En el 2715 de la Avenida de Buenos Aires, en Mar del Plata, hay una pequeña casita blanca.
No destaca mucho, aunque cuenta con un pórtico de entrada un poco rimbombante, con columnas jónicas también blancas y un frontón clásico encima.
No todo el mundo sabe que esa es la última casa que construyó un hombre que dio imagen a la última Argentina rural, justo la de antes de Perón.
Y no lo saben porque, a lo mejor no es de él. Porque cuando la término, en 1954, Francisco Salamone casi no quería que se le conociese.
Salamone llegó a Argentina a principios del XX, con apenas 7 u 8 años. Hijo del arquitecto siciliano Salvatore Salamone, enseguida quiso seguir los pasos de su padre.
Aún se llamaba Francesco.
Con veintipocos años, Francesco ya se hacía llamar Francisco y acababa de recibirse como arquitecto e ingeniero civil.
Al poco, comenzó a construir obras de poca monta: casitas y pavimentaciones. Las cosas no iban mal pero tampoco iban bien.
Tras una breve incursión en la política y un par de obras que terminaron de forma algo desastrosa, Salamone abandonó la provincia de Córdoba y marchó a la provincia de Buenos Aires.
Tenía casi 40 años y su vida (y la de la Pampa Húmeda) iba a cambiar para siempre.
En 1936, Manuel Fresco ascendió al poder como gobernador de la provincia de Bs As. No voy a entrar en detalles de política argentina de hace un siglo, pero digamos que esa llegada al poder del doctor Fresco no fue precisamente limpia.
Fuertemente influido por las corrientes nacionalistas europeas, Fresco impulsó una política de renovación del territorio basado igualmente en una idea fuertemente nacionalista de esa Argentina que se despertaba de lo rural hacia una modernidad más urbana.
No son pocos quienes afirman que la política de Fresco era filo-fascista y es posible que fuese así. Al fin y al cabo, Italia seguía siendo un foco en el que mirarse. Y la Italia de los 30 era la Italia de Mussolini.
Sea como fuere, Fresco encargó gran parte de la renovación del territorio de la provincia de Buenos Aires a Salamone.
Y Salamone respondió con una arquitectura que entendió *perfectamente* esa búsqueda de orgullo nacional. Una arquitectura que era puro símbolo.
Desde 1936 hasta 1940, Salamone construyó más de 60 obras por toda la provincia. Obras que, por cierto, también eran perfectamente simbólicas:
Municipalidades...
...cementerios...
...y mataderos.
(Municipalidades, cementerios y mataderos...le añades plantaciones de yerba mate y canchas de fútbol y tienes la argentinidad perfecta).
Por decenas de pueblos y ciudades de la Pampa Húmeda, Salamone empleó el hormigón (la piedra líquida) para generar una imaginería entre el art decó y el racionalismo.
Una colección de fachadas monumentales que siempre destacaban por encima de los trazados urbanos.
Y digo "fachadas" porque, en realidad, los edificios de Salamone no eran espacialmente demasiado relevantes.
Lo importante era la imagen urbana. La sensación de que ese lugar dejaba de ser un pueblo en la llanura y se convertía en una ciudad.
Así pasaba en Saldungaray...
...en Laprida o Guaminí...
...o en los monumentales matadero y cementerio de Azul.
Como es lógico, tal cantidad de obras tenían una explicación en la connivencia de Salamone con el gobierno de Manuel Fresco. Hasta el punto de que también se ha dicho que esa arquitectura monumental y enormemente simbólica era también una arquitectura filo-fascista.
Pero yo creo que no.
Yo creo que no, porque la arquitectura del fascismo italiano, por mucho que también estaba al servicio de un nacionalismo exacerbado, miraba claramente a la modernidad. Esto se ve con claridad en el Colosseo Quadratto o la Casa del Fascio.
(Que nadie me malinterprete, pero la arquitectura del fascismo italiano era, en general, bastante buena. No como la del nazismo o el franquismo).
Probablemente, Salamone solo se apropiaba de ese art decó que triunfaba en todo el mundo.
No parece difícil ver las similitudes entre las gárgolas del Chrysler de NYC y el Ángel Exterminador del cementerio de Azul.
Pero yo tengo otra teoría. Yo creo que, quizá de forma inconsciente, Salamone no importó ni la arquitectura fascista italiana ni el art decó estadounidense.
Salamone creó un romanticismo nacional nórdico en la Pampa Húmeda.
