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Oct 3, 2021 38 tweets 14 min read Read on X
Es el 4 de septiembre de 1947.
Nos encontramos en un pasillo oscuro repleto de llantos.
Una enfermedad sin supervivientes.
Con padres que miran a sus hijos, condenados.
Y en la urgencia aparece un niño.
Robert Sandler.
Ignora que en ese pasillo están sus próximos pasos…
... pero antes de continuar retrocedamos unos días en el tiempo.
En el sótano del hospital pediátrico de Boston una caja de cartón cae en manos temblorosas.
- Aminopterina… - murmura el dueño de las manos.
El mensajero mira al hombre alto y con bigote que firma la entrega.
Ese hospital, sus niños enfermos, hacen que quiera irse rápido.
El hombre con bigote se llama Sidney Farber.
Uno de muchos hermanos y patólogo pediátrico.
Ha pasado ahí abajo los últimos veinte años analizando pedazos de vidas rotas.
Tejidos.
Huesos.
Muestras de sangre.
El microscopio como nexo a un mundo terrible.
Cada mañana Farber tiene por hábito detenerse al final del pasillo oscuro.
Y observa a los padres en las puertas.
Y escucha a los niños en las habitaciones.
Lo hace durante unos segundos.
Después baja las escaleras.
Continúa su trabajo.
Una enfermedad terrible y asesina atrae su rabia e interés.
Farber se ha ido llenando de la necesidad de ayudar más allá del diagnóstico.
Leucemia.
Pus en la sangre.
La muerte en tres meses.
Enfermedad dueña de todas las lágrimas del mundo.
Farber sabe que la leucemia tiene su origen en la médula ósea.
Desde allí cada célula corrupta viaja para impactarse en los tejidos.
La invasión desde dentro.
Cree que alterando su alimento quizá pueda aniquilar ese mal.
Al tiempo, es un cáncer cuantificable.
Se puede evaluar su crecimiento contando el número de células en la sangre.
Eso no lo permiten otros tumores.
La leucemia se puede perseguir.
Trazar.
Si algo la frena sería posible registrarlo.
Sería posible ver cómo se apaga.
Farber, en su laboratorio en el sótano, ha visto huir las horas.
Concibe a las células como seres que roen.
Que se multiplican.
Insaciables.
Tenía que haber una forma de matarlas de hambre.
En esa necesidad está su caballo de Troya.
De este modo piensa en el ácido fólico.
El ácido fólico participa en la multiplicación celular.
Faber sabía que esa molécula era gasolina para hacer copias de células.
Comenzó a considerar que un gemelo inútil del fólico sería un arma.
Y tomó el teléfono para llamar a uno de sus colegas.
Al otro lado de la línea, en Nueva York, escuchó la llamada el doctor Subbaraw.
Bioquímico de origen indio experto en la síntesis de análogos de laboratorio.
-Necesito un antifolico – dijo Faber.
-¿Cómo? – escuchó.
Y el patólogo explicó su idea.
“Si el ácido fólico permite la replicación celular, para detener esto debemos ofrecer a la célula algo que se parezca pero que no tenga función. Romperíamos ese ciclo, la enfermedad moriría de hambre, detendríamos la leucemia…”.
Subba Raw trabajó sin descanso hasta dar forma a esa sugerencia.
Hasta introducir meses más tarde el resultado en una caja de cartón con destino a Boston.
Aminopterina.
Ahora regresemos al 4 de septiembre de 1947.
Urgencias del Hospital pediátrico de Boston.
Un niño llamado Robert Sandler aparece en la urgencia.
Apenas dos años.
Gemelo idéntico de Elliot.
Los dos de la mano.
Elliot curado de su fiebre.
Robert silencioso.
Triste.
Pálido.
Enfermo.
Robert es explorado por los pediatras.
Una palabra en la mente de los de bata blanca tiñe de negro el futuro.
- Leucemia.
Los padres miran a Elliot.
Después a Robert.
Y Robert no entiende ni el llanto de su madre ni el extraño olor del pasillo oscuro en el que le dan cama.
Bajo el microscopio de Farber brilla la sangre recién llegada de Robert.
Ahí están.
Blastos.
Leucemia.
Y el doctor se retira de la mesa para mirar la caja de cartón aún cerrada.
Quizá ha llegado el momento.
Cuando no hay tiempo no hay excusas.
El equipo médico está reunido en la sala de sesiones.
