A mediados del XIX, Chicago instaló su alcantarillado y, para ello, tuvo que elevar su trazado urbano. Sus calles y sus aceras. Y TAMBIÉN SUS EDIFICIOS.
En 1854, un brote de cólera mató a casi 4.000 personas. Más del 5% de la población de Chicago.
Más allá de las circunstancias propias de la época, lo cierto es que la capital de Illinois no era precisamente una ciudad salubre.
Había pasado de 5.000 habitantes a más de 60.000 en apenas 30 años pero sus infraestructuras seguían siendo las de un pueblo pequeño.
El problema esencial era que la ciudad no tenía un sistema adecuado de alcantarillado y, como era esencialmente plana, toda el agua (de lluvia y, ejem, de la otra) se acumulaba en unas calles que estaban "pavimentadas" de tierra.
¿El resultado?: barro.
MUCHO BARRO.
En el Chicago del XIX había tanto barro que los chistes eran habituales.
"Un tipo se encuentra con otro en la calle, que está cubierto de barro hasta los hombros, y le pregunta: ¿Puedo ayudarle, caballero?
-No, gracias, voy montado en un excelente caballo".
La cosa se tomaba a chufla hasta que el brote de cólera puso de manifiesto las verdaderos problemas de salubridad de la ciudad.
Así que, en 1855, el consistorio emitió una ordenanza para "acometer las necesarias obras de instalación de saneamiento urbano".
Pero claro, en otra ciudad se podría haber excavado y haber aprovechado colinas y pendientes naturales para el desagüe de las alcantarillas.
Sin embargo, Chicago era una ciudad completamente plana que, además, apenas se levantaba un metro sobre el nivel del lago Míchigan.
Por eso, junto a lo de las obras de alcantarillado, en 1856, el Ayuntamiento de Chicago emitió otra ordenanza "obligando" a los propietarios de TODOS LOS EDIFICIOS de la ciudad a que elevasen dichos edificios 2 metros sobre el nivel del suelo.
Sí. Eso.
Algo así.
La obra se antojaba monumental y los propietarios no estaban completamente por la labor. Decían que la cosa se arreglaría poniendo tablas en las aceras y las calzadas...
...pero no funcionó.
También intentaron almacenar el agua en depósitos que luego se vaciarían en carros sobre el lago...
...pero tampoco funcionó.
Entonces, el ingeniero Ellis S. Chesbrough (quien también sería responsable de otra historia flipante de Chicago que contaré en otro episodio) propuso un sistema.
Los edificios se montarían en plataformas y se elevarían mediante batallones de gatos hidráulicos operados a mano.
Y funcionó.
Durante cinco años, hasta principios de los 60, y mediante fondos públicos y privados, LA CIUDAD ENTERA SE ELEVÓ ENTRE 1.5 Y 4 METROS SOBRE EL NIVEL ANTERIOR.
Las aceras y las calzadas se elevarían a base de rellenos y echadizos pero los edificios, efectivamente, se levantaron mediante gatos hidráulicos y de rosca accionados manualmente.
Al principio se hizo con edificios pequeños y de estructura de madera que eran, bueno, digamos que ligeros.
Apenas un par de toneladas.
Pero luego ya empezaron a levantar moles de piedra y ladrillo, como el edificio Tremont y el edificio Robbins o el hotel Briggs, que pesaban más de 20.000 toneladas y necesitaban miles de gatos (y de operarios).
O la Franklin House, que medía 46 metros de largo, estaba hecho con estructura metálica y su altura era de cinco plantas.
E incluso la totalidad del frente "marítimo" que daba al lago Míchigan se levantó más de dos metros.
En esta ilustración se ve que las calzadas (y los caballitos) aún estaban en el nivel inferior.
Una vez los edificios estuvieron en el nivel adecuado, los ingenieros colocaron las galerías del alcantarillado y rellenaron las calzadas y las aceras hasta la nueva cota de los edificios.
Y así, toda la ciudad vivió feliz en su nueva altura.
Chimpún.
(No. Toda no).
No toda Chicago se elevó. Unos cuantos edificios fueron RECOLOCADOS al otro extremo de la ciudad. Y de una pieza.
Montados sobre troncos y tirados por mulas.
(Por cierto, lo de mover casas de una pieza es una práctica que se sigue haciendo en la actualidad. Esta foto también es de Chicago).
Pero también hubo edificios que ni se elevaron ni se movieron.
¿Qué pasó con ellos? Pues que quedaron, lógicamente, semienterrados.
Algunos, como la sede número 4 de los juzgados municipales quedó también enterrada, pero como no les molaba que el edificio pareciese chiquiturrio desde la calle, decidieron añadirle una planta más.
Es un poco cuñao, la verdad, pero es una solución.