Fijaos en la Estación Central de Helsinki de Eliel Saarinen y comparadla con el hormigón esculpido de Salamone.
Sí, yo creo que Salamone creo una suerte de nostalgia romántica de la Argentina que quería para el futuro, pero que no había existido nunca.
Una argentina de relojes en medio del llano.
Una Argentina de colosales entradas al otro mundo y de templos de la carne.
Tras la salida del poder de Fresco en 1940, Salamone también cayó en desgracia y, de hecho, tuvo que huir a Uruguay escapando de asuntos no demasiado limpios con la justicia e incluso llegó a perder la nacionalidad argentina.
Regresó en 1945, nuevamente italiano.
Después llegaría Perón y también llegarían Amancio Williams y Eduardo Catalano y Clorindo Testa y la gran arquitectura moderna argentina.
Y el mundo que imaginó Francisco Salamone desapareció para siempre. Se fue porque tenía que irse.
Porque solo era un signo del tiempo.
Salamone murió en la Ciudad de Buenos Aires en 1959. Su arquitectura estuvo un poco olvidada hasta 2001, en que fue declarada Patrimonio Cultural de la Provincia de Buenos Aires y, en 2014, algunos de sus edificios alcanzaron el rango de Monumento Histórico Nacional.
A fecha de hoy, hay muchas iniciativas para intentar proteger la obra que queda en pie y es un atractivo turístico de la provincia de Buenos Aires y la Pampa Húmeda, organizándose rutas frecuentes por las decenas de pueblos donde construyó.
Seguramente merece la pena tomar el auto y recorrer una de esas rutas imaginando una línea temporal alternativa en la que Argentina es un país de ángeles de piedra líquida y relojes retrofuturistas.
Y con estas tres imágenes que resumen muy bien el hilo de hoy, vamos a despedirnos de Salamone, de la Pampa Húmeda, del art decó, de los ángeles de hormigón y de #LaBrasaTorrijos de esta semana.
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Las imágenes del capítulo de hoy son de:
Mariano Juárez, Any Darcacha, Turismo Provincia de Bs As, Storre, ORLO2002, elsapucai, Spraydelimon, María Carla Lanari, Aderca, Fjturban, Edufortes, F. de la Orden, OnCuba, dalbera, AP/Time, @fernaza y @MondoSalamone.
Agradezco muchísimo tanto a Fernanda Villarreal @fernaza como a Martín Aurand @MondoSalamone, la cortesía para dejarme emplear sus fotos.
Por cierto, en mondoslamone.com tenéis muchísimas más y muchísima información sobre Salamone.
#LaBrasaTorrijos se escribe en directo todos los jueves desde el soleado barrio de Villaverde.
(Fin del HILO 🇦🇷👼✝️🏛️🔪🥩)
(Y en el capítulo del próximo jueves vamos a viajar a un pueblo de agua y luz)
De de erratas, que empezamos pronto 🤦
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Echad un vistazo porque está genial ⚡
*Fe de erratas
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El Cementerio de los Ingleses es un pequeño recinto tapiado frente a los acantilados de Camariñas, en A Coruña.
Pero ¿y si allí estuviese enterrado Jack el Destripador? (Y no, no es descabellado).
Esta es una historia de naufragios y patrimonio, en #LaBrasaTorrijos
🧵⤵️
Plymouth, 8 de noviembre de 1890. Un hombre sube al "HMS Serpent" como quien acepta una sentencia cuyo contenido desconoce pero cuyo peso reconoce al instante.
@DACTurismo El nombre que dio —Arthur, James, William, el que fuese— quedó casi disuelto en la humedad del muelle porque lo pronunció demasiado bajo, evitando el cruce de miradas con el oficial que anotaba en un registro ya curvado por la lluvia.
Lo de que las estaciones del metro de Estocolmo son preciosas es algo digno de comprobarse in situ.
Pero también esconden una historia. Una historia de amor por los servicios públicos, por las infraestructuras públicas, por la gente que las construye y por la gente que las usa cada día:
La historia empieza, como empiezan casi todas las historias buenas de ciudades nórdicas, en la roca. Ni en el hormigón ni en el hormigón revestido de hormigón —que es la tentación internacional—, sino en la roca viva, la roca madre, el granito glacial que hace de Estocolmo una ciudad con vértebras de hielo fósil.
