A mediados de 1957, el ayuntamiento del pueblo de Boaru, en el Pirineo oscense, pidió al Instituto para la Conservación de la Naturaleza que les ayudase a sacar a la luz su vieja iglesia.
Cuando los operarios del ICONA llegaron allí, junto al nacimiento del río Lubierre, se encontraron una pequeñísima ermita que apenas sobresalía un par de metros del suelo. Un edificio al que, aparentemente, se entraba por la ventana.
Tras 5 años de trabajo de retirada de echadizos, aluvios y escombros que se habían acumulado durante mil años, la ermita de San Adrián de Sásabe volvió de nuevo a ver la luz del sol.
Descubrieron una magnífica construcción románica con un ábside muy cuidadoso y detalles inconfundibles, como el taqueado jaqués de sus puertas (el ajedrezado del relieve del arco)...
Pero en ese mismo ábside, en una de las ménsulas, descubrieron un relieve muy especial.
Una margarita de 11 pétalos.
(¿Por qué una margarita? ¿Por qué once pétalos?)
Los teólogos, loe medievalistas y los estudiosos del románico enseguida encontraron una explicación: en el medievo, a la Eucaristía se la llamaba "La rica Perla del Cuerpo del Cordero".
Pero "perla" se pronunciaba con la palabra griega "maragaritari". Teniendo en cuenta que los once pétalos representaban a los once apóstoles fieles, estaba razonablemente claro la margarita era un símbolo casi apotropaico de la eucaristía.
O incluso de la Eucaristía, con mayúscula. Porque quizá la margarita apareciese en más iglesias medievales, pero el hecho de que apareciese en San Adrián de Sásabe parecía corroborar la leyenda de que esa pequeña iglesia fue refugio del Santo Grial hacía mil años.
Pero, entonces, ¿por qué había estado tanto, tantísimo tiempo, todos esos mil años, oculta?
Podía haberse descubierto hacía mucho. Al fin y al cabo, habían pasado seis siglos que el Grial salió de Aragón y 300 años desde que estaba en la Catedral de Valencia.
(¿Seguro?)
Quizá la respuesta a por qué la ermita permaneció mil años enterrada no esté en Valencia sino a apenas 7 kilómetros al norte.
En una estación de tren tan monumental como una catedral: la Estación Internacional de Canfranc.
La Estación internacional de Canfranc fue la respuesta a un viejo deseo de unir España y Francia por Somport.
Hubo que esperar a 1915 para que, una vez construido a el túnel ferroviario de Somport poder comenzar el proyecto de la futura estación.
Terminada en 1928, la estación de Canfranc era un monumento. Un edificio colosal que condensaba el historicismo palaciego de las grandes 'gares' francesas en una obra de proporciones épicas.
241 m. de largo. 75 puertas y 100 ventanas.
Un templo consagrado al camino de hierro.
Y en ese templo había una verdadera miniciudad: hotel, restaurante, cantina, comisarías de policía de Francia y España, oficinas de Hacienda, de correos, almacenes, intercambiadores...
Canfranc se convirtió en un bullicioso nodo de relaciones trasnacionales.
Y esas relaciones transnacionales se volvieron muy peligrosas en un momento concreto de la historia: desde 1940 a 1944, cuando el mundo estaba en plena 2ª Guerra Mundial y Francia era la Francia de Vichy y quien gobernaba, de facto, eran los nazis.
En esos años, los trenes que cruzaban por Canfranc llevaban wolframio español que el Reich usaba para las armaduras de los tanques de la Wermacht.
De vuelta, los trenes traían vagones llenos del oro expoliado al pueblo judío europeo...
Como el ancho de las vías era distinto entre España y Francia, el traslado de los materiales necesitaba de complejos procesos.
Procesos que Albert Le Lay, jefe de la aduana francesa y miembro secreto de la Resistencia, aprovechaba para permitir el paso de refugiados judíos...
Sí, en ese tiempo, la estación de Canfranc era un hervidero de espías y de agentes y de militares de la Wermacht y oficiales de las SS...
¿Y si alguno de esos agentes de las SS cruzaron hacía España?
¿Y si iban buscando algo MUY preciado?
Es bien sabido que Heinrich Himmler llevaba mucho tiempo buscando artefactos religiosos muy poderosos. Quería para canalizar ese poder y convertirlos en armas del Reich.
Uno de esos artefactos era el Santo Grial.
(El Santo Grial, la copa que Jesús usó en la Última Cena.
La copa donde José de Arimatea recogió la sangre de Cristo en el Gólgota)
También es sabido que el Santo Grial pasó muchísimo tiempo en Aragón.
Llegó desde Roma al santuario de Loreto en el 258 y a San Pedro el Viejo en el 533...