Y entonces sí; una vez elevados o recolocados o semienterrados todos los edificios, la ciudad de Chicago se estableció como una de las urbes más importantes de los Estados Unidos.
Uno de los nombres con los que se conoce a Chicago es "La ciudad de los hombros anchos".
Tal vez ese apodo se acuñó a mediados del XIX, cuando toda la ciudad se apoyó en los hombros de miles de hombres que giraban las miles de roscas de miles de gatos hidráulicos.
Y con estas cuatro imágenes que resumen muy bien el hilo de hoy, vamos a despedirnos de las alcantarillas de Chicago, de los gatos (hidráulicos) de Chicago, de Chicago y de #LaBrasaTorrijos de esta semana.
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Las imágenes del capítulo de hoy son de:
WolfeHBM, Chicago Historical Society, John Morris, Chicago History Museum, Chicago Tribune, San Francisco Museum of Fine Arts, jaksmata, shutterstock y unas cuantas que son DP y no he podido identificar autora o autor.
#LaBrasaTorrijos se escribe en directo todos los jueves desde el soleado barrio de Villaverde.
(Fin del HILO 🇺🇸⬆️⬆️⬆️🏠🏙️🌆)
(Y en el episodio de la semana que viene vamos a viajar a un edificio donde llueve luz)
VAMOS CON LAS CODAS, SEÑORAS Y SEÑORES!!
1. Lo de los cimientos, que dónde están los cimientos, que qué pasa con los cimientos.
A ver, los cimientos de un edificio no son exactamente lo que la mayoría cree que son. No son anclajes rígidos al terreno.
Un cimiento es, esencialmente, una método de conseguir un suelo lo suficientemente duro y estable sobre el que *apoyar* un edificio.
Por ejemplo, si debajo de un edificio hay una roca muy dura, lo más probable es que la estructura se apoye sobre esa roca sin más.
Es cierto que en las construcciones modernas anclamos la estructura al cimiento, pero es una unión hiperestable. O sea, no *totalmente* necesaria.
En construcciones antiguas, y más en USA, y más en un terreno presumiblemente blando como el de Chicago, lo más probable es que el cimiento no fuese más que un compactado del terreno sobre el que se colocaron una serie de rocas, y encima de esas rocas, se apoya la estructura.
O sea, que lo que hicieron en Chicago fue levantar el edificio y dejar debajo el cimiento. Imaginad una caravana apoyada en unas patas sobre una losa, pues levantaron la caravana y dejaron las patas y la losa.
2. ¿Cómo lo hicieron para que los edificios no colapsasen?
Pues la respuesta corta es "muy despacio" y la larga es "muy despacio y con mucho cuidado".
Pensad que el proceso podía durar semanas e incluso meses. En la mayoría de los casos se apuntalaba el interior con cruces de San Andrés y diagonales y después se colocaban los gatos uno a uno. Excavando un poco y poniendo un gato; excavando otro poco y poniendo otro gato...
Y digo "en la mayoría de los casos" porque en otros la gente seguía dentro del edificio mientras duraba el proceso.
Esta panda de cabritos en los balcones del Hotel Briggs debía pensar que por qué no añadir un par de toneladas más, ya puestos.
3. En 1871, poco más de 10 años después de la instalación del alcantarillado y todo el proceso de levantamiento de cota de los edificios, un gran incendio arrasó la mayoría de los edificios de madera.
9 km2 de ciudad. Se le conoce como el Gran Incendio de Chicago.
4. Efectivamente, tal y como me habéis corregido algunos, Chicago no es la capital de Illinois. En bastantes estados de USA la capital del estado no es la ciudad más grande.
La capital de Illinois es Springfield, con 115.000 hab. Muy lejos de los casi 3 millones de Chicago.
(Este Springfield es uno de los 34 Springfields que hay en USA...ya sabéis).
(Según parece, la suscripción a la newsletter se ve mal, así que la pongo aquí: getrevue.co/profile/pedro_…)
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El Cementerio de los Ingleses es un pequeño recinto tapiado frente a los acantilados de Camariñas, en A Coruña.
Pero ¿y si allí estuviese enterrado Jack el Destripador? (Y no, no es descabellado).
Esta es una historia de naufragios y patrimonio, en #LaBrasaTorrijos
🧵⤵️
Plymouth, 8 de noviembre de 1890. Un hombre sube al "HMS Serpent" como quien acepta una sentencia cuyo contenido desconoce pero cuyo peso reconoce al instante.
@DACTurismo El nombre que dio —Arthur, James, William, el que fuese— quedó casi disuelto en la humedad del muelle porque lo pronunció demasiado bajo, evitando el cruce de miradas con el oficial que anotaba en un registro ya curvado por la lluvia.
Lo de que las estaciones del metro de Estocolmo son preciosas es algo digno de comprobarse in situ.
