, SEÑORES!!
1. Tanto la Casa Gilardi como la Casa-Estudio de Barragán se pueden visitar. De hecho, la Casa-Estudio funciona como museo: casaluisbarragan.org
2. La Casa Gilardi no fue la última obra de Barragán, pero sí fue la última que realizó en solitario. El Parkinson comenzó a afectarle y las últimas tres obras las hizo en colaboración con otros arquitectos más jóvenes.
3. Barragán recibió el Premio Pritzker en 1980. Su discurso de aceptación es una declaración de amor por las bases de una vida serena. Nostalgia, jardines, fuentes, alegría, muerte, belleza.
4. Aún más extraordinario que el Pritzker: la Casa-Estudio fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 2004.
Muy pocos arquitectos modernos se comparan a tal reconocimiento. whc.unesco.org/es/list/1136
5. Esto es frikísimo y quizá lo cuente en otra ocasión, pero baste resumir que parte de los restos de Barragán se encuentran, ejem, concentrados en un diamante artificial creado por una artista estadounidense en 2017.
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El Cementerio de los Ingleses es un pequeño recinto tapiado frente a los acantilados de Camariñas, en A Coruña.
Pero ¿y si allí estuviese enterrado Jack el Destripador? (Y no, no es descabellado).
Esta es una historia de naufragios y patrimonio, en #LaBrasaTorrijos
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Plymouth, 8 de noviembre de 1890. Un hombre sube al "HMS Serpent" como quien acepta una sentencia cuyo contenido desconoce pero cuyo peso reconoce al instante.
@DACTurismo El nombre que dio —Arthur, James, William, el que fuese— quedó casi disuelto en la humedad del muelle porque lo pronunció demasiado bajo, evitando el cruce de miradas con el oficial que anotaba en un registro ya curvado por la lluvia.
Lo de que las estaciones del metro de Estocolmo son preciosas es algo digno de comprobarse in situ.
Pero también esconden una historia. Una historia de amor por los servicios públicos, por las infraestructuras públicas, por la gente que las construye y por la gente que las usa cada día:
La historia empieza, como empiezan casi todas las historias buenas de ciudades nórdicas, en la roca. Ni en el hormigón ni en el hormigón revestido de hormigón —que es la tentación internacional—, sino en la roca viva, la roca madre, el granito glacial que hace de Estocolmo una ciudad con vértebras de hielo fósil.
Cuando a mediados del siglo XX decidieron construir su red de metro, optaron por la solución más directa, casi geológica: excavar, dinamitar, abrir la montaña e insertar trenes. Y en algún momento de esa operación de ingeniería a mano armada surgió una pregunta casi infantil, tan evidente y, a la vez, tan peculiar que era muy raro que alguien se la preguntase: ¿y si dejamos la roca vista?
La respuesta tiene que ver con estética, sí, pero también con política y con época. Tras la Segunda Guerra Mundial, Suecia —como buena parte del norte de Europa— estaba articulando un nuevo pacto social: bienestar público, accesibilidad, democracia cotidiana.
Uno de los engranajes de ese pacto era la convicción tranquila, pero tenaz, de que el arte no debía ser un lujo sino un derecho. Así que, si el metro iba a convertirse en el gran espacio público donde cientos de miles de personas bajarían cada día, ¿por qué no convertirlo también en un lugar donde el arte descendiese con ellas? Un soporte para democratizar la belleza, para hacer país desde el subsuelo.
Esa respuesta convirtió al metro de Estocolmo en la frase con la que lo definen: la galería de arte más larga del mundo. Algo que va más allá del eslogan turístico; es una decisión conceptual. Si vas a perforar la ciudad, abraza sus entrañas. Si vas a mover a tanta gente bajo la tierra, ofréceles algo más que azulejos blancos y tubos fluorescentes.
Haz país. Haz estética. Haz política blanda —que es la mejor política—.
La línea azul es el ejemplo más evidente. Basta bajar desde T-Centralen para entenderlo: la bóveda, pintada de azul profundo, conserva la piel rugosa de la roca. Tiene algo de caverna prehistórica, pero intervenida con brochazos gigantes. Parece la obra de un pintor expresionista que hubiera vivido aquí encerrado con un cubo de acrílico y demasiadas horas de invierno.
Además, en esa bóveda aparecen siluetas de obreros: un homenaje directo a los trabajadores que construyeron la red hace 75 años y que la mantienen cada día.
Tres cuartos de siglo de ciudad subterránea.
Sigue uno bajando por la línea y llegas a Solna Centrum, la estación más fotografiada de Suecia (y probablemente una de las más fotografiadas del mundo). Un túnel rojo, intensamente rojo, un rojo que no te abraza sino que te engulle.
Parece una bajada al infierno, sí, pero es un infierno con una intención: el mural, pintado en 1975, denuncia la deforestación sueca. El rojo del cielo frente al verde de los bosques como un aviso urgente en un país que hoy presume de sostenibilidad, pero que lleva décadas pensando en estas cosas.
Estando allí me pregunté si hoy ese mural se lee de otra manera. Si ya no habla solo de árboles sino del planeta entero.
Estoy en Estocolmo, moviendo las manos porque hace tres grados bajo cero, y esto que tengo detrás es el ayuntamiento, el Stadshuset.
Visto así, con su ladrillo rojo, su torre alta y esta logia abierta al agua, parece un edificio medieval, casi un híbrido entre castillo nórdico y palacio veneciano. Podría colar como gótico italiano, o como algo que te encontrarías entrando en la plaza de San Marcos por la puerta equivocada.
Pero la gracia es precisamente que no es medieval en absoluto.