Pero luego, con la llegada de los musulmanes a la Península en el 711, los obispos oscenses decidieron esconder el Grial por distintos lugares ocultos para alejarlos de las manos de los infieles.
Estuvo en Yebra de Basa en el 711, escondido en una cueva tras una cascada.
Luego en San Pedro de Siresa, en el 833, donde un laberinto de piedra y flechas en el suelo indicaba el lugar donde se había colocado...
Y luego estuvo en Jaca y en San Juan de la Peña y en Zaragoza, hasta que en el 1437, viajó a Valencia.
En todos esos lugares había datos y fechas.
Había uno en el que no: San Adrián de Sásabe.
Al contrario que todas las demás iglesias románicas, que están construidas sobre una base sólida de piedra, San Adrián de Sásabe está cimentada con pilotes de madera que se clavan en el nivel freático.
Está cimentada sobre agua.
Tal es así que, durante mucho tiempo, en épocas de deshielo, el interior de la iglesia se inundaba creando un espectáculo sobrecogedor.
Pero es que, además, la iglesia se levanta en la confluencia de dos barrancos a merced de todas las descargas aluviales y los sedimentos.
Es como si quienes la construyeron hubiesen querido conscientemente que se enterrase...
(¿Y si, efectivamente, es lo que querían?
¿Y si la copa que viajó a Jaca y San Juan de la Peña no era la copa original?
¿Y si todo fue un ardid para despistar a los musulmanes?)
El cáliz que está en Valencia es una copa de piedra lujosa y delicadamente tallada...
...sin embargo, sabemos por el doctor Henry Walton Jones Jr, que el Santo Grial era la copa de un carpintero.
Algo bastante más modesto.
¿Y si por Canfranc cruzaron unos cuantos agentes de las SS que *sabían* que el verdadero Santo Grial aun descansaba en una ermita enterrada a solo 7 kilómetros del puesto fronterizo?
Tal vez no eligieron "sabiamente"...
Probablemente nada de esto sucedió porque o, al menos, no lo encontraron, porque la Guerra acabó con la derrota de los nazis, San Adrián de Sásabe siguió enterrada hasta el 62 y la estación de Canfranc se abandonó en 1970 tras un accidente ferroviario en el lado francés.
A día de hoy, San Adrián de Sásabe sigue al lado de Borau, está estupendamente restaurada y drenada y se puede visitar sin ningún impedimento.
Y merece muchísimo la pena.
En cuanto a la Estación Internacional de Canfranc, tras algunos años de abandono casi total, ahora funciona como estación de Media Distancia y, lo más importante, está a punto de ver concluida una ambiciosa restauración para volver a abrir el Gran Hotel de Canfranc.
Y con estas tres fotos que resumen muy bien el episodio de hoy, vamos a despedirnos de Canfranc, de San Adrián de Sásabe, del Santo Grial, de Indiana Jones y de #LaBrasaTorrijos de hoy.
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Francis Raher, Aracajal, SIPCA, excursionesporhuesca, Juan Francisco Estebán, mapio, S. Campio, Lucasfilm, Carmen Secanella, Javier Rosano, Antonio García Omedes, Coline Buch, Antonio Soler, Miquel González Page...
...Antonio Campoy, a_p_rodrigo, Javier Valero, juanedc, thierry llansades, jaca[dot]com y algunas de @SrtaElsevier, @AR_Matts y @jemora1966, a los que agradezco muchísimo la cortesía.
El episodio de hoy de #LaBrasaTorrijos es una colaboración con la Dirección General de Patrimonio de Aragón, a quienes, de nuevo, quiero agradecer la confianza en el proyecto.
Y además me permiten contar historias sobre estas maravillas como las de hoy.
#LaBrasaTorrijos se escribe en directo todos los jueves desde el soleado barrio de Villaverde.
(Fin del HILO 🚉⛪️🍷)
(Y en episodio del próximo jueves vamos a conocer la historia de un altavoz muy especial)
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El Cementerio de los Ingleses es un pequeño recinto tapiado frente a los acantilados de Camariñas, en A Coruña.
Pero ¿y si allí estuviese enterrado Jack el Destripador? (Y no, no es descabellado).
Esta es una historia de naufragios y patrimonio, en #LaBrasaTorrijos
🧵⤵️
Plymouth, 8 de noviembre de 1890. Un hombre sube al "HMS Serpent" como quien acepta una sentencia cuyo contenido desconoce pero cuyo peso reconoce al instante.
@DACTurismo El nombre que dio —Arthur, James, William, el que fuese— quedó casi disuelto en la humedad del muelle porque lo pronunció demasiado bajo, evitando el cruce de miradas con el oficial que anotaba en un registro ya curvado por la lluvia.
Lo de que las estaciones del metro de Estocolmo son preciosas es algo digno de comprobarse in situ.