En ella el pasillo oscuro se repasa como el que no quiere mancharse.
Farber abre la puerta y suelta un nombre.
-Robert.
Explica su propuesta sin permitir que le interrumpan.
Primero silencio.
Luego dudas, bromas y desprecio.
Le preguntan que cual es el objetivo de hacer experimentos con ese niño.
Mejor dejarle tranquilo.
Que termine pronto.
Que no sufra más de lo que la propia enfermedad va a causar.
Pero Farber insiste.
Deciden que podrá hacerlo si acceden los padres.
Minutos después los padres de Robert escuchan con atención.
Horas antes les han informado les han explicado el futuro y no quieren llegar a él.
Aceptan el uso de esa nueva medicina.
Farber se marcha a su laboratorio nervioso y acelerado.
La caja de cartón queda abierta junto al microscopio.
Farber toma un vial y calcula una pauta ascendente.
Habla con sus compañeros ahí abajo, ellos recogerán todos los datos.
-Tenemos trabajo – les dice.
Sube las escaleras casi saltando.
Robert observa entretenido el bigote del médico, puede ver como la enfermera conecta una jeringuilla a la vía que llega a su brazo.
Después silencio.
Sus padres no miran.
No entiende qué ocurre.
Piensa que no tiene ganas de seguir llorando.
Transcurre el tiempo y Farber no observa cambios en el microscopio.
Las mismas células en el mismo número.
Robert más débil y el pasillo igual de oscuro.
Tan solo Elliot permanece ajeno y continúa llevando juguetes para su hermano.
Pasados quince días, con la caja de cartón en un rincón en el suelo, Farber analiza una nueva muestra de sangre.
Se quita las gafas para mirar en su microscopio.
No puede evitar dar un grito.
Observa un minúsculo y enorme cambio.
De forma paulatina las células de la enfermedad retroceden.
Abandonan primero la sangre.
Después el hígado.
El bazo.
Los ganglios.
Robert recupera fuerza.
Elliot y él juegan como si nada hubiera pasado.
Dos meses más tarde Robert toma la mano de Elliot.
Y camina.
Nadie sabe cuánto durará aquello pero se ha hecho sitio una luz en el pasillo oscuro.
Hay menos sombra aunque todavía duela.
Robert es el primer niño que abandona el pasillo y el hospital a pesar de la leucemia.
En su laboratorio Farber observa la caja de cartón vacía.
Los viales descansan en la nevera.
Se sienta frente al microscopio y alguien llama a la puerta.
-Doctor, ha llegado otro niño.
-Tenemos trabajo - dice sonriente.
Después toma sus gafas.
Sube, de nuevo, las escaleras.
PD1: este hilo está basado en hechos reales. El doctor Farber y su equipo consiguieron las primeras remisiones en niños con leucemia. La publicación de sus observaciones cambio el paradigma del cáncer, fue la primera quimioterapia.
PD2: Robert permaneció en casa unos meses hasta recaer de nuevo. La leucemia regresó y terminó con su vida. Su hermano Elliot ha procurado que nadie olvide su legado.
PD3: antes de la llegada de Robert, el doctor Faber había utilizado el ácido fólico como tratamiento en niños con leucemia. Eso aceleró la enfermedad en esos pacientes. Esto dañó su credibilidad, es por eso que sus compañeros dudaban de él.
PD4: en años venideros la forma de plantear el uso de fármacos de forma compasiva cambió. Se inició el desarrollo de ensayos clínicos como los que conocemos hoy día.
PD5: más allá de las dudas con Farber, en ese momento histórico de la medicina, los niños con leucemia se trataban con el único objetivo de evitar su sufrimiento. No se contemplaban posibilidades de curación.
PD6: actualmente el metotrexato, antagonista moderno del fólico, sigue siendo piedra fundamental del tratamiento. La aminopterina fue el primer paso hasta este fármaco.
PD7: años más tarde se fundó el instituto Dana-Farber de investigación en cáncer (Dana era el nombre de su mujer). Actualmente es referencia mundial en la investigación de esta enfermedad.
PD8: recomiendo la lectura de “El Emperador de Todas los males: Una Biografía del Cáncer”, escrito por Siddhartha Mukherjee. Todo esto se cuenta mejor y más ampliado.
PD9: muchas de las imágenes surgen de este pequeño documental. Son menos de diez minutos, si lo veis se completa la historia. Fin de la turra de este #HiloYTal
to.pbs.org/3A5OtEj
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