Pero también esconden una historia. Una historia de amor por los servicios públicos, por las infraestructuras públicas, por la gente que las construye y por la gente que las usa cada día:
La historia empieza, como empiezan casi todas las historias buenas de ciudades nórdicas, en la roca. Ni en el hormigón ni en el hormigón revestido de hormigón —que es la tentación internacional—, sino en la roca viva, la roca madre, el granito glacial que hace de Estocolmo una ciudad con vértebras de hielo fósil.
Cuando a mediados del siglo XX decidieron construir su red de metro, optaron por la solución más directa, casi geológica: excavar, dinamitar, abrir la montaña e insertar trenes. Y en algún momento de esa operación de ingeniería a mano armada surgió una pregunta casi infantil, tan evidente y, a la vez, tan peculiar que era muy raro que alguien se la preguntase: ¿y si dejamos la roca vista?
La respuesta tiene que ver con estética, sí, pero también con política y con época. Tras la Segunda Guerra Mundial, Suecia —como buena parte del norte de Europa— estaba articulando un nuevo pacto social: bienestar público, accesibilidad, democracia cotidiana.
Uno de los engranajes de ese pacto era la convicción tranquila, pero tenaz, de que el arte no debía ser un lujo sino un derecho. Así que, si el metro iba a convertirse en el gran espacio público donde cientos de miles de personas bajarían cada día, ¿por qué no convertirlo también en un lugar donde el arte descendiese con ellas? Un soporte para democratizar la belleza, para hacer país desde el subsuelo.
Esa respuesta convirtió al metro de Estocolmo en la frase con la que lo definen: la galería de arte más larga del mundo. Algo que va más allá del eslogan turístico; es una decisión conceptual. Si vas a perforar la ciudad, abraza sus entrañas. Si vas a mover a tanta gente bajo la tierra, ofréceles algo más que azulejos blancos y tubos fluorescentes.
Haz país. Haz estética. Haz política blanda —que es la mejor política—.
La línea azul es el ejemplo más evidente. Basta bajar desde T-Centralen para entenderlo: la bóveda, pintada de azul profundo, conserva la piel rugosa de la roca. Tiene algo de caverna prehistórica, pero intervenida con brochazos gigantes. Parece la obra de un pintor expresionista que hubiera vivido aquí encerrado con un cubo de acrílico y demasiadas horas de invierno.
Además, en esa bóveda aparecen siluetas de obreros: un homenaje directo a los trabajadores que construyeron la red hace 75 años y que la mantienen cada día.
Tres cuartos de siglo de ciudad subterránea.
Sigue uno bajando por la línea y llegas a Solna Centrum, la estación más fotografiada de Suecia (y probablemente una de las más fotografiadas del mundo). Un túnel rojo, intensamente rojo, un rojo que no te abraza sino que te engulle.
Parece una bajada al infierno, sí, pero es un infierno con una intención: el mural, pintado en 1975, denuncia la deforestación sueca. El rojo del cielo frente al verde de los bosques como un aviso urgente en un país que hoy presume de sostenibilidad, pero que lleva décadas pensando en estas cosas.
Estando allí me pregunté si hoy ese mural se lee de otra manera. Si ya no habla solo de árboles sino del planeta entero.
Estoy en Estocolmo, moviendo las manos porque hace tres grados bajo cero, y esto que tengo detrás es el ayuntamiento, el Stadshuset.
Visto así, con su ladrillo rojo, su torre alta y esta logia abierta al agua, parece un edificio medieval, casi un híbrido entre castillo nórdico y palacio veneciano. Podría colar como gótico italiano, o como algo que te encontrarías entrando en la plaza de San Marcos por la puerta equivocada.
Pero la gracia es precisamente que no es medieval en absoluto.
Es un edificio del siglo XX: se construye entre 1911 y 1923, lo diseña el arquitecto Ragnar Östberg y es uno de los grandes ejemplos del Romanticismo Nacional sueco, una arquitectura que mezcla referencias históricas con una idea muy moderna de lo que debe ser un edificio público.
Por eso está aquí, pegado al agua. Si esto fuera de verdad un ayuntamiento medieval, lo lógico es que estuviese bien adentro del casco antiguo, protegido por murallas, alejado de cualquier ataque por mar. Pero, en los años veinte, Suecia ya no está pensando en cañones y asedios: está pensando en democracia, administración y ciudad abierta.
El Stadshuset se coloca en la punta de Kungsholmen, justo donde el lago Mälaren se abre hacia el archipiélago que conecta con el Báltico. Es un gesto urbano clarísimo: el poder municipal se asoma al agua porque el agua es lo que organiza Estocolmo.
El patio donde estoy tiene ese aire muy veneciano: arcos de medio punto abajo y esa sensación de plaza porticada que se abre directamente al embarcadero. Te giras y podrías estar esperando que aparezca una góndola, pero lo que llega son ferris y hielo.