Cuando a mediados del siglo XX decidieron construir su red de metro, optaron por la solución más directa, casi geológica: excavar, dinamitar, abrir la montaña e insertar trenes. Y en algún momento de esa operación de ingeniería a mano armada surgió una pregunta casi infantil, tan evidente y, a la vez, tan peculiar que era muy raro que alguien se la preguntase: ¿y si dejamos la roca vista?
La respuesta tiene que ver con estética, sí, pero también con política y con época. Tras la Segunda Guerra Mundial, Suecia —como buena parte del norte de Europa— estaba articulando un nuevo pacto social: bienestar público, accesibilidad, democracia cotidiana.
Uno de los engranajes de ese pacto era la convicción tranquila, pero tenaz, de que el arte no debía ser un lujo sino un derecho. Así que, si el metro iba a convertirse en el gran espacio público donde cientos de miles de personas bajarían cada día, ¿por qué no convertirlo también en un lugar donde el arte descendiese con ellas? Un soporte para democratizar la belleza, para hacer país desde el subsuelo.
Esa respuesta convirtió al metro de Estocolmo en la frase con la que lo definen: la galería de arte más larga del mundo. Algo que va más allá del eslogan turístico; es una decisión conceptual. Si vas a perforar la ciudad, abraza sus entrañas. Si vas a mover a tanta gente bajo la tierra, ofréceles algo más que azulejos blancos y tubos fluorescentes.
Haz país. Haz estética. Haz política blanda —que es la mejor política—.
La línea azul es el ejemplo más evidente. Basta bajar desde T-Centralen para entenderlo: la bóveda, pintada de azul profundo, conserva la piel rugosa de la roca. Tiene algo de caverna prehistórica, pero intervenida con brochazos gigantes. Parece la obra de un pintor expresionista que hubiera vivido aquí encerrado con un cubo de acrílico y demasiadas horas de invierno.
Además, en esa bóveda aparecen siluetas de obreros: un homenaje directo a los trabajadores que construyeron la red hace 75 años y que la mantienen cada día.
Tres cuartos de siglo de ciudad subterránea.
Sigue uno bajando por la línea y llegas a Solna Centrum, la estación más fotografiada de Suecia (y probablemente una de las más fotografiadas del mundo). Un túnel rojo, intensamente rojo, un rojo que no te abraza sino que te engulle.
Parece una bajada al infierno, sí, pero es un infierno con una intención: el mural, pintado en 1975, denuncia la deforestación sueca. El rojo del cielo frente al verde de los bosques como un aviso urgente en un país que hoy presume de sostenibilidad, pero que lleva décadas pensando en estas cosas.
Estando allí me pregunté si hoy ese mural se lee de otra manera. Si ya no habla solo de árboles sino del planeta entero.
Estoy en Estocolmo, moviendo las manos porque hace tres grados bajo cero, y esto que tengo detrás es el ayuntamiento, el Stadshuset.
Visto así, con su ladrillo rojo, su torre alta y esta logia abierta al agua, parece un edificio medieval, casi un híbrido entre castillo nórdico y palacio veneciano. Podría colar como gótico italiano, o como algo que te encontrarías entrando en la plaza de San Marcos por la puerta equivocada.
Pero la gracia es precisamente que no es medieval en absoluto.
Es un edificio del siglo XX: se construye entre 1911 y 1923, lo diseña el arquitecto Ragnar Östberg y es uno de los grandes ejemplos del Romanticismo Nacional sueco, una arquitectura que mezcla referencias históricas con una idea muy moderna de lo que debe ser un edificio público.
Por eso está aquí, pegado al agua. Si esto fuera de verdad un ayuntamiento medieval, lo lógico es que estuviese bien adentro del casco antiguo, protegido por murallas, alejado de cualquier ataque por mar. Pero, en los años veinte, Suecia ya no está pensando en cañones y asedios: está pensando en democracia, administración y ciudad abierta.
El Stadshuset se coloca en la punta de Kungsholmen, justo donde el lago Mälaren se abre hacia el archipiélago que conecta con el Báltico. Es un gesto urbano clarísimo: el poder municipal se asoma al agua porque el agua es lo que organiza Estocolmo.
El patio donde estoy tiene ese aire muy veneciano: arcos de medio punto abajo y esa sensación de plaza porticada que se abre directamente al embarcadero. Te giras y podrías estar esperando que aparezca una góndola, pero lo que llega son ferris y hielo.
La torre, además, está claramente emparentada con el campanile de San Marcos, solo que coronada por las Tres Coronas doradas de Suecia, para que no haya dudas de quién firma el skyline.