Pero también esconden una historia. Una historia de amor por los servicios públicos, por las infraestructuras públicas, por la gente que las construye y por la gente que las usa cada día:
La historia empieza, como empiezan casi todas las historias buenas de ciudades nórdicas, en la roca. Ni en el hormigón ni en el hormigón revestido de hormigón —que es la tentación internacional—, sino en la roca viva, la roca madre, el granito glacial que hace de Estocolmo una ciudad con vértebras de hielo fósil.
Cuando a mediados del siglo XX decidieron construir su red de metro, optaron por la solución más directa, casi geológica: excavar, dinamitar, abrir la montaña e insertar trenes. Y en algún momento de esa operación de ingeniería a mano armada surgió una pregunta casi infantil, tan evidente y, a la vez, tan peculiar que era muy raro que alguien se la preguntase: ¿y si dejamos la roca vista?
La respuesta tiene que ver con estética, sí, pero también con política y con época. Tras la Segunda Guerra Mundial, Suecia —como buena parte del norte de Europa— estaba articulando un nuevo pacto social: bienestar público, accesibilidad, democracia cotidiana.
Uno de los engranajes de ese pacto era la convicción tranquila, pero tenaz, de que el arte no debía ser un lujo sino un derecho. Así que, si el metro iba a convertirse en el gran espacio público donde cientos de miles de personas bajarían cada día, ¿por qué no convertirlo también en un lugar donde el arte descendiese con ellas? Un soporte para democratizar la belleza, para hacer país desde el subsuelo.
Esa respuesta convirtió al metro de Estocolmo en la frase con la que lo definen: la galería de arte más larga del mundo. Algo que va más allá del eslogan turístico; es una decisión conceptual. Si vas a perforar la ciudad, abraza sus entrañas. Si vas a mover a tanta gente bajo la tierra, ofréceles algo más que azulejos blancos y tubos fluorescentes.
Haz país. Haz estética. Haz política blanda —que es la mejor política—.
La línea azul es el ejemplo más evidente. Basta bajar desde T-Centralen para entenderlo: la bóveda, pintada de azul profundo, conserva la piel rugosa de la roca. Tiene algo de caverna prehistórica, pero intervenida con brochazos gigantes. Parece la obra de un pintor expresionista que hubiera vivido aquí encerrado con un cubo de acrílico y demasiadas horas de invierno.
Además, en esa bóveda aparecen siluetas de obreros: un homenaje directo a los trabajadores que construyeron la red hace 75 años y que la mantienen cada día.
Tres cuartos de siglo de ciudad subterránea.
Sigue uno bajando por la línea y llegas a Solna Centrum, la estación más fotografiada de Suecia (y probablemente una de las más fotografiadas del mundo). Un túnel rojo, intensamente rojo, un rojo que no te abraza sino que te engulle.
Parece una bajada al infierno, sí, pero es un infierno con una intención: el mural, pintado en 1975, denuncia la deforestación sueca. El rojo del cielo frente al verde de los bosques como un aviso urgente en un país que hoy presume de sostenibilidad, pero que lleva décadas pensando en estas cosas.
Estando allí me pregunté si hoy ese mural se lee de otra manera. Si ya no habla solo de árboles sino del planeta entero.
Estoy en Estocolmo, moviendo las manos porque hace tres grados bajo cero, y esto que tengo detrás es el ayuntamiento, el Stadshuset.
Visto así, con su ladrillo rojo, su torre alta y esta logia abierta al agua, parece un edificio medieval, casi un híbrido entre castillo nórdico y palacio veneciano. Podría colar como gótico italiano, o como algo que te encontrarías entrando en la plaza de San Marcos por la puerta equivocada.
Pero la gracia es precisamente que no es medieval en absoluto.
Es un edificio del siglo XX: se construye entre 1911 y 1923, lo diseña el arquitecto Ragnar Östberg y es uno de los grandes ejemplos del Romanticismo Nacional sueco, una arquitectura que mezcla referencias históricas con una idea muy moderna de lo que debe ser un edificio público.
Por eso está aquí, pegado al agua. Si esto fuera de verdad un ayuntamiento medieval, lo lógico es que estuviese bien adentro del casco antiguo, protegido por murallas, alejado de cualquier ataque por mar. Pero, en los años veinte, Suecia ya no está pensando en cañones y asedios: está pensando en democracia, administración y ciudad abierta.
El Stadshuset se coloca en la punta de Kungsholmen, justo donde el lago Mälaren se abre hacia el archipiélago que conecta con el Báltico. Es un gesto urbano clarísimo: el poder municipal se asoma al agua porque el agua es lo que organiza Estocolmo.
El patio donde estoy tiene ese aire muy veneciano: arcos de medio punto abajo y esa sensación de plaza porticada que se abre directamente al embarcadero. Te giras y podrías estar esperando que aparezca una góndola, pero lo que llega son ferris y hielo.