La torre, además, está claramente emparentada con el campanile de San Marcos, solo que coronada por las Tres Coronas doradas de Suecia, para que no haya dudas de quién firma el skyline.
Y luego está la obsesión material. El ayuntamiento está construido con unos ocho millones de ladrillos rojos, de los cuales cerca de un millón se hicieron a mano, precisamente para conseguir esta textura vibrante, nada uniforme, que ves en fachada: el típico ladrillo de monasterio nórdico, colocado alternando testas y tizones para que el muro nunca sea del todo plano ni del todo predecible.
Ragnar Östberg era bastante maniático con la textura: quería que el edificio, visto de cerca, tuviera una piel casi viva, con pequeñas variaciones en cada pieza.
Estoy en Stortorget, la plaza central de Gamla Stan, el casco medieval de Estocolmo.
Hoy hay mercadillo navideño, con luces y turistas, pero bajo toda esta postal hubo, hace siglos, bastante menos encanto.
En esta plaza tuvo lugar la Boda Roja original:
Como sabréis por las novelas de George R. R. Martin y la serie Juego de Tronos, la Boda Roja es uno de los episodios más traumáticos de la historia. Martin lo escribió inspirándose en varios hechos históricos, uno de ellos fue el "Baño de Sangre de Estocolmo" de 1520.
Ese año, el rey Cristián II de Dinamarca conquistó Suecia y, para celebrarlo, organizó una gran coronación en el casco antiguo de Estocolmo. Tres días de fiesta, banquetes, vino caliente, diplomacia y buen rollo oficial. Hasta que, al tercer día, Cristián ordenó cerrar todas las puertas de la ciudad vieja.
Entonces empezó la matanza.
Entre ochenta y noventa personas —nobles, clérigos y ciudadanos influyentes de Estocolmo— fueron ejecutadas. Muchos fueron decapitados y sus cabezas expuestas en picas aquí mismo, en la plaza, durante semanas.
En este lugar tan bonito, tan instagrameable, con chocolates calientes y guirnaldas, a principios del siglo XVI se montó una escabechina monumental.
(Sí, ya sé que en el video digo 1580, es que me bailan las fechas más que Gene Kelly en El Pirata)
Hoy, Stortorget tiene otra cara.
Además del mercado de Navidad, uno de los edificios que dan a la plaza alberga la Academia Sueca, la institución que concede cada año el Premio Nobel de Literatura: el lugar soñado de Murakami, para entendernos.
Y, claro, aquí se levantan también las famosas Casa Roja y Casa Verde, dos fachadas del siglo XVII que, además de fotogénicas, son bastante tramposas.
La casa verde, por ejemplo: esas líneas blancas alrededor de las ventanas parecen molduras de piedra, pero en realidad son pintura. Querían simular nobleza, apariencia de sillería cara, pero no había presupuesto, así que resolvieron el asunto con pigmento.
En el fondo eran casas normales, con bodega abajo y almacén arriba. De hecho, la famosa ventana redonda superior no es un capricho barroco, es simplemente una forma eficaz de iluminar ese almacén.
El Sexto Panteón del cementerio bonaerense de la Chacarita es, sencillamente, uno de los lugares más bellos y más estremecedores del mundo.
Un espacio casi desconocido que esconde un viaje de luz, emoción y la historia de una mujer.
Os la cuento en #LaBrasaTorrijos 🧵⤵️
A mediados del siglo XX, cuando Buenos Aires miraba a la modernidad como una hacia el futuro, una arquitecta recibió un encargo que, para cualquiera de su generación, ya habría sido enorme, pero que para una mujer en los años 50 era casi un desafío a la gravedad social.
Se llamaba Ítala Fulvia Villa y entraba en las reuniones de las oficinas municipales —llenas de ingenieros varones— con un cuaderno, algunos planos y esa paciencia feroz que sólo pueden tener las personas que saben que su talento será discutido antes incluso de ser visto.
El edificio Kavanagh, en Buenos Aires, fue el primer rascacielos de Sudamérica.
Parece neoyorquino, pero tiene algo que los rascacielos de Nueva York no tienen: una leyenda. Porque el Kavanagh se construyó por un despecho amoroso.
Esta es la historia:
🧵⤵️
A principios de los años treinta, Corina Kavanagh, una rica heredera, compró una parcela frente al Parque de San Martín, junto a Puerto Madero, y mandó construir un rascacielos.
Inaugurado en 1936 con proyecto de Sánchez, Lagos y de la Torre, el Kavanagh, con su estilo Art Decó, recuerda ciertamente a los rascacielos de Nueva York, como el Chrysler o el Empire State.
Aunque este “solo” llega a 120 metros y 31 plantas.