Y luego está la obsesión material. El ayuntamiento está construido con unos ocho millones de ladrillos rojos, de los cuales cerca de un millón se hicieron a mano, precisamente para conseguir esta textura vibrante, nada uniforme, que ves en fachada: el típico ladrillo de monasterio nórdico, colocado alternando testas y tizones para que el muro nunca sea del todo plano ni del todo predecible.
Ragnar Östberg era bastante maniático con la textura: quería que el edificio, visto de cerca, tuviera una piel casi viva, con pequeñas variaciones en cada pieza.
Estoy en Stortorget, la plaza central de Gamla Stan, el casco medieval de Estocolmo.
Hoy hay mercadillo navideño, con luces y turistas, pero bajo toda esta postal hubo, hace siglos, bastante menos encanto.
En esta plaza tuvo lugar la Boda Roja original:
Como sabréis por las novelas de George R. R. Martin y la serie Juego de Tronos, la Boda Roja es uno de los episodios más traumáticos de la historia. Martin lo escribió inspirándose en varios hechos históricos, uno de ellos fue el "Baño de Sangre de Estocolmo" de 1520.
Ese año, el rey Cristián II de Dinamarca conquistó Suecia y, para celebrarlo, organizó una gran coronación en el casco antiguo de Estocolmo. Tres días de fiesta, banquetes, vino caliente, diplomacia y buen rollo oficial. Hasta que, al tercer día, Cristián ordenó cerrar todas las puertas de la ciudad vieja.
Entonces empezó la matanza.
Entre ochenta y noventa personas —nobles, clérigos y ciudadanos influyentes de Estocolmo— fueron ejecutadas. Muchos fueron decapitados y sus cabezas expuestas en picas aquí mismo, en la plaza, durante semanas.
En este lugar tan bonito, tan instagrameable, con chocolates calientes y guirnaldas, a principios del siglo XVI se montó una escabechina monumental.
(Sí, ya sé que en el video digo 1580, es que me bailan las fechas más que Gene Kelly en El Pirata)
Hoy, Stortorget tiene otra cara.
Además del mercado de Navidad, uno de los edificios que dan a la plaza alberga la Academia Sueca, la institución que concede cada año el Premio Nobel de Literatura: el lugar soñado de Murakami, para entendernos.
Y, claro, aquí se levantan también las famosas Casa Roja y Casa Verde, dos fachadas del siglo XVII que, además de fotogénicas, son bastante tramposas.
La casa verde, por ejemplo: esas líneas blancas alrededor de las ventanas parecen molduras de piedra, pero en realidad son pintura. Querían simular nobleza, apariencia de sillería cara, pero no había presupuesto, así que resolvieron el asunto con pigmento.
En el fondo eran casas normales, con bodega abajo y almacén arriba. De hecho, la famosa ventana redonda superior no es un capricho barroco, es simplemente una forma eficaz de iluminar ese almacén.
El Sexto Panteón del cementerio bonaerense de la Chacarita es, sencillamente, uno de los lugares más bellos y más estremecedores del mundo.
Un espacio casi desconocido que esconde un viaje de luz, emoción y la historia de una mujer.
Os la cuento en #LaBrasaTorrijos 🧵⤵️
A mediados del siglo XX, cuando Buenos Aires miraba a la modernidad como una hacia el futuro, una arquitecta recibió un encargo que, para cualquiera de su generación, ya habría sido enorme, pero que para una mujer en los años 50 era casi un desafío a la gravedad social.
Se llamaba Ítala Fulvia Villa y entraba en las reuniones de las oficinas municipales —llenas de ingenieros varones— con un cuaderno, algunos planos y esa paciencia feroz que sólo pueden tener las personas que saben que su talento será discutido antes incluso de ser visto.
El edificio Kavanagh, en Buenos Aires, fue el primer rascacielos de Sudamérica.
Parece neoyorquino, pero tiene algo que los rascacielos de Nueva York no tienen: una leyenda. Porque el Kavanagh se construyó por un despecho amoroso.
Esta es la historia:
🧵⤵️
A principios de los años treinta, Corina Kavanagh, una rica heredera, compró una parcela frente al Parque de San Martín, junto a Puerto Madero, y mandó construir un rascacielos.
Inaugurado en 1936 con proyecto de Sánchez, Lagos y de la Torre, el Kavanagh, con su estilo Art Decó, recuerda ciertamente a los rascacielos de Nueva York, como el Chrysler o el Empire State.
Aunque este “solo” llega a 120 metros y 31 plantas.