La torre, además, está claramente emparentada con el campanile de San Marcos, solo que coronada por las Tres Coronas doradas de Suecia, para que no haya dudas de quién firma el skyline.
Y luego está la obsesión material. El ayuntamiento está construido con unos ocho millones de ladrillos rojos, de los cuales cerca de un millón se hicieron a mano, precisamente para conseguir esta textura vibrante, nada uniforme, que ves en fachada: el típico ladrillo de monasterio nórdico, colocado alternando testas y tizones para que el muro nunca sea del todo plano ni del todo predecible.
Ragnar Östberg era bastante maniático con la textura: quería que el edificio, visto de cerca, tuviera una piel casi viva, con pequeñas variaciones en cada pieza.
Estoy en Stortorget, la plaza central de Gamla Stan, el casco medieval de Estocolmo.
Hoy hay mercadillo navideño, con luces y turistas, pero bajo toda esta postal hubo, hace siglos, bastante menos encanto.
En esta plaza tuvo lugar la Boda Roja original:
Como sabréis por las novelas de George R. R. Martin y la serie Juego de Tronos, la Boda Roja es uno de los episodios más traumáticos de la historia. Martin lo escribió inspirándose en varios hechos históricos, uno de ellos fue el "Baño de Sangre de Estocolmo" de 1520.
Ese año, el rey Cristián II de Dinamarca conquistó Suecia y, para celebrarlo, organizó una gran coronación en el casco antiguo de Estocolmo. Tres días de fiesta, banquetes, vino caliente, diplomacia y buen rollo oficial. Hasta que, al tercer día, Cristián ordenó cerrar todas las puertas de la ciudad vieja.
Entonces empezó la matanza.
Entre ochenta y noventa personas —nobles, clérigos y ciudadanos influyentes de Estocolmo— fueron ejecutadas. Muchos fueron decapitados y sus cabezas expuestas en picas aquí mismo, en la plaza, durante semanas.
En este lugar tan bonito, tan instagrameable, con chocolates calientes y guirnaldas, a principios del siglo XVI se montó una escabechina monumental.
(Sí, ya sé que en el video digo 1580, es que me bailan las fechas más que Gene Kelly en El Pirata)
Hoy, Stortorget tiene otra cara.
Además del mercado de Navidad, uno de los edificios que dan a la plaza alberga la Academia Sueca, la institución que concede cada año el Premio Nobel de Literatura: el lugar soñado de Murakami, para entendernos.
Y, claro, aquí se levantan también las famosas Casa Roja y Casa Verde, dos fachadas del siglo XVII que, además de fotogénicas, son bastante tramposas.
La casa verde, por ejemplo: esas líneas blancas alrededor de las ventanas parecen molduras de piedra, pero en realidad son pintura. Querían simular nobleza, apariencia de sillería cara, pero no había presupuesto, así que resolvieron el asunto con pigmento.
En el fondo eran casas normales, con bodega abajo y almacén arriba. De hecho, la famosa ventana redonda superior no es un capricho barroco, es simplemente una forma eficaz de iluminar ese almacén.
El Sexto Panteón del cementerio bonaerense de la Chacarita es, sencillamente, uno de los lugares más bellos y más estremecedores del mundo.
Un espacio casi desconocido que esconde un viaje de luz, emoción y la historia de una mujer.
Os la cuento en #LaBrasaTorrijos 🧵⤵️
A mediados del siglo XX, cuando Buenos Aires miraba a la modernidad como una hacia el futuro, una arquitecta recibió un encargo que, para cualquiera de su generación, ya habría sido enorme, pero que para una mujer en los años 50 era casi un desafío a la gravedad social.
Se llamaba Ítala Fulvia Villa y entraba en las reuniones de las oficinas municipales —llenas de ingenieros varones— con un cuaderno, algunos planos y esa paciencia feroz que sólo pueden tener las personas que saben que su talento será discutido antes incluso de ser visto.
El edificio Kavanagh, en Buenos Aires, fue el primer rascacielos de Sudamérica.
Parece neoyorquino, pero tiene algo que los rascacielos de Nueva York no tienen: una leyenda. Porque el Kavanagh se construyó por un despecho amoroso.
Esta es la historia:
🧵⤵️
A principios de los años treinta, Corina Kavanagh, una rica heredera, compró una parcela frente al Parque de San Martín, junto a Puerto Madero, y mandó construir un rascacielos.
Inaugurado en 1936 con proyecto de Sánchez, Lagos y de la Torre, el Kavanagh, con su estilo Art Decó, recuerda ciertamente a los rascacielos de Nueva York, como el Chrysler o el Empire State.
Aunque este “solo” llega a 120 metros y 31 plantas.