Es un edificio del siglo XX: se construye entre 1911 y 1923, lo diseña el arquitecto Ragnar Östberg y es uno de los grandes ejemplos del Romanticismo Nacional sueco, una arquitectura que mezcla referencias históricas con una idea muy moderna de lo que debe ser un edificio público.
Por eso está aquí, pegado al agua. Si esto fuera de verdad un ayuntamiento medieval, lo lógico es que estuviese bien adentro del casco antiguo, protegido por murallas, alejado de cualquier ataque por mar. Pero, en los años veinte, Suecia ya no está pensando en cañones y asedios: está pensando en democracia, administración y ciudad abierta.
El Stadshuset se coloca en la punta de Kungsholmen, justo donde el lago Mälaren se abre hacia el archipiélago que conecta con el Báltico. Es un gesto urbano clarísimo: el poder municipal se asoma al agua porque el agua es lo que organiza Estocolmo.
El patio donde estoy tiene ese aire muy veneciano: arcos de medio punto abajo y esa sensación de plaza porticada que se abre directamente al embarcadero. Te giras y podrías estar esperando que aparezca una góndola, pero lo que llega son ferris y hielo.
La torre, además, está claramente emparentada con el campanile de San Marcos, solo que coronada por las Tres Coronas doradas de Suecia, para que no haya dudas de quién firma el skyline.
Y luego está la obsesión material. El ayuntamiento está construido con unos ocho millones de ladrillos rojos, de los cuales cerca de un millón se hicieron a mano, precisamente para conseguir esta textura vibrante, nada uniforme, que ves en fachada: el típico ladrillo de monasterio nórdico, colocado alternando testas y tizones para que el muro nunca sea del todo plano ni del todo predecible.
Ragnar Östberg era bastante maniático con la textura: quería que el edificio, visto de cerca, tuviera una piel casi viva, con pequeñas variaciones en cada pieza.
Estoy en Stortorget, la plaza central de Gamla Stan, el casco medieval de Estocolmo.
Hoy hay mercadillo navideño, con luces y turistas, pero bajo toda esta postal hubo, hace siglos, bastante menos encanto.
En esta plaza tuvo lugar la Boda Roja original:
Como sabréis por las novelas de George R. R. Martin y la serie Juego de Tronos, la Boda Roja es uno de los episodios más traumáticos de la historia. Martin lo escribió inspirándose en varios hechos históricos, uno de ellos fue el "Baño de Sangre de Estocolmo" de 1520.
Ese año, el rey Cristián II de Dinamarca conquistó Suecia y, para celebrarlo, organizó una gran coronación en el casco antiguo de Estocolmo. Tres días de fiesta, banquetes, vino caliente, diplomacia y buen rollo oficial. Hasta que, al tercer día, Cristián ordenó cerrar todas las puertas de la ciudad vieja.
Entonces empezó la matanza.
Entre ochenta y noventa personas —nobles, clérigos y ciudadanos influyentes de Estocolmo— fueron ejecutadas. Muchos fueron decapitados y sus cabezas expuestas en picas aquí mismo, en la plaza, durante semanas.
En este lugar tan bonito, tan instagrameable, con chocolates calientes y guirnaldas, a principios del siglo XVI se montó una escabechina monumental.
(Sí, ya sé que en el video digo 1580, es que me bailan las fechas más que Gene Kelly en El Pirata)
Hoy, Stortorget tiene otra cara.
Además del mercado de Navidad, uno de los edificios que dan a la plaza alberga la Academia Sueca, la institución que concede cada año el Premio Nobel de Literatura: el lugar soñado de Murakami, para entendernos.
Y, claro, aquí se levantan también las famosas Casa Roja y Casa Verde, dos fachadas del siglo XVII que, además de fotogénicas, son bastante tramposas.
La casa verde, por ejemplo: esas líneas blancas alrededor de las ventanas parecen molduras de piedra, pero en realidad son pintura. Querían simular nobleza, apariencia de sillería cara, pero no había presupuesto, así que resolvieron el asunto con pigmento.
En el fondo eran casas normales, con bodega abajo y almacén arriba. De hecho, la famosa ventana redonda superior no es un capricho barroco, es simplemente una forma eficaz de iluminar ese almacén.
El Sexto Panteón del cementerio bonaerense de la Chacarita es, sencillamente, uno de los lugares más bellos y más estremecedores del mundo.
Un espacio casi desconocido que esconde un viaje de luz, emoción y la historia de una mujer.
Os la cuento en #LaBrasaTorrijos 🧵⤵️
A mediados del siglo XX, cuando Buenos Aires miraba a la modernidad como una hacia el futuro, una arquitecta recibió un encargo que, para cualquiera de su generación, ya habría sido enorme, pero que para una mujer en los años 50 era casi un desafío a la gravedad social.
Se llamaba Ítala Fulvia Villa y entraba en las reuniones de las oficinas municipales —llenas de ingenieros varones— con un cuaderno, algunos planos y esa paciencia feroz que sólo pueden tener las personas que saben que su talento será discutido antes incluso de ser visto.
El edificio Kavanagh, en Buenos Aires, fue el primer rascacielos de Sudamérica.
Parece neoyorquino, pero tiene algo que los rascacielos de Nueva York no tienen: una leyenda. Porque el Kavanagh se construyó por un despecho amoroso.
Esta es la historia:
🧵⤵️
A principios de los años treinta, Corina Kavanagh, una rica heredera, compró una parcela frente al Parque de San Martín, junto a Puerto Madero, y mandó construir un rascacielos.
Inaugurado en 1936 con proyecto de Sánchez, Lagos y de la Torre, el Kavanagh, con su estilo Art Decó, recuerda ciertamente a los rascacielos de Nueva York, como el Chrysler o el Empire State.
Aunque este “solo” llega a 120 metros y 31 plantas.